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hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una
mochila sus instrumentos de orientación y sus mapas, y emprendió la
temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable.
Descendieron por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años
antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al
bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera
semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer
la mitad y salar el resto para los próximos días. Trataban de aplazar con
esa precaución la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya
carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de
diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo,
como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y se
hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga
de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de
la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en
aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde
las botas se hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes
destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una
semana, casi sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo
de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberación de
insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor
de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su
paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que
casi veían crecer ante sus ojos. «No importa -decía José Arcadio
Buendía-. Lo esencial es no perder la orientación.» Siempre pendiente
de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible,
hasta que lograron salir de la región encantada. Era una noche densa,
sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y
limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las hamacas y
durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando
despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación.
Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en
la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.
Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las
piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas.
El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo
tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la
estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de
olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros.
En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso,
no había nada más que un apretado bosque de flores.
El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el
ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su
travieso destino haber buscado el mar sin en-contrarlo, al precio de
sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin
buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable.
Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía volvió a atravesar la
región, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo único que
encontró de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo
de amapolas. Sólo entonces convencido de que aquella historia no había
sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo
había podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero
José Arcadio Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el
mar, al cabo de otros cuatro días de viaje, a doce kilómetros de
distancia del galeón. Sus sueños terminaban frente a ese mar color de
ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su
aventura.
-¡Carajo! -gritó-. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo,
inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al
regreso de su expedición. Lo trazó con rabia, exa-gerando de mala fe las
dificultades de comunicación, como para castigarse a sí mismo por la
absoluta falta de sentido con que eligió el lugar. «Nunca llegaremos a
ninguna parte -se la-mentaba ante Úrsula-. Aquí nos hemos de pudrir
en vida sin recibir los beneficios de la ciencia.» Esa certidumbre,
rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llevó a concebir el
proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio. Pero esta vez,
Úrsula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e implacable
labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la
veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la
mudanza. José Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud
de qué fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una
maraña de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en
pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una atención inocente, y
hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo encontró en
el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños de mudanza,
mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo
dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con
un hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que
él sabía (porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos) que los
hombres del pueblo no lo secundarían en su empresa. Sólo cuando
empezó a desmontar la puerta del cuartito, Úrsula se atrevió a
preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó con una cierta amargura:
«Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos.» Úrsula no se alteró.
-No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido
un hijo.
-Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte
mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
-Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me
muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su
mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa
de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos
en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y
donde se vendían a precio de baratillo toda clase de aparatos para el
dolor. Pero Úrsula fue insensible a su clarividencia.
-En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes
ocuparte de tus hijos -replicó-. Míralos cómo están, abandonados a la