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1.38M
Papi, no te lleves esa bicicleta
Papi, no te lleves esa bicicleta Acá en el municipio hay un sitio que se llama El Cerrito. Eso tiene una cruz, ahí los sacerdotes oficiaban misa. Yo estaba embarazada. Esa tarde unas vecinas me dijeron «¿deja ir a Javier con nosotras a la misa?». «Llévenselo», les dije. Con mi esposo teníamos un negocio, un caspete en el parque del hospital. Mi esposo se había ido para el parque. Cuando se devolvió al negocio, se bajó muy rápido de su bicicleta y me dijo «¡cerremos, cerremos, es que viene un grupo armado muy grande! No se sabe si es el Ejército o los paramilitares. Se cree que es el Ejército. Podrían ser los paramilitares. Es que mirá toda esa gente que viene allá». Cuando miramos, eso estaba plagado de esa gente, de los paramilitares. Yo estaba embarazada. Cerramos el negocio y nos fuimos para la casa. Vivíamos muy cerca del parque. Pero... pues yo me quedé muy intranquila porque Javier, mi hijo mayor, estaba en El Cerrito. Salí a buscarlo. En la esquina de mi casa, en un transformador de energía, había un paramilitar que me preguntó «¿para dónde va?». «A buscar mi hijo». «¿Él cuántos años tiene?». «Once». «¿Usted sí sabe que no puede salir?». «Pues usted verá si me detiene porque yo voy a ir a seguir buscando a mi hijo». «¡Esta gonorrea qué!». «¿Quiere que le meta un pepazo?». «Haga lo que quiera, usted es el que tiene el arma». «Yo voy a ir a buscar mi hijo», le dije. Mi esposo se había quedado con el niño pequeño, que tenía cuatro años. Me devolví a la casa y le dije lo que me había dicho una vecina: «Se los llevaron al polideportivo». Y que tenían una lista muy grande, que estaban con cédula en mano llamando a la gente. Esperamos un rato y cuando iban siendo las seis de la tarde, volví a salir por Javier, desesperada. Un paramilitar de esos me confirmó que fuera al polideportivo. «¿Qué necesito llevar?». «La cédula», me dijo. «Entonces me tengo que devolver a la casa porque no la tengo». «Vaya pues tráigala». Otra vez me fui para la casa, yo qué me iba a poner a ir al polideportivo. Preferí esperar, mirar por un hueco de la terraza a ver si Javier aparecía. Y sí, como a las siete de la noche: estaba muy golpeado. Resulta que a ellos se los trajeron de allá, de El Cerrito, y los entraron al templo. Ahí les dijeron «niños y mujeres se abren de aquí». Entonces mi hijo pensó «yo tengo once años, yo soy un niño», y arrancó a correr para la casa. Él se había llevado su bicicleta; no sabe en dónde la dejó. Me contó que corría con los ojos cerrados porque sentía que le iban a disparar. Se golpeaba con las ventanas de las casas, se daba con lo que fuera. Llegó a la casa muy golpeado. Llegó como casi a las siete de la noche. Cuando él llegó, yo empecé a sentir un dolor acá en el bajo abdomen, un dolor y un dolor y un dolor. Esa gente se quedó en el municipio. Nosotros convivíamos con ellos. A las cinco de la tarde teníamos ventanas cerradas, puertas cerradas. Nos daba miedo ir al baño, nos daba miedo toser. Un perro ladraba y ellos le disparaban o lo encendían a culatazos para que se callara. Mi hijo de cuatro años volvió a orinarse en la cama. Mi casa era muy pequeña y en ese entonces vivía Javier, mi hijo mayor, conmigo. Vivía mi mamá y un sobrino. Como en mi casa las paredes dan a la calle, no teníamos dónde resguardarnos. Nos metíamos en un espaciecito que queda entre el tanque del lavadero y las escalas, ahí nos arrumábamos todos. Todos eran: mi mamá, uno; mi sobrino, dos; mis hijos, cuatro; y mi esposo y yo, seis. Antes de morir, mi papá me dijo «no llore por mí que yo no me voy a dar cuenta de todo esto. Lloren por ustedes, por lo que van a vivir sobre todo las mujeres que tienen hijos. Va a ser muy cruel, supremamente cruel. Va a haber momentos en los que ustedes tampoco van a querer estar vivos». Así fue, completo, como mi papá me lo dijo. Mi papá murió el 1 de julio de 1999. Yo quedé en embarazo el 20 de julio del 1999. Los paramilitares ingresaron el 12 de agosto de 1999. El aborto se produjo el 25 de agosto de 1999. En esa época ya no estaba en embarazo, no. Después de que me cogieron esos cólicos – ese dolor y ese dolor–, me llevaron al hospital. Estuve ocho días. No pudieron detenerme el aborto. Tenía muy poco, pero la niña estaba formada, Mariana estaba formada. Yo no había sentido ningún malestar de ninguna clase. Yo vislumbraba cosas muy feas. A veces pienso que no puse mucho de mi parte, que de todas maneras ella no iba a nacer. Me llené de rabia, me dije «¿pa qué traer hijos a la guerra?». Como que tampoco puse mucho de mi parte y tal vez por eso no me obraron los medicamentos. O así tenía que ser, no sé. Así tenía que ser. Así tenía que ser: menos mal la niña se libró de todo eso. Uno no podía contener el temblor de las manos. Mi esposo se llenó de pánico. Cuando llegaba alguien al negocio, él le servía y se volaba para la casa. Se sentaba en la cama en un solo temblor. No podía ni hablar, la boca se le secaba. Así que yo me tenía que ir para allá, a atender el negocio. Los niños se iban detrás mío. Como Javier ya tenía once años, yo olía que lo podían reclutar. Una tarde vinieron al negocio, lo miraban mucho. Él era un niño fornido, muy bien presentado y tenía una capacidad asombrosa de hacer amigos y de llegarle a las personas. Era muy querendón. Yo vi que me lo miraban, que me lo miraban. «¡Dios mío bendito!», pensé, «estos se están tramando quién sabe qué». Una tarde que salí con él, con Javier, a hacer una diligencia en la calle, se nos acercó un paraco y me dijo «ve, esta gonorreíta ya puede con un fusil». «Este perro hijueputa», le respondí, «¿a usted quién le dijo que el hijo mío nació pa cargar un fusil?». «¿Qué? ¿Estás muy alzadita, maricona?». «Pues venga, hijueputa, habla conmigo, pero con mi hijo no se meta. Es que él es un niño, él no nació pa hacer lo que usted hace. Él no nació para ser una porquería basura como usted». Llega un momento en que el miedo hace que uno no sienta más miedo. Tocaba cuidar mucho a los niños. Los recogíamos en el colegio porque en cualquier momento se prendían esas balaceras, se tiraban cilindros de gas. Nosotros en el medio. El helicóptero encima toda la noche: tacatacatacatacataca. Pero esa era una buena señal. Uno dormía un poco más tranquilo pensando que nos estaban defendiendo. Lo maluco era que empezaban a caer esas vainillas en los techos de las casas. Aguantábamos tomando aguas aromáticas y charlando durante el día. En la noche nos encerrábamos y en la mañana íbamos a ver cómo habían amanecido todos, a ver quién faltaba. De pronto muchas de esas cosas calan, se quedan en la cabeza. Luis, el menor de mis hijos, me ha dicho «por mi lado no esperen nietos; tiene que ser que a mí se me rompa el condón. A mí los niños no me gustan porque no hay nada que ofrecerles. Si no está Mariana con nosotros, ¿pa qué más culicagados?». Y esta es la hora en que Javier Alejandro, el mayor, todavía se culpa. Él dice que si ese día no se hubiera ido para El Cerrito, yo no hubiera perdido a mi niña. Esa es una charla que tenemos pendiente y no se ha dado la oportunidad, pero en algún momento habrá que tenerla, porque él le dice a Marcela, su esposa, que él se culpa. Porque, es más: yo ese día le dije: «Papi, no te lleves esa bicicleta, ¿eso para qué?». Él le dice a Marcela, su esposa: «¿Yo por qué le desobedecí a mi mamá? ¿Por qué me fui para allá si a mí ni siquiera me gustaba rezar? Algo andaba buscando. Yo tengo la culpa de que Mariana no esté con nosotros».
Dolor en el ombligo
Dolor en el ombligo Anéider salió de dieciséis años. También mis dos hijos mayores, Éric y Daniel, salieron de dieciséis años de bachilleres, y no pudimos costearles una carrera universitaria ni nada. La situación estaba muy difícil, entonces fue cuando a Anéider se lo llevaron a pagar servicio. Mi sobrina –la que yo le digo que crié y que es como mi hija mayor– me lo bajó del avión. Esa movió cielo y tierra, porque a él se lo querían llevar para Larandia, Caquetá. Ella no sé a qué santo se le prendió; el caso es que a él lo bajaron del avión. Lo bajaron aquí en la Cacica La Gaitana, en Neiva, y en ese batallón fue que pagó el servicio. Tener dos hijos en el Ejército era no tener vida, créame, porque con tan «buenas noticias» que daban los noticieros: cada nadita ataques de la guerrilla por acá, ataques de la guerrilla por allá. Uno mantiene con el corazón en la mano y prendido de Dios porque no queda otra. Mis hijos pagaron servicio militar. Les fue bien, gracias a Dios. Y después, por lo que le digo, por la situación económica, ellos volvieron a ingresar como soldados profesionales. Yo no estuve de acuerdo, pero Anéider desde niño quiso estar en el Ejército. A él le gustaba mucho esa vida militar, la disciplina, todo eso. Lástima que la guerrilla le hubiera frustrado el sueño de estar allá. Ellos casi no hablan de la vida militar, no cuentan las cosas malas. Mis hijos contaban todo lo bueno que les pasaba, pero cosas malas las he sabido por boca de otros compañeros. Ellos decían que no me contaban las privaciones, las aguantadas de hambre, porque yo mantenía con el corazón en la mano. No decían nada de eso, solo por los lados. Ellos no decían nada de eso, si acaso me decían «mami, estamos en tal parte; mami, nos trasladaron pa tal parte, va a ser difícil que nos comuniquemos. Allá no va a llegar sino su bendición». Anéider me llamó ese día y me dijo «mami, estamos acá en Santa María». Cuando ocurrió el accidente de Anéider, yo tenía a Éric por allá en Lejanías, Meta. Y pues no vivió de cerca lo que le pasó a su hermano. Estaba muy lejos, incomunicado. Después fue que él nos pudo llamar «pero ¿Anéider está bien?». «Sí, él está vivo. Está herido, pero está vivo». «Eso escuché», me dijo Éric. «Acá el capitán me pasó un reporte que mi hermano se encontraba herido, pero vivo». No recuerdo si dijo «estamos» o «llegamos». «Estamos cansados», eso sí me dijo. «Estoy en Santa María y estamos cansados porque llevamos patrullando no sé cuántos días». «Mi amor, cuídese porque dicen que allá es peligroso». «Confiemos en Dios que nada nos va a pasar, mami». Como a las cinco de la tarde yo tenía una angustia, me decía «Dios mío, ¿será que le va a pasar algo? ¿Se va a morir? Alguien se va a morir de mi familia... Me duele mucho el corazón». Servimos la comida. Como a las siete, ocho de la noche, empezaron a pasar los helicópteros. Yo no recuerdo la hora exacta, la verdad es que no la recuerdo. Sé que eran las nueve de la noche cuando le dije al papá de mis hijos: «Anéider, tengo mucho dolor de ombligo, me duele el ombligo». «¿Cómo que le duele el ombligo?». «Yo no sé qué me pasa: me duele el ombligo. Es como si algo le estuviera pasando a alguno de mis hijos... y ni modo de llamarlos porque no sé a dónde. Lo único es decirle a Dios que me los cuide, que me los proteja». Ese dolor es algo que yo nunca volví a sentir y que no quiero volverlo a sentir. Es algo que no me explico por qué, si es la conexión de uno con el hijo cuando nace, con el cordón umbilical. No sé si tiene que ver eso. Yo esa noche no dormí. Me la pasé sentada acá. Yo no hacía sino mirar el cielo y las estrellas, y orar y orar y orar. En HJdobleK, que era la emisora que cogía, no decían nada de noticias, nada; solamente era música y música, y yo espere y espere. A las cinco empezaron a dar informaciones de Santa María, que habían sido asaltados, que había habido un asalto.
Yo tuve esa pesadilla
Yo tuve esa pesadilla Marta Puede ser que por herencia, como se dice, porque mis hermanos también fueron militares. Tal vez por ese lado él le agarró gusto. Me decía «mami, dejame ser feliz». Además usted sabe que un adolescente o un niño, a medida de su crecimiento, se va reflejando en las cosas que le llaman la atención. Hay unos que desean ser médicos, otros que desean ser ingenieros; otros policías, otros militares. Él se inclinó más por la carrera militar. Viviana De todas maneras la crisis económica del país ha venido en decadencia desde hace muchos años. Las oportunidades son muy pocas. El que puede salir adelante con una carrera y la puede ejercer, muy bueno, pero hay otras personas a las que realmente les toca buscar. Uno sabe que en el Ejército en cualquier momento puede pasar algo. Hoy tengo noticias, pero mañana quién sabe. Eran riesgos. Fue un riesgo que él quiso tomar. Susana En ese momento era la más pequeña. Tenía diez años. Recuerdo que Óscar le mencionó a mi mamá que ya había cumplido dieciocho y que se quería ir para el Ejército. Mi mamá le dijo que no, que ella no estaba de acuerdo. Un día que fue a trabajar, Óscar aprovechó y se fue para allá. Mi mamá tuvo que ir hasta el Ejército, lo devolvió para la casa. Viviana «Vea ese muchacho quién sabe si va a volver», decía la gente. Marta Uno siempre estaba pensando lo peor. Uno decía «la guerrilla, la guerrilla». Tal así que el día que tuve la pesadilla, o sea, el día de los hechos, yo no pensé que hubiera sido entre ellos mismos, sino que la guerrilla se había tomado la compañía. Bendito sea Dios. Ya después de ir recogiendo tanta cosa, me di cuenta qué fue lo que pasó; lo que yo viví esa noche en el sueño. Viviana De todas maneras, el sueño o el miedo se consolidó, y no por el temor que ella siempre había manejado de que iba a ser la guerrilla o agentes externos al Ejército. Fue algo menos creíble: que fuesen directamente entre ellos mismos, es diferente. Que entre ellos hayan ocasionado ese dolor familiar. Nunca se nos pasó por la cabeza que hubiese sido un mismo compañero. Susana Un superior. Marta Un superior. Un superior, sí, una persona que estaba vinculada con un mismo objetivo. El temor se consolidó, pero no por las formas que todo el mundo nos imaginábamos. El 14 de diciembre fue la última vez que me llamó y me dijo «mami, me voy para el área. Hasta que vuelva, no tengo comunicación. Pero el 31 me robo una llamadita, tranquila». El 28 tuve esa pesadilla. Entonces el 29 le toqué la puerta aquí a esta, que vivía en el primer piso, y le dije «Viviana, ve, tuve una pesadilla muy fea con Óscar Iván. Bregate a comunicar con él». Llamé a la casa y le dije a Holman, mi marido, «mi amor, mirá lo que pasó con esta pesadilla». Él le dijo fue a Ramiro, al esposo de Viviana, que se dedicara a llamar, que yo estaba muy preocupada. A Ramiro le contestó un muchacho, un tal Fernando. «¿Quién es usted?». «Soy cuñado de Óscar Iván, le dijo Ramiro». «Ah sí, aquí dicen que Tabares le tiró una granada al teniente y está huyendo. Pero yo no creo... ¿cierto?». Ya por la tarde, a las cuatro, fue Holman a recogerme. Llegó con cara de aburrido. «¿Qué pasó?». «No, pues que este cagón la embarró, que le tiró una granada al teniente y dizque está huyendo». «Entonces vámonos para la Cuarta Brigada», le dije. Llegamos y de una nos dijeron que no, que si hubiera pasado alguna cosa... «Esté tranquila que si hubiera pasado alguna cosa ustedes son los primeros a los que se les informa». «No, es que mire, vea», le dije, «yo tuve esta pesadilla, yo soñé esto. Aparte, mire, llamamos esta mañana y mire lo que le dijeron a Ramiro». «Ah no, espérense yo llamo a Bogotá». Y entonces nos fuimos, viajamos toda esa noche. Como a las siete, a las ocho de la mañana llegamos a Bogotá. Llegamos a la escuela Carlos Gil Colorado a las ocho de la mañana. No nos dejaron pasar. Bajita la mano se demoraron dos horas en atendernos. Nos mandaron a entrar y me dice uno de esos militares «vea, ahí va la compañía de él. Pregúnteles, pregúnteles». Y esos muchachos ya sabían. Jum, eso brincaban. No nos quisieron atender, no fueron capaces de atendernos, ¿cierto? Ahí yo confirmé lo que presentía con este muchacho Fernando. Estábamos en la escuela cuando, bendito sea Dios, veo a un muchacho con el ojito tapao y rengueletiando. «Este tiene que ser», me dije. Óscar Iván, en su última venida, me había hablado de Fernando. Me había dicho que era negro, que había perdido una vista. Se había rodado por un precipicio de 200 metros. Que se había quebrado un brazo, que había perdido la pierna y se sacó el ojito. Y que lo iban a dejar allá, que ese teniente... Así me lo dijo él «es que es un hijueputa, mami. Imaginate, mami, que dizque porque es negro lo iba a dejar allá». Y como Óscar Iván ya tenía tanta cancha, ¿cierto?, les dijo «¿quién me va a acompañar a bajar por él?». Yo lo miraba y lo miraba. Él era como esperando, con su ojito tapao, que la oportunidad se nos diera, ¿cierto? Cuando de pronto se nos paró aquí atrás y nos dijo «no me vayan a mirar, ¿ustedes son los papás de Tabares?». «Sí». «No me vayan a mirar. Búsquenlo porque sinceramente aquí están diciendo que él está huyendo, pero yo no creo ese cuento. Les voy a dejar un teléfono para que me llamen». Luego pasó por el frente y dejó caer el papelito.
Mamá, yo no voy a volver
Mamá, yo no voy a volver Cuando mi hijo tenía tres o cuatro años quería ser militar porque el papá fue militar. Mi hijo me hablaba cosas de militares... de misiles, me hablaba. En esa época no había mucha televisión como ahora, pa uno decir que es que se la pasaba viendo y aprendiendo eso. Yo pensé que se le iba a quitar la idea cuando creciera. El muchacho, sí, tenía sus cosas. Era un poquito así como rebelde, pero en sí era buen hijo. Lo que decía tenía que hacerse como él lo decía y punto. Era así. No era muy llevadero con uno. Pero era una gran persona normal, como cualquier muchacho de su edad, de su época. Le gustaba el rap. Rapeaba, componía canciones. Era buen estudiante, muy inteligente. Lo que pasa es que era un poco despistado y, por eso, no le ponía atención al estudio, pero era una persona inteligente. Lo que estudió, lo hizo muy bien. Le gustaba el inglés. Hablaba y escribía el inglés perfectamente. Antes de cumplir los dieciocho años –los cumplió el 2 de marzo de 2003–, fue y se presentó al Ejército. Esperaron a que cumpliera los dieciocho y el 10 de julio de 2003 se fue. Eso fue en Kennedy, en el Distrito 51, creo que se llama. El papá mismo lo llevó ese día. Se fue para el Caquetá, allá estuvo hasta que juró bandera. Él prestó diez meses de servicio. Después lo trasladaron al Tolima, allá estuvo diez años. En esos meses de soldado regular, les dijeron que quién quería hacer el curso para profesional, y él quiso quedarse. Fue muy bueno en el curso. Al principio, le contaba las aventurillas a los hermanos, porque, pues, le parecía todo como muy gracioso. Estaba empezando. Pero a medida que pasaba el tiempo y se formaba como una persona del Ejército, de pronto había cosas que ya no podía contar. Él fue cambiando su forma de ser con el tiempo. Como más serio, más distante, como más retirado. Hablaba poco con la familia. Venía, sí, pero no era ese muchacho dicharachero de antes que les contaba todo a los hermanos y se sentía orgulloso de portar el uniforme. No, él cambió. Eran esos días que mataban diez, doce, quince, catorce soldados casi a diario. Yo me la pasaba viendo noticias, lloraba muchísimo de pensar que alguna cosa le fuera a pasar. Siempre tenía como ese presentimiento, como esa sospecha de que algo le iba a pasar. Él llegaba a la casa y volvía a llenar los formularios del seguro, ese que los cubre a ellos cuando están allá. Se ponía a llenarlos, me llamaba y me decía «madre, si me llega a pasar algo, debe cobrar este seguro». «No le va a pasar nada». Me miraba y le daba como una risa, así, pero no risa, risotada, sino como una sonrisa. Se le veía. Él sabía que la situación estaba muy difícil en el país y que en cualquier momento podía pasar. Cuando él vino nuevamente me dijo «madre, le tengo dos noticias». «Cuénteme la noticia buena». «La buena es que, ya por mi antigüedad, posiblemente voy a las Fuerzas Especiales. Y la otra, es que nos van a trasladar al Caquetá». «¿Otra vez?». «Sí, madre. A mí no me gusta mucho la idea de irme al Caquetá, porque usted sabe que allá está operando la guerrilla fuertemente ahorita con lo del narcotráfico. Ese departamento no es como el Tolima, que tiene montañas y uno se puede esconder fácil. Allá es plano y la forma en que la guerrilla opera es en carros. Ellos van y lo matan a uno en carro, y se pierden porque se presta el terreno». Yo sí lo veía que cada vez que se iba, se ponía nervioso, le sudaban las manos. No le preguntaba por qué, pero sabía lo que estaba pensando: «No sé si vuelva, no sé qué irá a pasar». Antes de irse para el Caquetá, le hicieron un reentrenamiento de tres meses en Tolemaida. En el Caquetá duró dos años después de que lo sacaron del Tolima. En varias ocasiones vino a visitarnos, me decía que la situación estaba muy, muy difícil. Él quería que lo trasladaran, pero, pues, no encontrábamos la forma. Él hacía tiempo que quería que lo trasladaran. Él había caído, dos, tres años antes, en el Tolima, en un campo minado. Estaba con un capitán. El capitán sí perdió una extremidad y quedó mal. El capitán fue el que pisó la mina. Mi hijo únicamente se hinchó por dentro. Exactamente no me acuerdo del año, pero fue horrible. Pensé que había sido el final. Algunas veces le dije que se retirara, que llevaba mucho tiempo dentro del Ejército, y me dijo que no, que estaba queriendo ganarse su pensión. Que él había aprendido solamente a echar plomo. Ya tenía muchas ideas, mucha rabia en su cabeza, miraba con odio a la guerrilla. Habían pasado muchos años. Tenía rabia de la situación del país. Su vida personal había cambiado, su forma de pensar había cambiado. Como a él no le pasó nada por fuera, solamente duró como un mes fuera del servicio, mientras se desinflamaba por dentro. Entonces volvió. Llegó al Caquetá y lo llevaron bien adentro, a las áreas más profundas de las selvas. Casi no hablábamos porque por allá apagaban los teléfonos, uno no podía hablar con ellos. Pasaron dos años después de que se lo llevaron para el Caquetá, hasta 2015. Él había venido en febrero, y en marzo del 2015 estuvo con nosotros. Me dijo «madre, necesito que me dé una fotocopia de su cédula autenticada». En doce años de trabajo con el Ejército, nunca me había pedido una fotocopia de la cédula autenticada. «Es una tarea que le dejo. Voy a ir a Armenia y, cuando regrese, quiero que me tenga esa fotocopia autenticada». Pero me lo dijo varias veces, en diferentes tiempos, en varios días. Cuando vino, me volvió a pedir la fotocopia autenticada. Y me invitó, con un hermano de él, a comer ensalada de frutas en Soacha. Una noche, antes de irse, como a las diez y media de la noche, me dijo «madre, tengo que irme a Armenia de nuevo. Si no me alcanza a dar la fotocopia autenticada, pues me la manda». A mí me dio risa. Una risa. No risa de reírme, sino que me sonreí porque sé que el Ejército no le da nada a uno. «¿Y para qué quiere el Ejército una fotocopia de mi cédula autenticada? ¿Qué me va a dar a mí?», le pregunté, pero así como en tono burlesco. Entonces llegó y me miró. Abrió los ojos, me quedó viendo y me dijo «espere que me maten para que reclame». Yo me sentí horrible. «No, pero ¿por qué dice eso? No diga esas cosas». No me dijo por qué, no me dijo por qué. Yo me sentí mal. Cuando llegó a Armenia, me pidió que le mandara las botas, que las había dejado. Eso era como el 15 de marzo, él tenía que presentarse el 17. Me dijo «hágame el favor y me manda las botas y yo pago la encomienda, y dentro de las botas mándame la fotocopia autenticada de la cédula». Fui y mandé autenticar mi cédula. Le limpié las botas y se las mandé en una cajita con la fotocopia de la cédula. Yo ya no volví a hablar con él. Empecé a llamarlo y tenía el teléfono apagado. Él cumplió 30 años el 2 de marzo y se fue el 17. No se quiso ver con el papá porque pues ellos casi no se la llevaban. La forma de ellos dos como que chocaba. Él procuraba hablar muy poco con el papá, pero quince días antes, después de que se fue, mi hijo lo llamó y le dijo «hola, pa, ¿cómo está?». «Hijo, yo no tengo plata para hacerle recarga». «No, papá, yo no lo estoy llamando para que me haga recarga. Lo estoy llamando para decirle que lo quiero mucho. Es que hay cosas que usted le dice a uno que son ciertas, y bueno, que estoy más cerca de Dios». Le dijo así. Y le dijo «papá, el presidente está aquí, el presidente Santos, y todo el mundo lo abucheó». «Sí, mijo, ¿qué piensa usted del presidente? ¿qué piensa de todo eso?». Mi hijo se quedó callado. Dice el papá que se quedó unos segundos así, callado. No le contestó más, nada más dijo «papá, me tengo que ir porque vamos a formar. Lo quiero mucho, después lo llamo». Mi hijo no volvió a hablar con el papá. A mí sí me llamó el 24 de marzo, porque su hijo estaba cumpliendo seis años. El 12 de abril me estaba buscando desde las cinco de la mañana el enlace de él en el batallón. Era un domingo. Yo tenía el teléfono en vibrador. Me estaba llamando como desde las cuatro de la mañana. A lo último, estábamos todos en la casa, y salió uno de mis hijos al parque, a encontrarse con la novia. En vista de que no nos ubicaron a nosotros, llamaron a la mamá del niño. A ella le dijeron. El enlace le dijo que tenía algo que decirle, pero que no sabía cómo decirle. Entonces ella le dijo «pues dígame de una vez qué fue lo que pasó». Rosa llamó a mi hijo que estaba en el parque con la novia. Yo veo es que mi hijo entra a la casa sin poder hablar. Trataba de hablarme, pero no podía. Entonces yo pensé que era que le había pasado algo a él, y empecé a decirle, a gritarle que qué le había pasado. Yo lo miraba a ver si le veía sangre, si lo habían apuñalado, no sé. Cuando logró decirme... me enloquecí ese día. Ahí perdí todo, el tiempo, no sé. Gritaba, me tiraba al piso, no, no. No sé. Fue la peor noticia que recibí en mi vida. No lo podía creer. Se me queda funcionando esa palabra, esa frase que me dijo a mí «espere a que me maten para que reclame».
Un día de estos va a cambiar la vida
Un día de estos va a cambiar la vida El hijo mío era el que vivía conmigo. Él tenía diecisiete añitos. Para donde yo me lo llevaba, él se iba. Adoraba la montaña y nos fuimos para una vereda. Estuvimos viviendo en La Francia, que es donde principia la carretera para ir al corregimiento de Los Medios. Vereda más pobre que La Francia, acá en Sonsón, no hay. Esa vereda toda la vida ha sido mala para el empleo. A mi hijo le resultaba trabajo de pronto en el relleno sanitario. También al esposo mío. A veces les daban días, semanas, o dos meses de trabajo. Sinceramente pasamos tan mal, que hoy en día no sé cómo estoy viva. Una vez el hijo mío se paró en la zambrana, lo veía muy pensativo. «¿Qué tiene?, ¿un desengaño amoroso? Mijo, vea tenga confianza en mí. Usted sabe cómo lo quiero, cuénteme sus cosas». «Yo lo único que le digo, ma, es una cosa: no soy capaz de verla a usted y a mis hermanas con hambre. Un día de estos va cambiar la vida. No me aguanto más tanta injusticia. Ma, así a mí me cueste la vida», le pegó a la pared, eso se hundió. Yo lo abracé. Él dijo eso porque una vez me enceguecí, perdí la visión por el hambre. Otra vez no había nada, ni aguapanela ni nada. Él se fue con la niña más pequeña y trajo panela y chocolate de donde la amiga mía. Él mismo hizo el chocolate. Se fue y pidió unos plátanos verdes y los hizo así, en pedacitos. Se puso a hacer patacones y le quedaron lo más de bueno. Echamos chocolate. Luego él se perdió y vino como a las nueve de la noche con una gallina. «¿Usted de dónde sacó esa gallina?». «Me la robé». «Ay, mijo». «Amá, no llore por eso. No llore que eso no es nada pa lo que yo pienso, pa lo que yo llevo por dentro. Cómase ese caldito. Vea, tranquila que no hay ningún peligro. Fui y me la saqué de por allá de un solar, y yo la voy a arreglar». Nos comimos eso tarde. Y bueno, ya al otro día sí le dije «mijo, dígame de dónde sacó la gallina». Y ya seguimos así: sufra, sufra, sufra. Ya no les daban empleo, ya el municipio les pagaba por ahí cada tres meses. Nos fuimos pa otra finquita que resultó más retiradita. Él se venía para el pueblo y se ponía a tomar los sábados y llegaba los domingos por la mañana. Él me llevaba huevos, me llevaba parva, plátano. Me llevaba mercadito, cositas así. Me decía «vea, ma, ahí nos vamos bandeando. Tenga». «¿Quién le dio, mijo?». «No, los amigos, ma. Es que tengo unos amigos muy queridos», yo le creí. Él bebía todos los sábados. Bajaba de ocho a ocho y media de la mañana. Pero llegaron las ocho, las nueve, las diez, las once y nada que bajaba al pueblo. Yo le dije a mi esposo «mijo, John Jairo no ha venido». «Ve y yo esta mañana sentí que entró, le sonaron las llaves». «No, eso fue que le pareció». «No, yo lo sentí, mija». «Eso fue que tuvo algún problema y está en el comando detenido». Cuando me estaba arreglando para irlo a buscar venía otro carro, otra chiva. Mi hijo llegó, se bajó ahí en la calle. Yo me alegré toda. Salí, lo miré de lejos. Le vi los ojos grises, le dije «¿John Jairo, usted por qué trae esos ojos así?». «¿Cómo?», me contestó, se fue acercando. Se puede decir que estaba vivo, pero ya estaba muerto. Me acuerdo que él puso una ventica de gaseosa y cigarrillos en la casita. Cuando se bajaron tres tipos, quien sabe quiénes eran esos señores. Él se entró pa dentro. Ellos me dijeron «nosotros no venimos a comprar. ¿Cuántos viven acá?». «Vivimos el esposo, dos niñas y el hijo mío». «¿Y el pelao? ¿Dónde está? Llámelo». Yo lo llamaba y John Jairo me hacía así como que no. Le volví a decir. Entonces uno de ellos se asomó y le dijo «venga, pelao, venga, venga». John Jairo salió. Le dieron la mano y todo. «Tenemos que hablar con usted». A mí me dio una cosa ahí mismo como madre. Me dio unos nervios, como una cosa, un miedo aquí. «¿Y por qué no le preguntan aquí lo que le tiene que preguntar?». «No, madre. Lo tenemos que llevar porque es que el patrón de nosotros va a hablar con él. Lo vamos a interrogar. Tranquila que a él no le va a pasar nada». Mi hijo le contestó a ese tipo «vea, es muy sencillo, hermano. Ustedes me van a matar a mí, pero me tienen que matar aquí porque yo no los voy a seguir pa ninguna parte». «Vea, pelao, no se rebele que es peor. Pa no tenerlo que amarrar». Cuando dijeron eso yo entendí: «A John Jairo lo van matar. Me lo van a matar». Lo abracé delante de ellos y me puse a llorar. Le dije «venga, mi amor, venga». Él le dijo a los tipos «¿me dan permiso de entrar por una cachucha?». «Hágale pues, pero no se demore». Mi hijo se entró pa dentro, me agarró, me abrazó. Me dijo «ma, me van a matar, ¿cierto?». «No, no diga eso». «No, no. Tranquila, ma. Quédese tranquila. Quédese tranquila que yo vengo». Entonces ya salió. Abrazó a la niña pequeña, la quería mucho. La hermanita. La abrazó y me dijo «ma, le voy a pedir un favor muy grande. Prométame que si yo me demoro pa volver, usted va a cuidar la niña como yo la cuidaba y la va a querer». «Claro, ¿cómo no la voy a querer?». «Váyase tranquilo». «Júremelo», y me hizo jurar. Las niñas salieron detrás de él. La niña pequeña, le decía «aio, aio, aio», y se aferró. Él le dijo «suélteme, madre, suélteme», y la niña más se le aferraba. Como una garrapata. Y salieron entonces de por allá, yo me fui detrás de él. Le dije a los tipos «vea, ¿sabe qué? ustedes se lo van a llevar, pero yo me voy con él hasta las últimas consecuencias ¡Me voy con él!». «No, madre, es que él va a venir. Quédese tranquila». Como ellos vieron que yo lo quería tanto a él, lo quería tanto, entonces como que le dijeron «dígale a su mamá que se devuelva». Él se voltió y me dijo: «Amá, ¿usted me quiere a mí?». «Horrible». «¿Entonces me va a hacer caso en una cosa que le voy a pedir?». «Sí». «Devuélvase. Devuélvase, ma. Deme la bendición. La última». Era la última. Yo le eché la bendición. Él se arrodilló un poquito y se la eché.
Dani, no se vaya
Dani, no se vaya Yo sabía que ese día, que preciso él estaba arreglado y perfumado... es que iba y se miraba al espejo y se hacía así, como dos palmadas en la mejilla. «¿Cierto mami que estoy lindo?», me dijo. «Siempre eres lindo». «Pero dígame que estoy, mejor dicho, lo máximo, porque yo necesito irme a entregar la hoja de vida». Golpearon la ventana. Era Pedro Gámez –puedo decir el nombre–. Un exmilitar que era reclutador, mejor dicho. Pero yo en el momento no sabía nada. Yo ya lo había visto en dos ocasiones, y cuando lo veía, algo me decía que ese señor era malo. Mejor dicho, no me parecía, como que había algo que no. El problema que tengo cuando alguien no me cae bien es que no le dirijo ni la palabra. Y lo miro mal. Y eso hice ese día. El hombre golpeó la ventana y yo le dije «Daniel no está». Claro, Daniel alcanzó a escuchar porque él estaba en la cocina. Supuestamente iba hacer el desayuno para que desayunáramos juntos. «¿Daniel, usted se va ir con ese señor?». «Ay, mami, ¿usted cómo se pone a hablar del señor? Él es el que me está ayudando a conseguir el trabajo. Usted no debe criticar a una persona que ni siquiera conoce». «Precisamente», le dije. «Daniel, ¿usted cómo se va a ir con ese señor? Hay algo en ese señor que no cae, no me sienta bien. Daniel, ¿usted se va con ese señor?». Me senté en el mueble. Estaba cansada, pensando en lo que Daniel iba a hacer. Él se puso una chaqueta, se perfumó, se arrodilló y puso la cabeza acá en mi regazo. «Mami, yo te quiero mucho y yo sé que me va salir ese trabajo. No quiero que trabajes más. Yo me hago cargo de los gastos». «No», le dije, «pero por qué, si yo todavía puedo seguir trabajando». «Es que no me gusta verla trasnochada». Se sentó conmigo en el mueble y me dijo: «Mami, dame la bendición». «Dani, no se vaya, quédese conmigo y más bien dormimos un ratico. Me acompañas y dormimos». «No, mami. Yo ya le di la palabra a él. La hoja de vida uno va y la entrega, y ya regreso». «No, eso llene otra y deje esa ahí, y yo miro cómo le ayudo». Cuando yo me despedí de él, sentí como que algo me dolía, como que yo decía «Dios mío, pero ¿qué pasará?». Como... que Dios lo bendiga y todo eso, pero, no sé, algo sentí. Como que yo lo cogía de esa mano y no lo quería dejar salir. No lo quería dejar salir. «Cuide mucho a las niñas, a mis hermanas», me dijo. «Tranquila, que ese trabajo va ser para mí». Fueron a recoger al hijo de Rubiela, al niño de María Sanabria, que tenía quince años. O sea, recogieron a Daniel y después empezaron a recoger a los otros. El miércoles y el viernes Daniel llamó a mi hija Angie a las once y media de la mañana. «¡Oiga!, ¿usted dónde está? Mire que estamos angustiados», le dijo ella. «Usted nunca se quedaba en la calle. Por favor dígame dónde está y lo recogemos». «¡Ay, no! Si yo pudiera decirle», dijo, y dizque la voz se le escuchaba como entrecortada, como cuando uno está como asfixiado de tanto caminar. «Pero deme la dirección y yo voy. Nosotros vamos y lo recogemos de alguna manera». «Dígale a mi mami que yo no voy a poderle cumplir la promesa. Ustedes por favor cuídense mucho, cuiden a mi mamá. Yo las quiero muchísimo». «Nosotros vamos y lo recogemos de alguna manera». «¡Ay, no, si yo pudiera decirle. Más bien pónganse juiciosas y cuiden a mi mamá». Y cuando él estaba diciendo eso le cortaron la llamada. Era un número desconocido. Ese no era su número.
Corazonada de madre
Corazonada de madre Por allá en el 2004, los pelaos me dijeron «vamos pa Codazzi a coger café». Iban a trabajar en una finca de una señora de apellido Mendoza. Ellos me dijeron «llegamos el 30». Antes de que salieran, me les arrodillé por ese presentimiento que tenía. Les dije: «¡Por favor, mis hijos, no se vayan!». «Nosotros no nos metemos con nadien, me dijeron, «no nos va a pasar nada. «Sí, eso lo sé yo y mi Dios también lo sabe, pero los que estamos pagando hoy en día la violencia que está habiendo, los que estamos sufriendo más, somos los que no tenemos nada que ver con la guerra. Yo no quiero que ustedes se vayan por allá porque ustedes no van a volver. Yo sé que no los voy a ver más. No diga eso. Le llegamos el 30. Y si no llegamos el 30, llegamos el 31, pero le llegamos. Nosotros para esa fecha nunca habíamos estado distantes. Y ya cuando llegó el 30, yo esperé a mis pelaos. Llegó el 30 en la noche. Llegó el 31. El 31 en la noche me abracé con el hijo mío mayor y le dije Miguel, los pelaos no vuelven más. «No diga eso, mamá. No diga eso que ellos sí van a venir». «No, no van a venir».
De pronto no haya sido mi hijo
De pronto no haya sido mi hijo Ellos dijeron en la versión libre que sí, que al otro día lo habían matado. Supuestamente asesinaron a mi hijo que porque era vendedor de droga y que por trata de blanca. La verdad, eso no fue así, como les dije yo en el 2014 que estuvimos frente a frente en la cuestión del perdón. Yo les dije que eso no había sido por eso, sino porque él era... él era del gremio LGBTI. Por eso lo habían matado, porque era gay. Desde que nació, yo le vi una diferencia. Uno lo bañaba y no era como otros niños que se ponen como armónicos y se les para el pipí. Él no era así. Yo sí tuve una vaina de que le pregunté al médico eso, y me dijo que era normal. «No, doctor, yo a él le veo diferentes cualidades. No estoy segura de que él vaya a ser que le gusten los hombres ni nada, pero veo a mi hijo con otros ojos». «Esperemos más adelante, a ver qué pasa», me dijo el médico. No volví adonde el médico ni nada de eso. Le fui descubriendo al niño que le gustaba era jugar más con muñecas, pintarse, ponerse los zapatos míos, la ropa mía. Cuando eso, yo me ponía vestidos más abajo de la rodilla. Él se me ponía las faldas y todo eso. Le gustaba pintarse. Un día, por la tardecita, llegué a la casa y un man de la organización me dijo que pasaba lo siguiente, que el hijo mío y Lucas, un amigo de él, se habían ido a sacar unas gallinas, unos pollos de una casa. Ellos iban de civil, pero pues uno sabía que eran de la organización. Él fue y reclamó esos pollos y se los llevó. Jamás hubo problemas ni nada. Pero ahí fue cuando él sí me dijo «doña Margarita, ¿por qué no hace el favor y se lleva a su hijo de acá? Sáquelo de aquí o algo, que mire que él no puede estar saliendo a la calle tanto de noche ni nada. ¿Por qué no briega a sacar a su hijo de acá? Como buen consejo, le digo que se lleve a su hijo de acá». Yo le dije al hijo todo eso, y él dijo que no, que por qué se iba a ir de aquí, que él no había matado a nadie ni le había hecho nada malo a nadie. Y jamás en la vida quiso irse de aquí. O sea que ya prácticamente le habían dado un aviso de que se fuera, pero él no quiso irse. Dijo que no me dejaba sola. Durante la búsqueda de mi hijo encontré muchos cuerpos. En la primera búsqueda, al día siguiente que se perdió, me fui hasta el caño de Sacamujeres. Había dos muchachos boca abajo, tirados allá. Estaban muertos. Yo voltié, no pude ver. El compañero mío voltió un muchacho de esos y dijo «no, no es». Entonces ya nos vinimos otra vez pal pueblo, pa mi casa a descansar porque, la verdad, estaba cansada de estarlo buscando y buscando y nada. Esperé a los tres días para irlo a buscar al río, porque la Policía nos dijo que, si se había ido a bañar, a los tres días flotaba. El cuerpo flotaba. Resulta que buscándolo, buscándolo, yo estaba tan destornillada que no comía, que no dormía. La pasaba sino fumando cigarrillo, tomando tinto. Cuando fuimos a buscar al río con los pescadores, encontramos una pierna. Yo vine a entender de que era la pierna del hijo mío cuando llegué a la casa y me dieron agua aromática. Ya como que recapacité y me puse a mirar una foto de él. Cuando, sí, me puse a analizar y entendí que esa pierna era del hijo mío. No pude recuperar esa pierna. No, porque el otro muchacho que iba con nosotros –William me parece que es que se llama él– llegó, cogió la pierna y la tiró. Pues obvio que ya se desapareció entre el agua y todo eso. Quién sabe dónde quedó enredada, por allá en un chamicero. Me fui hasta Servies por carretera, con una compañera. Nos fuimos hasta por allá a buscarlo, a preguntar si de pronto habían visto bajar la pierna, pero jamás de los jamases. No la vieron. Como en el 2002 fue que desaparecieron a mi hijo, él era el mayor. Eso fue un sábado. Él se despareció el viernes y el sábado fue que yo fui a la Policía. Él se desapareció el 12, y el 13 yo fui a ver qué había pasado. Ahí me adelanto un poquito: a las siete de la mañana me fui pa donde una vecina y me senté en una mecedora. Donde nosotras vivimos queda la parte que llaman «Los Transmisores». Supuestamente allá era donde llevaban a la gente pa matarla: Los Transmisores. Como uno es madre, uno presiente las cosas. Eran las siete de la mañana cuando sentí una corazonada dura en el corazón, como si me hubieran desprendido algo. Y se oyó un tiro y yo me sentí mal, un dolor me cogió en el pecho. En ese momento, a las siete de la mañana, dije yo «uy, señor bendito, ¿qué sería? ¿A quién matarían por allá? ¡Ay, Señor Padre, Dios mío! ¿Qué es esto? Dios mío, y de pronto no haya sido mi hijo».
Algo me atravesó
Algo me atravesó Durante la guerra, las sensaciones que anticipaban también se manifestaron orgánicamente: un escalofrío, una soltura de estómago, un «algo» en el pecho. Esta es una serie de testimonios en los que el extrañamiento del cuerpo propio construye una atmósfera inusual, azarosa, que luego se confirma como tragedia o como un aviso que salva.
Llegaba a la casa
Llegaba a la casa Yo también Nací aquí en Tumaco y me fui siendo bebé para una vereda cercana. Viví hasta el año y luego nos fuimos para Cali. Allá nació mi hermana y después nos fuimos a Bogotá. De ahí nos regresamos a la vereda, porque mi mamá se peleaba con mi papá. Todos los fines de semana él se ponía a beber y andaba con una y otra mujer. Por eso mi mamá se aburrió. Mi mamá tiene esa virtud, ese don, y yo también lo tengo. Digamos que puedo ver cosas que los demás no ven, como, por ejemplo, los espíritus. La gente no cree mucho en eso, pero yo tengo el don que otras personas no tienen. Yo veo visiones. En mi familia somos muchos así. La principal es mi bisabuela. A mi mamá no le explicaron nada porque a ella siempre la tenían como aislada, digamos. La protegían, pero nunca le dijeron por qué. Ahora grande fue que se dio cuenta del don que tenía, porque a ella nunca le quisieron decir nada. Tengo un tío que habla con espíritus, que hace cosas espirituales desde la tradición afro. Mi mamá también tenía ese don. A partir de ese momento, ella le contó su historia y él le dijo que tenía virtud, que poco a poco le iban a llegar espíritus buenos y malos, y que tenía que saber identificar cuáles eran los buenos y cuáles eran los malos. Por ejemplo, que los buenos le iban a llegar con una luz blanca y que le iban hacer sentir el cuerpo balsudo; los malos le iban a poner el cuerpo pesado y que iba a ver una sombra cuando se le aparecieran. Le explicó eso y desde ese momento ella supo que tenía virtud. Es tan así que en algunas ocasiones le quisieron llegar espíritus malos y ella se quedaba como ida, mirando no sé para dónde. Se movía de adelante para atrás y en esos momentos a mí me daba miedo. Lo primero que hacía era esconder a mi hermanita y esconderme yo. Mi mamá dice que desde pequeña le llegaba un espíritu que la molestaba. Fue tan así que una vez se le metió a ella y le dijo que si no se quedaba con ella se quedaba conmigo. Al escuchar eso a mi mamá le dio miedo. Cuando nací, los doctores le dijeron a mi mamá que había nacido con una mancha en la cara. A los dieciséis días de haber nacido, dizque yo decía «mamá». Ella salía corriendo de la casa del miedo. Cuando se acordaba que me había dejado sola, volvía por mí y salía a contar lo que estaba pasando. Le decían que estaba loca, que cómo era posible que una niña de dieciséis días de nacida pudiera a hablar. Como le decían que estaba loca, ella no quiso contar más sobre eso. Después me salió una cosita blanca en la boca y una tía dijo que era un sapito, pero eso no era sapito, sino virtud, y esa virtud la tengo aquí. Después de que me llevaron a donde una bruja, en la noche, ella me empezó a llegar. Digamos, si me dejaban cerca de una bandeja de agua, ella me metía para que me ahogara. No me podían dejar un segundo sola porque en ese segundo corría peligro. Hasta que mi tío un día me llamó y ahí fue que descubrieron lo que estaba pasando. A raíz de eso, a mí se me metió dos veces un espíritu. Lo primero que hacía cuando se me metía eso era colocarme un collar rojo curado. Una vez lo dañé. Bueno, realmente no fui yo, sino el espíritu que se me había metido. También le pasaba lo mismo a mi mamá y nosotras pensamos que nos estábamos loqueando. Mi tío, el espiritista, nos dijo que no éramos nosotras mismas que nos respondíamos. Yo sabía que no era yo la que respondía, porque esa no era mi voz, la que se escuchaba en mi mente. Mi tío me dijo que la voz que se escuchaba era la voz de nuestros ángeles. Toda persona tiene su ángel, pero no todas las personas lo saben. Mi tío hizo una cosa y me dijo que mi ángel se llamaba Ángel David. Cuando me dijo eso, me tranquilicé y mi tío me bautizó en esos días, o sea que él es mi padrino. Mi tía, como era chismosa, le contó a todo el mundo allá en la vereda. Entonces me tacharon de bruja. La vereda En ese año nos vinimos de allá, vivíamos mi mamá, mi padrastro, mi hermanita y mi otra hermanita. La vereda era bonita y tranquila. Cuando los señores armados llegaron, poco a poco se iba colocando sola, triste. Las personas casi no salían y, cuando salían, lo hacían con miedo. En la mayoría de las ocasiones, la gente solo salía a comprar y volvían a su casa. En ese tiempo sacaron una moda que a las tres de la tarde todo el mundo debía estar en su casa. El grupo que mandaba allá era de un tal Zarco. A las muchachas nos daba miedo. En esa época dizque andaban reclutando niños y niñas. Allá había una miniteca de un profesor. Decían que los niños solo podían divertirse de dos a cinco de la tarde, y de las cinco para allá era para las personas grandes. Es tan así que unas amigas me dijeron que una vez estaban en una fiesta cuando llegaron esos señores y les dijeron que se salieran o les daban plomo. Uno a veces estaba en su casa tranquilo y escuchaba los tiros. La mayoría de las veces los tiros los hacían por el parque o a veces venían corriendo desde una vereda cercana. Desde allá venían con la plomacera, porque se metían los otros grupos o porque entre ellos mismos se mataban. Un domingo yo estaba en el parque con mis amigas y mi hermanita, y después de un rato, como a la media hora, empezaron a llegar unos hombres armados y como eran las seis de la tarde, cada una de mis amigas se fue para su casa y yo agarré a mi hermanita de la mano y nos fuimos para la casa. A raíz de eso mi mamá dijo que nos viniéramos para Tumaco. Allá yo tenía un tío, que era buena persona, que no se metía con nadie. Él trabajaba la coca, y un grupo armado quería que les vendiera la mercancía a ellos, pero él se la iba a vender a otro, porque ellos le debían. Él estaba acostumbrado a vender las hojas cuando arrancaba los cultivos. Les vendía a ellos y a otros. Tengo otro familiar en el grupo, pero yo no lo conozco. A él todo el mundo lo conoce y pues mi mamá se crio con él desde pequeño hasta que se metió a su grupo. Sé que él es el jefe. El problemita es que como mi mamá se fue para Bogotá, él no sabía que nosotros estábamos en la vereda hasta que él un día nos vio y les dijo a los compañeros que a nosotras no nos fueran a tocar ni un pelito. Recuerdo que eso lo dijo una tía que era muy apegada a él, ella le fue a contar el chisme a mi mamá, por eso con nosotras no hubo problema. A mí me daba miedo en la vereda porque me tocaba ir al colegio a las temprano, a esa hora aún estaba oscuro y cuando miraba a esos señores armados me daba miedo pasar por ahí. Lo primero que pensaba era que me iban hacer algo con esas armas porque yo no sabía que él era familiar mío, a mí me daba miedo a pesar que él era el que mandaba en esa zona. A veces cuando se emborrachaban, empezaban a hacer tiros al aire. Una vez, uno de los integrantes del grupo se torció y fue a dar información al otro grupo. Lo iban a matar y como él andaba corriendo le estaban haciendo tiros. Mi mamá y él Ella sí me lo contó porque con mi mamá tenía mucha confianza y pues todo lo que me vaya a pasar yo se lo cuento. Digamos que entre la dos tenemos una confianza muy bella. Ella me contó que sentía escalofrío, me dijo que cuando ella estaba pequeña ella sentía eso. Pero nadie le creyó que ella mirara esas cosas, y como no le creían, la trataban de loca. Es tan así que ella miró que su abuela se moría en una silla mecedora y que la enterraban en un ataúd morado, mejor dicho,
ella miró todo, cómo moría, el velorio, el entierro, es decir, miró todo lo que iba a pasar, pero nadie
ella miró todo, cómo moría, el velorio, el entierro, es decir, miró todo lo que iba a pasar, pero nadie le creyó. Y todo fue así como le predijo. Mi mamá todos esos días se la pasó con malaria. Se la pasó con fiebre, dolor de cabeza. No sentía ánimo en el cuerpo, se sentía triste y apagada. Cuando estaban muchachos, ellos, mi mamá y mi familiar pues prácticamente se criaron juntos. Cuando él se iba morir su espíritu le llegaba, pero no le revelaba la cara. Por eso mi mamá no sabía quién le llegaba hasta que pasó la semana y él murió. Ella se puso triste, porque él era una buena persona. Él era esa persona que no le gustaba andar tomando y mucho menos se metía con nadie, mejor dicho, él era todo sonrisa. A la gente le dolió mucho su muerte. Antes de que lo mataran él llegaba a la casa, él llegaba a la casa. El espíritu de él. Como si supiera que se fuera a morir.
Estrujón
Estrujón Tengo 43 años. Tengo solamente el apellido de mi madre; mi padre nunca respondió por mí. Viví con mi madre hasta los doce años por la precaria situación económica que tenía. Decidí irme para donde mi padre. Conocí a mi papá y con él conviví como hasta los diecisiete. La realidad es que no encontré el apoyo económico ni moral de él. Yo no tenía el estudio; no tenía, digamos, cómo acceder a una carrera ni a nada de eso. Decidí presentarme al Ejército. Cuando estaban haciendo, como decimos nosotros, batidas o recogidas, me pasé por el lado de ellos para que me reclutaran. Después de que salí, vi que realmente no tenía los fondos para estudiar, entonces decidí seguir como soldado profesional. Me presenté de nuevo al Ejército porque no tenía nada más que hacer sino ponerme a trabajar en construcción. Había que pensar, de pronto, en una pensión, algo para un futuro. La verdad, considero que detuve mi juventud. Los momentos que de pronto muchos vivieron con amigos, saliendo, compartiendo, yo los perdí porque siempre los pasaba era en el monte, por allá, con los compañeros de trabajo. Los 31, 24 de diciembre. Ese tipo de fechas. Y cada fecha de esas era para mí más complicada, tanto por lo psicológico, como por lo físico. Te deterioras mucho de estar pensando que en cualquier momento la guerrilla te hostiga, te mata a un compañero o aprovecha que estás distraído. Eran fechas que uno a veces no quería que llegaran, aparte que no las iba a compartir con la familia. El accidente pasó en el 96, pero pues la fecha exacta no la recuerdo. O sea, me disculpa si hay cosas que no recuerdo. Después de la situación, en parte, se me borraron. No puedo decir si porque son imágenes fuertes o qué, pero son cosas que por más que quiera no las puedo recordar. Saber que para mí el accidente fue la pérdida de mi juventud, que de pronto yo hubiera podido ser doctor, hubiera podido ser otra cosa que le aportara más al país. Hoy en día lo pienso por mi situación, y muchas veces veo que la gente denigra de las Fuerzas Militares. Los jóvenes de hoy en día las consideran lo peor que hay en el mundo. ¿De qué sirvió mi sacrificio?, ¿de qué sirve estar como estoy en estos momentos? La gente no ve todo el sacrificio que nosotros hicimos, solamente ve cosas malas. No está viendo que por eso que nosotros hicimos puede tener libertad. Tiene la opción de escoger una carrera, de escoger quiénes son. De pronto eso es lo que más le duele a uno en estos momentos. Mire, a mí me faltaba muy poco para irme ya pensionado por tiempo. Recuerdo que salí de un permiso y el sargento me dijo que como yo había llegado descansado iba a hacer registro con un personal a las tres de la mañana. En la nochecita, el hombre me dijo que no, que para allá no, que mejor nos levantáramos a las siete de la mañana y fuéramos a asegurar el helipuerto. Como mis compañeros ya llevaban su tiempo ahí, le pongo que mes y medio, dos meses, lo tomé como que todo estaba asegurado. Mas sin embargo, después de que llegué al helipuerto, empecé a sentir esa sensación de que algo no estaba bien. Miraba al piso, daba diez pasos, miraba hacia al frente; volvía y repetía eso hasta el trayecto por el que llegué. Hasta que se me acercó el suboficial y me dijo: «¿Qué pasa? ¿Por qué tanta demora?». «No, mire, ¿qué vamos a hacer? Aquí vinimos a asegurar que el helicóptero aterrice, ¿sí o no? Yo creo que hasta aquí donde estamos podemos llegar bien, ¿para qué vamos a llegar por allá? La verdad es que no sé, pero siento que nos van a joder adelante», le dije. «¡Ah, ya empezó con los agüeros!, me dijo el suboficial». «No, si ustedes quieren, bien, pero yo no sigo más de aquí». «Bueno, ¿usted qué sugiere?». «Pues, mi cabo, yo sugiero que usted coja con dos para ese lado, y yo cojo con otros dos para este lado. Aseguramos el sitio, y si ellos vienen a hostigar el helicóptero, nosotros podemos reaccionar desde acá». «Bueno, listo. Hágase allá y yo me voy por allí». Era lo normal, casi siempre lo hacía la guerrilla; pues mirar a ver cómo nos jodían. Después de que el suboficial se retiró, volví a mirar el piso. Miré hacia arriba: eso era una selva muy tupida. Vi que llegó otro compañero, y ahí di el paso hacia el lado derecho. Al pisar lo único que sentí fue un estrujón, como cuando algo lo sacude a uno.
Pasaron muchas cosas de muchas maneras
Pasaron muchas cosas de muchas maneras En las ciudades donde yo estaba, lo que es Cali, Tuluá, toda esta cuestión del Valle del Cauca, estaban los cabecillas de muchos carteles. Allá se mueve la droga y hay más presencia de bandas delincuenciales. Después de separarme de mi esposa y de mi hija, inicio una nueva vida en otro lugar de Tuluá. Sin querer o, no sé, por el destino, me empiezo a vincular con la gente de la zona. Empiezo a hacer ejercicio, a conocer gente, a compartir en el sector. Eran varios kilómetros a la orilla del río en los que nos podíamos ejercitar. Entonces, empezamos a conocer personas, a unirnos en grupo y a integrar a la comunidad. Con el pequeño grupo del sector nos empezamos a dar cuenta de toda la venta de bazuco, de cocaína, de marihuana y todo en la orilla del río. Bueno, cometí el grave error de denunciar. Pensando que íbamos a obtener respaldo en la Policía, pero ellos estaban ahí para cuidar a las personas que estaban vendiendo y distribuyendo. Cuando denunciamos, la respuesta de la Policía fue que no, que ese no era el cuadrante de ellos, que eso no les correspondía. Volvimos a decirles y ya más molestos nos dijeron que si era que les íbamos a decir cómo hacer su trabajo, que ellos ya nos habían dicho que no les correspondía. «¡Entonces llamen a quienes corresponde!», les dijimos. «Dennos el número y nosotros llamamos a que venga la moto del cuadrante porque nunca aparece. Entonces, ¿a quién le decimos?». Después de esa situación empiezan a pasar de una manera intimidante por mi casa, por mi local, haciéndome saber que ellos saben dónde vivo. Empiezan a buscar cualquier medio para emproblemarme: a pedirme papeles, la Cámara de Comercio y todo lo de mi local, pero como las cosas estaban en regla no hubo ningún problema. Como también tomé evidencia de eso, fui y lo denuncié: mire, que está pasando esto, que me están abordando en mi casa, que me están llegando a toda hora; me están intimidando. Me llegan diferentes patrullas y cosas así. Yo pongo la queja ante el comando, y pues resulta que pensé que eso iba a calmar las cosas, pero fue lo contrario. Antes empeoraron. Aprovecharon que yo alquilaba habitaciones para personal médico en mi casa y lograron meter a una infiltrada que me inicia problemas de convivencia. Ya más adelante me doy cuenta que esta mujer tenía relación sentimental con uno de los agentes que me perseguían, un cabo. Estas personas llegan al punto que intentan liquidarme por medio de esta señora, a puñaladas. Ese intento fue fallido. Ellos no contaban con que yo iba prevenido ante esas situaciones. La guerra se intensificó. Tomo evidencias, pero la Policía me niega la protección. Me niega el apoyo. Pasaban muchas cosas de muchas maneras. En una de las fotos que tomé como evidencia vi que aparece una persona de la banda de civil, pero en algunas ocasiones esta persona también aparece en uniforme de policía. Las fotos no mentían. Cada vez me ponía más en evidencia. Me fui dando cuenta que todo estaba corrompido. Las pruebas las presento ante el comisario de la Casa de Justicia. Allí, descaradamente, me dicen que saben que mi mamá está en Estados Unidos, que mi familia está en Estados Unidos. Me dicen que si quería colaboración tenía que mostrar mi cuentica bancaria, que tenía que pagarles. Yo los estaba grabando, no se dieron cuenta. Logré demostrar que no solamente era la Policía, que era el comisario, e inclusive gente de la Fiscalía. Ellos decían «es que usted no sabe con quién se está metiendo, es que usted no tiene soporte con nadie». En todas las delegadas de la Fiscalía General de la Nación y en la Procuraduría General de la Nación ya había hecho algo, pero siempre se perdía algo. Yo fui a Bogotá, denuncié todo el cuento, pero tenía mi casa en Tuluá y tenía que volver. En Tuluá me dirigía hacia donde mi hermana, y bueno, a mí lo que de alguna manera me advirtió fue que vivía en un sector tranquilo. Todos los carros acostumbraban a ir a cierta velocidad. Te acostumbrabas al sonido. De un momento a otro sentí como un escalofrío, un acelerón. Sin pensarlo, me tiré de la bicicleta. ¡Pam!, ¡pam!, ¡pam!, sonaron. Fue la supervivencia, esa reacción que tuve. Si miro atrás, me los pegan, ¿no? Fue porque reaccioné de una. La camioneta salió despavorida, obviamente. Después me lo hicieron desde una moto. Yo estaba entrando a la casa, que tenía vidrio espejo. Estoy abriendo la puerta de mi casa, veo que una moto se está deteniendo. Apenas para del todo, me le agacho.
Ya está para hacer llover
Ya está para hacer llover Tenía una parcela que me la dio el Incora, en 1985. Ahí trabajaba con mi familia. Ellos llegaron pequeños allá, a la vereda. La parcela quedaba ubicada en la vereda de San Juanito, la casa mía quedaba en el límite de Tolima con Huila. Y el trabajadero de la misma finca era en la vereda Anacarco, o sea que se vivía en el Huila, pero se trabajaba en el Tolima. Yo cultivaba arroz, plátano, yuca, y tenía cabras, ovejas, chivas. Y ahí, pues en la parcela, producía para estudiar mis hijos, para todo lo que se trataba del bienestar de la familia. Nunca se veía nada de desorden público. Muy tranquilo, eso era una libertad muy buena. Vivíamos muy sabroso con la familia hasta que llegó el momento en que apareció un grupo armado que nosotros no conocíamos. Apareció y nos llevó a una escuela, nos reunió en una escuela de la vereda. Se identificaron como las FARC y pues en la identificación ya comenzaron a propinarnos miedo, terror. Comenzaron a decir «aquí hay sapos y hay que no sé qué; que nosotros somos el ejército del pueblo y que tienen que ir mirando a ver qué grupo van a escoger ustedes. Tienen que ir escogiendo si es por el Ejército o es por la guerrilla, que es el ejército del pueblo». Nos reunieron la segunda vez a hablarnos de que teníamos que colaborarles con información o lo económico. Ellos eran los que llegaban a mandar en la región. El día de esa reunión a mí me dieron ganas de hablar y yo sí le dije al comandante: «Hay tres puntos de lo que usted dijo que me parecen muy imposibles. El primero, que ser un estafeta de ustedes es una vaina muy peligrosa porque si nosotros les informamos, y no está bien o no les gusta, vienen y ahí nace la persecución para jodernos. Yo he escuchado por la radio de que ustedes toman represalias contra algunos informantes de la guerrilla, porque no les gusta la persona o porque se enamoran de la mujer o de las hijas. El segundo punto es que, comandante, en la parte económica nosotros somos pobres, tenemos una parcelita. Yo tengo una cantidad de facturas aquí, que lo único que hago es meterle deuda a esto. Lo otro es que yo no quiero que en mi casa me hagan permanencia. Luego van y dicen que “Allá taba la guerrilla donde el don”, y para mí eso no está bien». Esos tres puntos se los dije. Entonces siguieron viniendo, viniendo. En el momento tenía un hijo y el yerno mío en el Ejército. Juntos estaban como soldados profesionales y entonces, pues, a raíz de eso ya ellos me cogieron un poco de... de desconfianza, de bronca, fastidio. Ellos siguieron viniendo a esa vereda. Nos reunían a todos. En el 2000, la presencia de ellos era como si fueran una gente de la vereda. Llegó el 2002, el 2001, y siguieron más brotes de guerrilla. Del Frente 17, del Frente 25, del Frente 21. Del Frente 21 conocí un hombre que se llamaba alias Fuego Verde. Un hombre muy malvado, que mató mucha gente en esa región: ya supuestamente dizque también lo acabaron a él. Pero antes ese hombre acabó con una cantidad de gente inocente. Al que no le gustaba, de una vez lo mataba. En el 2001, a la una de la tarde, apareció el Bloque Tolima de Carlos Castaño. Aparecieron con unas vainas y en las paredes de las casas –en la mía, por ejemplo, y en las paredes del puesto de salud–, escribieron: «Bloque Tolima de Carlos Castaño». Era un grupo armado, exactamente armado como el Ejército. Muy bien armado, muy bien parados. Yo estaba en la mitad de la sala ese día cuando sentí fue que alguno me dijo: «¿A dónde está la guerrilla?». «No, hoy no estuvieron, pero en las fiestas que hubo en la escuela sí aparecieron unos». Y así sucesivamente, a todas las personas de la vereda nos cayeron. Después de que pasó el miedo y todo, no nos hicieron nada. Nos prohibieron, que cuidadito íbamos a darle agua o cualquier vaina a esa gente. Cargaban una motosierra pequeñita, también ahí en la camioneta. De todas maneras, a nosotros no nos hicieron nada: sí nos alertaron de que cuidadito íbamos a tener contacto con la guerrilla. Y entonces de ahí se perdieron. Hubieron encuentros entre esos grupos, en el Tolima, pero al Huila no aparecieron más los paramilitares. En donde estábamos nosotros. Apareció la guerrilla nuevamente. Siguieron ya en el 2002, y de ahí siguió esa, esa inquietud; esa vaina que uno no puede estar a gusto. Eso sentía bala por encima, por debajo. Éramos los campesinos que estábamos sufriendo ese fuego cruzado en la región, y la verdad es que todo se nos comenzó a complicar. Ya había un poco como de persecución contra nosotros, porque en la familia mía habían militares. Comenzaron ellos a saber, a cogerme un poquito de fastidio. Llegó la situación de llegar a hablar yo. Le dije a mi yerno y a mi hijo que se retiraran de esa vaina porque eso nos iba a traer de que nos pudieran joder. Ya se escuchaban comentarios. El hijo se retiró inmediatamente y mi yerno estaba recién llegado de Bogotá con mi hija y las dos niñas. El yerno mío llegó y se entró a la casa. Estaba sentado, ubicado al pie de una nevera en la sala, allá en la finca. El yerno hacía meses había pedido la baja, cuando apareció el alias Fuego Verde con un compañero. Llegó ese hombre y le dijo al otro «¡uy, mano, ya está para hacer llover!». «¡Uy, mano, ya está para hacer llover!». El significado de eso no lo sabíamos, pero pues a nosotros nos daba nervios. A mí, por ejemplo, me cogió un miedo en la rodilla como... como un frío. Sentía como una nostalgia sabiendo yo que el hombre era un hombre malo. No sabía si de pronto estaba contra mí o contra quién de la familia o si nos iba a acabar a todos. Y comenzó con esa vaina, hablando de que ya iba a hacer llover, y que ya era hora de hacer llover. Cuando a mí me entró esa corazonada, yo fui y le dije al yerno «usted, que es militar, ¿por qué no se va? Salga por esa puerta, no se sabe qué venga a hacer este hombre. Yo lo estoy sintiendo raro». «No», me dijo. «No, no le dé miedo». Al frente de mí vivía un cieguito que tenía una fondita y que estaba bien enfermito. Como el yerno mío era paramédico en el Ejército, arrancó y le dijo a mi hija «mija, vámonos allá a mirarlo y a ver qué le podemos hacer, porque está enfermo». Ella le insistió «¡no, no vayamos! Que no vayamos y que no vayamos». El yerno no aceptó de que la hija mía le dijera que no se fuera y salió pa onde el vecino. Y tan pronto salió él, se levantaron los guerrilleros. Cuando de una vez sentimos, de una vez sentimos los disparos.
Aleida
Aleida Lo de Aleida Bonilla es una historia muy larga. Ese día era un día sábado, me acuerdo tanto. Mis familiares se iban a ir pal monte a trabajar. Yo me quedé con mi nieto que tenía como cuatro, tres años por ahí. Mi hija se iba pa Orinto. Ella se iba a ir quisque a pie con una vecina, y yo le dije «no, mija, ¿por qué se va a ir a pie? Habiendo carro, váyase en el carro, mija. Dígale a la señora que se aliste y se van en el carro. Yo hago el aseo, por eso no se preocupe». La niña llamó a la señora, se fueron en la chiva. Entonces dentré, cogí la escoba y salí a barrer el patio. De la esquina de ahí llegó un hombre como vestío de soldao. «Señora, buenos días. ¿Está el patrón?». «No, señor, no está». «¿Cómo para qué sería?». «¿Usted no ha visto personas por aquí uniformadas?». «No, pues yo no he visto a nadie, el primero que veo es usted». «Listo, gracias. Hasta luego». Él salió pa acá atrás de la casa, entonces yo con la escoba me paré en una esquina a mirarlo pa onde cogía. Ese hombre se paró en un puente. De ahí ni se iba ni pa un lao ni pal otro. Yo estaba barriendo cuando vi que Aleida venía con una platoneta en la cabeza. Ella llegó a la casa, pero no aparecía por allá pa onde yo estaba barriendo, entonces le dije al niño que me la llamara. «Doña Aleida, buenos días». «Ay, le cuento, María, que estoy tan aburrida. Es que me pongo a pensar en la vida de estos muchachitos. ¿Usted no miró que yo ayer tuve lavando una platoneta de ropa y hoy otra?». «Doña Aleida, pero eso depende de usted que los deja andar a rienda suelta». «Pues es que me pongo a pensar en la vida de ellos muerta yo». «Vea, doña Aleida, después de uno muerto, ellos quedan a la voluntad de Dios y a los buenos corazones porque ya qué puede hacer uno. Si uno pudiera levantarse y seguir con ellos, pues qué no haría. Ninguna madre desea abandonar a sus hijos». Aleida se fue a lavar la ropa, cerca quedaba la quebradita esa, y luego volvió y me dijo: «María, yo voy a dejar a los muchachitos aquí y voy a ir a extender la ropa a la casa, ahora vuelvo». Ella se fue pa la casa y yo me fui a dejar el almuerzo. Cuando iba por allá, venía mi marido y mi hijo, y me dice el niño «¿pa ónde va? ¿Es que no escucha esa balacera?». Me devolví con ellos pa la casa, les serví el almuerzo. Yo me acosté un rato en la cama, y estando así escuché que ella había vuelto y contaba que «vea, yo estaba sentada ahí peinándome cuando un poco de hombres uniformaos me dijeron “señora, buenas tardes, que me da mucha pena con usted pero tiene que abandonar la casa porque va a haber un enfrentamiento con el Ejército”». Ella les dijo que cómo se les ocurría hacer esas cosas aquí, en medio de tres casas. «Aquí hay hartos niños, ¿por qué no se van hacer esas cosas por allá onde ta la parte sólida?». Ellos le dijeron que no, que no se ponga a contestar nada, sino que váyase rápido. Aleida ahí mismo se fue pa la casa, pa onde yo. Luego ella ya se puso a contarme lo que le había pasado. Salimos y nos sentamos acá en una banca. Aleida se hizo en toda la punta. Miré pa allá, pa la casa de ella. Estaban bajándole la ropa de la cuerda, la ropa que había extendido. Se la bajaban y la iban tirando al piso. «Mire, tan bajando la ropa y se la están tirando al piso», le dije. «¿No será pa que no se la rompan las balas?». «Pues, sí, ¿no? Ha de ser por eso». Los hombres estaban viéndose que Hombres de honor en la sala, mientras Aleida me hablaba. Yo le miraba la cara, como que algo se le entraba y le salía. Algo se le hacía a ella. «Ay, Dios mío», pensaba yo. «María, ¿por qué me mira tanto?». «Usted se va y se lleva los niños», le dije. Ella se fue. Se fueron los hombres. Todos ellos se fueron y yo me quedé cerrando puertas. Cerré la de adelante y corrí a cerrar la de atrás. Tenía que apagá el televisor y cuando di la vuelta por detrá vi a Juancho, el hermano de Aleida, bien sentado, ahí mirando televisión. «¡Juancho, vea, corra, váyase pa allá pa onde los otros! Pa Terrón, que va haber un enfrentamiento aquí». Esos hombres corrieron, los soldados, y yo quedo por ahí atrás de la casa. Eso era que ¡ta, ta, ta, ta! Yo andaba con un vestido todo largote. Esas balas cruzaban así, rojitas, y yo apenas hacía «¡uy, Dios mío!». Las veía rojitas que cruzaban, y eso fue como si me hubieran dicho que me tirara al piso, y yo me tiré y me quedé ahí quieta. Eso era pru, pru, pru, y el Juancho subiendo esa cuesta. Cuando llegué allá donde un vecino, estaba Aleida en toda la puerta del cerco que pa pasase pa allá. Ella me decía «¡María, vamos, vamos! María, no se quede». Yo me senté en una banca, le dije «Aleida, yo pa allá no voy. Si me van a matar que me maten, pero yo más no corro. Aquí me quedo, yo no voy más pa allá». Cuando vi a mi vecino tirao en el piso, temblando, a mí me dio fue como un ataque de risa. Y yo muerta de risa. Y él temblando. «Ay, doña María, por favor no se ría, que esto no es un chiste», me dijo. «Pero, ¿yo qué hago si no me dan nervios sino risa?». En esas salía una perra que tenía Aleida. Cuando venía esa perra, la hija de mi vecino, me dice «¡ay, tía María, mire a esa perrita!». Dije inmediatamente, «mataron a Aleida». «Doña María, no diga eso». «Sí, mataron a Aleida. Mi corazón no es mal amigo». «¿Por qué dice así?». «Vea, porque esa bala que le dio a esa perra le dio a Aleida, esa misma bala mató Aleida». Ahora sí caía piedra y arena en la casa, y yo le dije a mi vecino que me iba adonde Aleida. «Allá está mi marido, mi hijo, mi nieto, mi sobrino». «Doña María, no vaya, ¡por Dios!». «Yo voy porque allá hay un muerto, el corazón me lo dice». Cuando pasé el cerco vi a la niñita, a la hija de Aleida, que tenía apenas año y medio. «¡Mija, venga! ¿Pa ónde va?». Cogí a la niña, corrí. «Mija, ¿on ta su mamá?» Ella ponía la manito aquí y me decía: «Ta, ta, ta, ta...». «Aleida por qué se va y deja a la niña botada...», pensé.
De ahí en adelante me mataron
De ahí en adelante me mataron De esa época a acá, solamente Dios sabe cómo la viví. Muchas personas me dicen «¿Usted cómo salió adelante con sus hijos?». Yo no sé, Dios primeramente me dio ese valor para yo enfrentar la vida. Salí de ese desplazamiento en Saiza el 14 de julio de 1999. Ese día quedé que yo no sabía más nada. En ese momento que ellos llegaban, que los paramilitares llegaban, mi esposo me dijo en la mañana: «Mija, nos vamos. Mija, nos vamos». «Pero ¿para dónde?». «Nosotros nos vamos». «Pero ¿para dónde nos vamos a ir otra vez?». Ese día él estaba terminando una yuca. «Voy a terminar esa yuca y nos vamos. «Y... pero ¿para dónde?». «No sé». Él me decía así, Negra. «Negra, me voy a llevar al niño hoy», me dijo. «Yo no voy. Toy antojada de una mazamorra de maíz blandito», le dije. «Vaya con su hermanito». Él se fue para allá a sembrar la yuca. Nunca se había llevado a mi hijo. Mi hijo tenía cinco años, le había celebrado el cumpleaños hacía por ahí catorce días. Él nunca se lo había llevado pal monte, porque yo siempre lo cuidaba de un rasguño, de espinas o alguna cosa. Me fui con mi hermanito, mi mamá se quedó en la casa. Ya era tarde, aproximadamente las doce del día. Cuando estaba en el monte cogiendo el maíz, yo me sentía como sin mente; no tenía mente. No sé en dónde tenía la cabeza. ¡Dios sabría! Me dice mi hermano «manita, ¿usted qué tiene?». «Nada». «No, venga, vámonos mejor pa la casa. Usted está enferma». «No estoy enferma. Yo no siento nada». Nos montamos a las bestias. Cogimos apenas un puchito de maíz. Nos vinimos: llegamos a la casa como a las tres de la tarde. Mi mamá estaba porque yo la había dejado cuidando la casa mientras yo cogía el maíz. Ella alcanzó a hacerme la mazamorrita, la puso en el fogón y se fue. Me dijo «mija, tengo que ir a donde mi hijo». Yo tengo un hermano que trabajaba en una tienda del pueblo. «Voy a ir pa que mi hijo me regale unas panelitas». Había diez minutos de la casa mía al pueblo. Mi mamá se fue a buscar el mercado, y mi hermanito, el que estaba conmigo, se tiró por abajo de la casa a llevarle la bestia a la casa. Cuando mi mamá sale, ya estaba lleno de pura gentes armadas. Cogieron a mi mamá y la pusieron en unas filas. Todas las mujeres en una fila. Los hombres en otra fila. Los niños los llevaron a la iglesia católica, los encerraron. En mi casa no sabía lo que estaba pasando. Me percato porque oigo explotar cosas, oigo cosas encendidas. Me asomé, dije «¡Señor, qué está pasando! No sé qué está pasando, Señor; solamente usted sabe. ¡Ayúdame!». Fue lo único que le dije a Dios: «¡Ayúdame que yo no sé qué está pasando!». Veo que explotan pipetas de gas. Veo que explotan la gasolina. Eso subía la candelada pa arriba. «¡Señor, dame valor porque yo no lo tengo! Yo no soy capaz y no sé cómo más hacer. Estoy sola en esta casa, acá con mi hija apenas». Estoy en embarazo: el niño y mi esposo en el monte. «¡Señor, no sé de ellos! ¡Ayúdame!, ¡ayúdame porque yo no sé! Ya se me metió a la mente que mi esposo está en el pueblo, señor. ¿Cómo hago yo? Si me voy pa allá, puede que no salga, puede que salga, no sé». En ese momento, a mí me dio valor, cogí a mi niña. Eran aproximadamente las cuatro y media, pa cinco de la tarde. Oía que explotaban, veía la candelada que subía. Mi esposo siempre andaba con un perrito que lo acompañaba. Ese perro llegó solo a la casa. Yo corría pa allá, corría pa acá. Miraba el pueblo echando candela. «Señor, ¿qué es esto que está pasando?». Vi que pasaba un muchacho y le pedí que me ayudara con la niña. «Venga, ayúdeme con la niña que yo quiero irme por acá para arriba, pa donde mi otra hermana». Él no me prestó atención. Se tiró al río. Llegándose las seis de la tarde, todo explotando. Todo explotando. Cilindros, gas, gasolina. Eso se oía muy duro, yo quedaba como a cinco o diez minuticos del pueblo. Todo estaba clarito, se veía el pueblo. Ahí me dio un presentimiento por dentro, del papá de mis hijas. Cuando yo iba llegando al río, sentí que empezaron los rafagazos. Cuando tiraron esos rafagazos y dele, dele y dele, yo sentí que a mí me habían matado. De ahí en adelante me mataron. No sabía esto que estaba pasando. No lo sabía. Agarré mis cosas y me fui pa donde mi hermana. Llegué allá como loca. Le dije «de mi familia faltó alguien, de mi familia faltó alguien. Yo lo siento». Ella me dijo «manita, yo sé, porque allá están mis dos hermanos también, y está mi mamá». «Uno de mi familia faltó, uno de mi familia». Nos fuimos pa un monte. Cogimos una quebrada pa arriba, llegamos a una cacaotera. Debajo de esa cacaotera dormimos, pasamos la noche. Estaba hinchada de los pies, del embarazo de la otra niña. Yo no sabía lo que estaba pasando. Al otro día, en la mañana, mi mamá fue a buscarme por allá: «¡Embalsen a mi hija, embalsen a mi hija!». Mi hermana decía «pero yo también voy». Pero mi mamá decía que no, que apenas me embalsaran a mí. Yo tenía a mi hija en el brazo, no sabía de mi hijo. Estaba muy confundida porque yo no sabía en dónde estaba mi hijo. Mi mamá decía «embálsenla a ella rápido». Me embalsaron a las seis de la mañana. Me senté en una piedra y le pregunté a mi mamá: «¿A quién mataron?... ¿Mataron a mi hermano?». «No». «¿Mataron a mi otro hermano?». «No». «¿Mataron a mi esposo?». Ella agachó la cabeza. Yo necesitaba que me dijeran. Mi corazón sentía lo que estaba pasando.
¿Escuchaste eso?
¿Escuchaste eso? Lo anticipatorio podía ser un rumor: una rama que se quiebra en el monte, los helicópteros escondidos en el cielo, aquellos vecinos que hablan de más. Lo anticipatorio, en este caso, se presenta como un aviso sonoro del derrumbamiento de la cotidianidad, de esa avalancha que se venía.
Monstruo blanco
Monstruo blanco Néstor El 24 de noviembre de 1997 llegaron los paramilitares por el camino de Galilea. Llegaron a las casas dándole plazo a la gente de una hora para que se fueran. Llegaron identificándose como Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá. Llegaron saqueando las casas, recogiendo el ganado, cogiendo las bestias, matando las gallinas. A las diez de la mañana subió un helicóptero blanco, donde subió el señor Carlos Castaño. Aterrizó en la finca llamada La Ciénaga. Se le acercó a una señora llamada doña Nubia y dijo que era Carlos Castaño, que venía a decirle a la gente que se tenían que ir porque eso por allá era reserva natural del Gobierno. Se demoró unos tres minutos, luego volvió y arrancó. Se fue otra vez en su helicóptero y ya. Durante todo ese día eso fue un desastre. Subieron hasta la finca del señor Simón, allá lo cogieron a él. Lo bajaron de la finca hasta el puente de Antasales. Lo amarraron y luego le metieron bomba al puente y lo desaparecieron. El día martes recogieron todo el ganado de la vereda, bajaron hasta Galilea con todo el ganado; quemaron todas las casas, tumbaron el puente llamado Puente Piedra. Ahí mataron al señor Reinaldo, ahí lo desaparecieron. El día miércoles la gente empezó a salir de los montes, la gente que había corrido, la gente que estaba escondida. Salimos otra vez al camino a encontrarnos con la gente, para ver qué gente había quedado. Empezaron a salir. El jueves nos reunimos, empezamos a reunir cosas, a hablar y a programar la salida de Antasales a La Balsa. Llegamos a La Balsa un día lunes. Estando en La Balsa llegaron los helicópteros del Ejército. Bajaron diciéndole a la gente que no se desplazara, que ellos nos iban a cuidar, que nos iban a proteger, que más tarde iba a subir la Cruz Roja con mercados, con ropa y con cosas para dormir; que volviéramos a las tierras, que no nos desplazáramos, que ellos nos iban a cuidar. La gente les dijo que no, que nos íbamos a desplazar al pueblo de Dabeiba porque nos robaron todo el ganado, nos quitaron todo, nos quemaron las casas y quedamos sin nada. A las dos de la tarde subieron dos volquetas del municipio y en ellas nos desplazamos hasta el pueblo de Dabeiba. Ahí estuvimos cuatro años desplazados. Luz Adriana Eso fue en el año 97, en el mes de noviembre. El 25 de noviembre, eso fue un día martes. Yo no vivía ya con mi mamá ni con mi papá. Vivía con una tía mía, vivíamos muy lejos. Antasales era una vereda, pero de vecinos a vecinos era como de hora a hora. No vivíamos así juntos, no, vivía un vecino por allá, otro por allá bien lejos y así. Entonces ellos llegaron por el lado de la parte de Córdoba, ellos dentraron por Córdoba. Nosotros ya vivíamos en la parte ya saliendo por acá pa La Balsita. Mi mamá dice que a ellos les cayeron a las seis de la mañana. Les cayeron los grupos paramilitares identificándose como Autodefensas Campesinas de Córdoba. Bueno, los hicieron desplazar, les dijeron que se fueran, les robaron todo lo que tenían, todo. En la casa donde yo estaba, nosotros vimos un helicóptero blanco que apareció a las siete de la mañana. Yo me asusté mucho, me puse a llorar porque nunca habíamos visto esas cosas. Yo le dije al esposo de mi tía que estaba conmigo, yo le dije «ay, Simón, ¿qué es eso?». Y él dijo «ah, ese es el helicóptero de los periodistas». Bueno, pero yo lo veía a él siempre como asustado, como preocupado porque se oía decir que en estas veredas las autodefensas estaban haciendo muchos retenes, que le quitaban el mercado a la gente, que estaban matando gente. Bueno, ya se oía decir muchas cosas por estos lados. Entonces ya nosotros teníamos temor. Nos quedamos así y él al rato me dijo «hombe, me voy a ir a asomar ahí a la ciénaga, que fue a donde asentó el helicóptero. Me voy a asomar a la ciénaga a ver qué trajo el helicóptero». Él al rato volvió a la casa y me dijo «no, parece que fueron las autodefensas, fue que se dentraron los paramilitares». Ahí yo me asusté mucho, me escondí, nos pusimos a llorar. Yo le dije a él que corriéramos, que nos metiéramos al monte. Me dijo «yo en vez de correr más bien me voy pa donde mi familia». Ellos vivían en estos lados de por aquí. La esposa estaba trayendo a los niños del médico, que estaban enfermos. Ellos tenían dos hijitos. Entonces él me dijo «hombe, yo me voy a ir». «No me vaya a dejar sola. Escondámonos, no esperemos esa gente; si no, nos van a matar». «No, es que el que nada debe, nada teme. ¿Yo por qué voy a correr?». Bueno, nos quedamos así. A mediodía vino una vecina de él, que vivía un poco más cerca de él, y le dijo «ay, Simón, mi esposo le manda decir que nos volemos, Simón, que nos vamos, que él se fue pal monte a hacer cambuches, que esa gente nos van a matar». Él no quiso, no quiso. La señora se fue. Al ratico cayeron a la finca. De una vez que llegaron, de una vez me dijieron que si yo era la esposa de ese cabrón. Yo dije que no, que era sobrina de la tía de él.
En la boca del lobo
En la boca del lobo A mi esposo lo nombraron en Fronteras del Amarradero, Orito, y yo pues me vine con él. Llegamos en el 96. La guerrilla casi no iba porque eso era lejos. Desde La Libertad tocaba caminar tres, cuatro horas por herradura de caballo. Tocaba cruzar el río Rumiyaco. Cuando hacía buen sol y estaba bajito, se podía caminar aunque el agua llegara hasta la cadera. O si no tocaba en bote. Lo primero que nos advirtieron es que uno tiene que ser ciego, sordo y mudo para vivir tranquilo. Créame, éramos bien ingenuos. Al principio bien, nosotros no sentimos nada. A mí me fueron a buscar pa trabajar en Brisas de Rumiyaco como docente. Con mi compañero nos separaba el río. Era difícil pasar todos los días porque era muy grande, caudaloso. El fin de semana esperábamos el bote pa que nos pasara al otro lado, y el domingo tocaba volverse. Empezamos a mirar que en la escuela donde trabajaba mi esposo, en un salón, se iban a quedar. O sea, mi esposo me comentaba que por ahí tipo diez, once de la noche, llegaban a ocupar el salón. En el 98 yo ya quedé en embarazo. Tuve a la niña y la directora, pues de tanto rogarle que hiciera el favor, nos trasladó. Siempre nos limitaba el río. Decidimos quedarnos en la escuela de Rumiyaco; 1999 y el 2000 los vivimos ahí. En el año 2000 fue la misma táctica: empezó la guerrilla a quedarse en la escuela. Ellos siempre llegaban tipo diez, once de la noche, a descansar. De cuatro a cinco de la mañana desocupaban. ¿Uno qué les iba a decir? Hasta entonces, pues yo normal, ¿no? Es como ver un ejército o ver la policía. Pero le cuento que a partir de que llegamos a Sucumbíos se nos volvió un infierno. O sea, allí supe cuál era el problema. Mientras uno estaba allá lejos, en Rumiyaco, no se enteraba de nada. Pero a este otro lugar entraba el Ejército. Eso eran enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla. A pleno mediodía empezaban a pegarse los disparos. A mi segunda hija la tuve en diciembre. Durante diciembre y enero nosotros nos íbamos pa nuestra tierra. Nos íbamos un día sábado y la inspectora fue a visitarme el viernes. Cargó la niña, que lloraba como desesperada, yo no sé. «Tenga, tenga», dijo la inspectora. «¿Será que me voy a morir?». «Calle, no vuelva a decir esas cosas», le respondí. Le cuento que nosotros nos fuimos el sábado. El domingo llegó mi cuñado, fue a decirnos que habían matado a la inspectora. Ahí fue toda esa ola de la violencia: los bombardeos, los disparos. Y cuando pasaba todo eso, como a los ocho días los niños comenzaban con el dolor de oído. Uno iba y venía del médico por eso. Un día el médico le dijo a mi esposo «écheles goticas». Pero nunca caímos en cuenta, créame que nunca pensamos que la afectación era por los bombardeos. Como había una pieza desocupada, nos pasamos a vivir a la escuela. Nos hicimos una cocinita chiquita entre los docentes. La institución sí era en concreto, mientras que en donde vivíamos era en tablas. Según nosotros como que ahí estaríamos más seguros, no sé. Nos pasamos a vivir a la escuela. Cada que miraba los helicópteros sobrevolando, y a veces tiraban bombas de arriba. Todo el mundo debajo de las mesas, tirados al piso. Los niños aprendieron que medio sonaba un helicóptero, y ellos se tiraban al piso y se acostaban. En el 2002, finalizando, entró el paramilitarismo. Ahí fue la guerra más grande todavía. Y le cuento que no quedaron familias porque todos nos fuimos por un tiempo. Pero poco a poco nos fuimos reintegrando, pero muy de a poquito. Nosotros empezamos a buscar niños. Más de uno de la comunidad me decía... más de un niño de la comunidad me decía «vea, profe, vámonos como desplazados». Yo le dije a mi esposo: «Vámonos». «¿Y nuestro trabajo? ¿A dónde vamos a ir a mendigar? ¿A dónde vamos a llegar si no tenemos nada? ¿Quién nos va a alimentar?». Decidimos quedarnos. De los 120 niños que había, quedaron 30. Y habíamos cuatro o cinco docentes. Pero como que mataron a un comandante. Y cuando estaba en clase, como a las once de la mañana, fue a buscarme un muchacho. «Profe, ¿usted a qué hora sale de clases?». «A la una». «Haga el favor, despache a las doce del mediodía y allá en la lomita la esperamos». «¿Y para qué?». «Que allá la esperamos con el jefe». «¿El jefe de qué? Ja, dizque el jefe de la guerrilla». Créame que a mí se me ha caído, o sea, se me ha caído ese ánimo con que estaba trabajando. Se me cayó al suelo. Yo quedé fría, fría, fría. Antes de eso, de que nos llamaran, yo había soñado algo pero horrible. Cuando ya llegué allá, la muchacha que soñé nos fue a dar Pony Malta. Créame que yo temblaba de los puros nervios. Cuando después el comandante sacó la pistola, dije «Dios mío bendito, hasta aquí llegamos. Señor, perdónanos por todo lo que hemos hecho». Yo nomás me acordaba de mis hijas. No me hallaba... Vea, los pasos se me doblaban. Volteaba a mirar, no había nadie. Iba como un papelillo. Yo que soy negrita, ahí sí iba pálida, pálida. Y un solazo, y no pasaba ni un bendito carro. Me dejaron ir y cuando llegué a la casa, mi esposo me reclamó: «Usted tan tarde». «Regáleme agua nomás». «¿Qué le pasa? ¿Por qué viene pálida?». Lo que se llama ser pálida, pálida. Es que, créame, me senté a llorar y me puse a contarle. Le dije «de pronto hay que estar preparados». Claro, a los poquitos días ellos fueron a Sucumbíos, a los salones. Ah, y los niños se fueron, ¿no? Atrás de nosotros, de mi esposo y yo. Los niños se fueron detrás de nosotros. «Profe, ¿la acompañamos?». «No, no, niñitos, váyanse. Ustedes lárguense de aquí, a sus casitas, a sus casitas». Los niños que dizque fueron a la casa a decir «a la pobre profe y al profe los van a matar. Allá los tienen solitos. Nosotros queríamos estar con ellos y no nos quisieron, nos mandaron, que nos vayamos pa la casa». Créame que no tenía ni ganas de volver, me provocaba renunciar. Mi esposo me decía «no, pues si ya pasó. De pronto era como una advertencia». Allá en Sucumbíos, delante de los niños, un tipo cogió la pistola y ¡pum!, al pupitre. Y la compañera dizque cerró los ojos y dijo «¡Dios mío, hasta aquí llegué!». Los niñitos nomás se agachaban, así como nosotros, como si fuera una rutina. Después de eso mi esposo pidió traslado a otra vereda, a Flor del Campo. Créame que a la vez yo me arrepentía. Era preferible que nos hubiéramos quedado en Sucumbíos. Le cuento que eso fue peor, que ahí sí caímos en la boca del lobo.
Amor, párese
Amor, párese Ingresé a la edad de 15 años. Uno de los motivos por los cuales me uní a la guerrilla fue que los paramilitares que llegaron al departamento del Guaviare sacaron a mi familia corriendo y me desaparecieron un tío. En ese momento ya había conocido al compañero que tengo. Mi familia salió huyendo, pero yo les dije «no me voy. No voy a salir de la zona y si me toca irme a la guerrilla, me voy». Salir del campo a la ciudad era algo muy duro para mí. Era llegar a un mundo en donde no sabía lo que me podía esperar. Como quería a mi compañero, pues me fui con él. «Me voy con usted. Si usted me lleva, me voy con usted». «Sí, mi amor, si usted quiere. Yo no la voy a obligar ni nada. Es su decisión. Tome su decisión tranquilamente y si usted se quiere ir conmigo, pues yo me la llevo». Así fue. En la guerrilla, gracias a mi Dios, todo el tiempo lo puede compartir con mi compañero, casi nunca me separaron de él. Al año de haber ingresado quedé en embarazo y me dieron la oportunidad de tener a mi hijo. En ese instante, él era comandante de área. «La muchacha que está conmigo se encuentra en embarazo, queremos que nos dejen tener el niño». «Si ella está de acuerdo, déjela que lo tenga. Espere a que ella cumpla una cierta etapa de su gestación, y después de ese tiempo, sáquela». A los cuatro meses de estar en embarazo me sacaron para Miraflores. De ahí me dieron la remisión para Villavicencio. Pero cuando me iban a sacar para Villavicencio, me montaron en la ambulancia del Ejército. Ahí me detuvieron. Me dijeron «señora, usted está detenida; va al batallón y del batallón a la Fiscalía. Usted sabe por qué». Esa noche no alcancé el vuelo. Al otro día me sacaron a las tres de la mañana, en una avioneta para Villavicencio. Ahí me les escapé con mi hijo. Regresé a las montañas y me dejaron estar tres meses con mi hijo. A los tres meses viene el dolor más grande, que es tener que separarse de lo que más se ama. Un hijo es la vida entera. Entregué mi hijo y a raíz de todo eso viene más de lleno mi proceso en la guerrilla. Después es cuando trasladan a mi compañero para el Caquetá y nos separan ocho meses. Creí morirme, dije: «Ya no lo vuelvo a ver». Para mí era algo imposible volverlo a ver. Él iba para una comisión de finanzas del bloque, y la antigüedad no me permitía ir con él. Cuando él llegó al Caquetá, a la zona del Yarí, hizo el planteamiento, dijo que él tenía su compañera, que llevaba tantos años con ella y que quería que le dieran oportunidad de estar conmigo. «Es que tenemos un niño». Afortunadamente, le dieron la oportunidad y sí, efectivamente a los ocho meses me volví a encontrar con él. En esos ocho meses me echaron para orden público, vine a conocer en sí qué era que me metieran una carrera los soldados. Duramos como dos meses en un reentrenamiento donde yo dije: «¡Ay, no! esto no es vida para mí. Yo sin mi compañero y en esta situación la verdad no, no quiero, no quiero seguir acá». Pero él estaba con la esperanza de volverme a ver. Eran tantas las cosas que me pasaban, que hasta consideraba desertarme en ocasiones. Otra vez caía en cuenta: «No, yo tengo que esperarme; llegará el día de volverlo a ver». En ese instante, mi vida era él.
Así yo tuviera mis convicciones políticas, tenía claridad de por qué había ingresado y cuál
Así yo tuviera mis convicciones políticas, tenía claridad de por qué había ingresado y cuál era el motivo de que estaba allá: mi vida era él. Entonces yo decía «no, si en un año no me vuelvo a encontrar con él, me voy a criar mi hijo. De alguna manera tendré que salir adelante». Afortunadamente mi compañero ha sido una persona muy dada a que la gente lo quiera, porque la forma de él ser es tan noble y tan... O sea, usted lo mira a él como estricto, pero su forma de ser con los demás es muy amable, muy atenta, muy respetuosa. Tiene unas cualidades muy bonitas. No es porque sea mi compañero, pero tiene unas cualidades muy bonitas. En 2010 a él lo echan para el Inírida, para los lados de La Paz. En esa época a él se lo llevan, yo me quedo. A mí me dejan en el Itilla porque tenía una hernia y me iban a operar. Después de que me operan, me sacan otra vez para la organización, para una comisión de finanzas. No estoy con él. Ahí es donde nos ponemos a andariegar, a dar papaya. Nos matan a un muchacho en medio de la población civil. El Ejército nos asaltó un 13 de septiembre. Ese era mi año: me salvé de milagro. Habíamos tenido problemas con mi compañero porque él había conseguido una muchacha por allá y yo había tenido un muchacho. Tuvimos problemas y pues igual decidimos hablar y arreglar las cosas. Él pide que lo recojan y yo pido que me recojan también. Nos encontramos en el campamento para un diciembre y estuvimos ahí. El 18 de diciembre estábamos acostados. Como a las cinco de la mañana nos llaman: «¡Amor, párese! Suena el avión. Acuérdese que el bombardeo de James fue a la madrugada». Se voltió, me dio un beso. Dormía en ropa interior. Me puse hasta las botas al revés. Cogí las pecheras y mi fusil. Me tiré al pajo de un caño. Cuando yo me tiro contra el bordo del caño, se viene una descarga y pues las tiraron al otro lado del río. Como no cayeron sobre el campamento, yo dije «ah, eso no es con nosotros». Y seguí como muy relajada. Me fui por la orillita y me caí en el caño. Se vino otra descarga de bombas. No volví a saber de él en ese instante. Me acuerdo que le dije lo de las bombarderas, y no más.
Prepárate que algo se avanza en el camino
Prepárate que algo se avanza en el camino A mí me gusta ser enfermera porque me gusta ayudar a las personas. Una vez tuve una experiencia de una niña que se cortó en el tobillo, y de una vez dije que me atrevía. Yo era capaz de eso. La niña se cortó con un machete, menos mal que no se cortó el tendón porque sería la cosa más grave. Cogí 24 puntos en el tobillo de ella, le hice curación, le limpié. Me nació eso con ayudar a las personas. Allá, en el grupo, hay una escuela de enfermería y le enseñaban a uno lo básico. Que el suero, que coger la vena y todo eso. Eso lo aprendí allá; era muy bonito, a mí me gusta mucho. No era a todo mundo que le gustaba eso, era a la gente que le nacía ser enfermera. Me gustaba llegar a una parte y que me dijeran «enfermera, tengo un dolor de cabeza, ¿tiene una pastilla?». Claro, se le da una pastilla. Y si me llega un compañero que se cortó, una herida, de una vez se cura. En los combates, los heridos eran el temor que cada uno tenía, pero uno tenía que reaccionar de una vez. Tienes que ayudar a esa persona que está herida. Tienes que despertarte y ayudar a esa persona. Él te necesita a ti, tu labor la necesitan ahí, lo que tú sabes: curarlo, cogerle puntos. Si algo es más grave, se avanza más allá. Hay unas muchachas más capacitadas que atienden una herida más profunda, más difícil. En las comisiones se me presentaron cosas básicas. Las otras compañeras tuvieron que ayudar a sacar compañeros en medio del combate, en hamacas, mientras que los otros estaban tirando tiro, cubriendo pa sacar nuestros compañeros. En los casos más graves, se echa pa donde hay unas doctoras más avanzadas. Cuando no hay medicinas, se echa a la persona al hombro, se corre lo que más se pueda pa que lo puedan atender como tiene que ser. Hay otras formas como las plantas. Cualquier planta que vemos ahí que es algo bueno, se machuca y le echamos. Hasta donde uno pueda aguantar. El café también, para la sangre. Uno les echa el café en las heridas y se para la sangre. Pero aquí casi no se ven esas plantas, allá en el monte sí se veía. ¿Cómo es que se llaman esas plantas? Tenían muchas funciones y una era pa que se te calme el dolor. Un plantica, como algo sencillito, como si fuera una mentica. Tú te la comías y te calmabas, hasta que te pudieran atender como tiene que ser. Yo todo el tiempo cargué mi botiquín encima, nunca lo dejaba. Lo cargaba en la espalda. Nunca se me presentó algo muy grave. Solamente la última vez, no sé. De pronto en mi cuerpo es como si me avisara: prepárate que algo se avanza en el camino. En varios casos, es como algo así que de repente me dice «ojo, prepárate que algo viene avanzando». Yo siempre lo comunico a mi compañero: «Mi amor, me pasa esto así». Es algo importante y uno está preparado pa esto. Mi cuerpo me dice. Al momento es como algo tranquilo, como si fuera una persona y me tocara así, como si me dijera «¡pilas!, pero no se asuste». Cuando me pasa yo le digo «mi amor, me está pasando». Parecían locuras mías, pero ahí estaba yo preparada. Yo le aviso a él y me dice «pero, ajá, ¿qué puede pasar? En este momento no puede pasar nada», pero uno nunca puede confiar en nada. Me sucedió varias veces y siempre le cuento a él. Mejor dicho, a lo que alcanzo yo es como a sentir lo que va a pasar. Yo le digo «algo así puede pasar, mi amor». Y es así. Un día mi compañero dijo que se iba a bañar. «No te bañes, ponte la misma ropa, no te afeites», le dije yo. Era algo que tenía encima. Tenía las dos bolsas, mi equipo y el botiquín. Él también tenía su equipo listo. Le dije «no, ponte la misma ropa, bueno, báñate rápido». Como si algo me avisara que se aproximaba. Al momento que se quita la ropa, escuchamos el primer tirazo. Él alcanzó a ponerse el pantalón, le tiré el equipo, y vámonos. Habíamos como siete nada más. Era un ataque del Ejército, y bueno, el guardia nos cubrió mientras pudimos salir. Él se quedó a lo último. Cuando tuvimos el equipo más adelante, se tuvo que regresar por el muchacho a ayudarlo. Yo le dije «yo voy contigo». «No, dale, avanza con los compañeros». Empezaron a tirar los morteros. «Vaya, que nos encontramos más adelante».
Eso a uno no lo dejaba dormir
Eso a uno no lo dejaba dormir Allá comenzó así, todo era tranquilo, todo era tranquilo. Vivíamos en armonía, vivíamos felices en nuestro pueblo. Hasta un día que llegaron los guerrilleros, que nos dijeron: «Comenzó la gente a hablar; se mira harto Ejército por ahí, hay Ejército». En la noche atacaban las puertas. Que uno tenía que salir a reunión, que era la guerrilla. Eso sería por ahí el 88. De cada casa tiene que salir uno, por las buenas o como sea. A uno le da muchísimo miedo salir. La guerrilla decía que ellos iban a andar por ahí rondando, que todos ellos iban a estar. Que los que robaban cosas, mejor dicho, que se compusieran o los componían. Pero el miedo era también con el Ejército. Cada nada caía el Ejército al pueblo y preguntaba que si habíamos mirado a la guerrilla por aquí, y a uno le tocaba decir que no porque si decía que sí, eso era peligroso, lo mataban. Y el Ejército se enojaba. «Ni que no supiéramos que han salido a reuniones. Tal vez matando unos dos, tal vez así avisan». Decían «uno cómo va a creer que ustedes no iban a mirar guerrilla». Mejor no hablar nada ni con guerrilla ni con el Ejército. Esa zozobra, esa zozobra. Mi esposo tenía un carrito. Por la noche llegaba la guerrilla y le decía «tiene que hacernos un viaje». Y eso sí era obligado, ¡obligado! Eso nos azaraba, nos azaraba. Un día mi esposo se enojó, dijo que no, que él ya no se iba a dejar de coger de madre. Que si era de él, que lo mataran. Me llené de susto. Me tocaba acompañarlo porque me daba cosa que se fuera solo. De pronto le pasaba algo por allá. Como mis hijos entraron a la escuela, comenzaron a jugar con los otros niños, que a los guerrilleros. Con el palo de metralleta ¡ta, ta, ta, ta! Se hacían grupos: unos el Ejército y otros la guerrilla, y se echaban así jugando. Era de juegos. De juego en juego eso les termina gustando. Por eso pensamos que teníamos que salir del pueblo porque cuando crecieran uno no sabía, ¿qué tal que les diera por no estudiar, por meterse a los grupos armados? Uno no recuerda el nombre de los comandantes porque una vez iba uno, otra vez iba otro, otra vez otro. Era mejor no saber. «Entre menos se sepa, más vive uno», decía mi esposo. Yo optaba por eso, por lo menos. Mejor no saber. Así era allá. Nosotros vivíamos donde pasa la gente pa arriba y pa abajo. Y cada que oía pasos eso era una palpitación, eso era una angustia. Por ahí andaban, y a uno eso no lo dejaba dormir.
Hermano, desaparézcase de ahí
Hermano, desaparézcase de ahí En el transcurso de ida, de Puerto Asís a La Rosa, me enamoré de mi esposo. Él llegó a trabajar allá. Estaba trabajando en agricultura y, hablándolo sinceramente, en la coca. Por allá trabajan todos en eso. Es una zona roja. Lo que mantiene es la guerrilla. La Rosa era un caserío donde... no sé, no había tanta cosa de recreación, pero uno la pasaba tranquilo. Se hacían festivales, campeonatos, que a celebrar unos quinces. Todo el mundo iba, todo el mundo bailaba. Vivíamos tranquilos. La guerrilla ponía reglas, eso sí. No drogadictos, no marihuaneros, no ladrones. En festivales, nada de peleas. Si usted tenía un problema, ¿con quién lo solucionaba? Con ellos. Ellos hacían una reunión con la intención de hablar de lo que estaba pasando en la vereda. La persona nueva tenía que ir con un conocido. Ellos mantenían pensando que uno era un sapo. Había una planta de energía que se apagaba a las doce de la noche. Si usted hacía una fiesta o iba a alguna de las dos cantinitas, ellos llegaban y decían «no, hasta las dos de la mañana y cierran». Cuando Uribe se posicionó ahí fue donde ya no. A partir de ese día, no tengo la fecha, pero yo digo que a partir de ese día cambió todo. Estábamos un día normal, uno salía a trabajar cuando pasaban los helicópteros. Uno, dos, tres, cuatro. Todo mundo vivía con la norma de la guerrilla, pero en esta zona se empieza a escuchar que se pagaba por... ¿Cómo es que decía esa noticia? «Desértate. Sal de la guerrilla». En esos días la guerrilla ya mantenía alerta. Se estaban retirando muchos, llevados precisamente por la invitación que estaba ofreciendo el Ejército. Vea, eso era tan incómodo porque ellos llegaban, por ejemplo, y decían muy formales: «Buenas, ¿será que usted me da campito pa yo poner mi cocina al lado?», «¿Será que usted me va a regalar...?». ¿Uno cómo iba a decirles que no? Y por eso la guerrilla empieza a marcarnos «este habla mucho con ellos». El solo hecho de entablar un diálogo con el Ejército ya era motivo de desconfianza para la guerrilla. La guerrilla comienza a señalar, a marcar las viviendas de las personas que le estaban dizque ayudando. En esos días, la guerrilla nos dejaba salir por ahí al pueblo unos diítas. Podíamos ir hasta cierto punto. No existía la posibilidad de desplazarse. Igual las personas no se iban, pensaron que todo era transitorio. Nosotros pensábamos que el Ejército venía y se iba y ya. El Ejército estuvo ahí tres meses, cuatro meses. En ese transcurso nos dejaron salir al pueblo. Nosotros vinimos al pueblo. A mi esposo le gustaba hacer chances. Hizo uno y con ese nos ganamos como tres millones. Con el 9077, nunca se me olvida. En la carnicería estábamos debiendo. Bueno, ¿qué hicimos nosotros? Llegamos con una remesota y pagamos lo que debíamos en ese sitio; también llegamos con más maquinaria para la coca. Estaba el Ejército y la guerrilla ahí, y ¿qué dedujeron los guerrilleros? Que nosotros éramos informantes y que nos estaban pagando. Todo mundo decía eso. A nosotros nos dio miedo, ¿sabe por qué? Porque eso no es así, nosotros no debemos nada. Cuando el Ejército se retiró, los guerrilleros empezaron a llevarse a la gente. Se los llevaron y nunca más volvieron. Eso nos dio miedo a todos. Se escuchaba el rumor «que van a ir por tal fulano; que éramos sapos, informantes». Empezaron a hacer un listado. Hicieron un listado. «Nosotros no debemos nada, no hemos hecho nada». Nos cansábamos de explicar que era un chance que nos habíamos ganado. Empezaron a llevarse a las personas. Incluso se llevaron al carnicero que les abastecía de carne y todo eso. Toda la vida ese señor ahí. Nunca más regresó. Pasaron los días y nos encontramos con un joven de ahí del pueblo que se había metido a la guerrilla porque no tenía familia. Él era de por acá, le decían Pocillo porque tenía una oreja mala. «Pocillo, ¿usted estaba por ahí? ¿Sabe qué pasó con Churta, el carnicero?». «Vea» dijo, «yo les voy a contar: a Churta lo mataron de la manera más despiadada. Él se les arrodilló, les suplicó diciéndoles que lo conocían, mientras hacía el hueco de su propia tumba». Mientras hacía el hueco de su propia tumba, Churta les dijo: «¡Se los suplico! Ustedes conocen a mi familia. Ustedes saben quiénes son mis hijos. Mire, yo les he servido mucho. Háganlo por mis hijos. Lo que ustedes me pidan, por favor». A Churta no lo entregaron. Yo le dije a Pocillo: «Y ¿por qué no se lo entregaron a la familia, Pocillo? Ya muertico, ya qué». «Si ustedes tuvieran la forma de irse a alguna parte», nos dijo, «yo se los digo de corazón, váyanse porque acá no pinta pa bueno». Y después, que se llevaron a fulano y a fulano. Aunque hubo excepciones. Por ejemplo, a dos hermanas que supuestamente estaban de novias con unos del Ejército, sí les dieron tiempo. Las llamaron aparte y les dijeron «tienen tres días y se desaparecen de acá. Ustedes saben las reglas, que no pueden tener un vínculo con ellos». Un día nos llegó un mensaje con uno de los más acercados a esa gente. El hombre vino y le dijo a mi esposo: «Derechas, dígame la verdad, ¿usted ha trabajado con esa gente?». «Hermano, yo estoy cansado de explicarles. Yo me gané un chance y por eso fue que traje esto». «Por una parte, ese chance no es la razón. Es que a usted lo vinculan porque tiene mucha conexión con ellos. Les da permiso, les ofrece agua». «¡Pero eso no quiere decir que yo esté diciendo cosas! ¡No, hermano! Yo voy y explico. Yo pongo la cara». Cuando vimos que muchos decían así, que se iban para dar la cara y luego no regresaban más, tomamos la decisión. Yo me vine adelante, me vine al pueblo. A Puerto Asís. Me estuve ahí. Ahí tenemos una familia. Mi esposo se había quedado para tratar de vender lo que teníamos. Estaba en una tienda en la que jugaban parqués. Un trabajador de una finca le llegó todo pálido, fue el que le dijo: «Hermano, desaparézcase de acá. ¿Cierto que su mujer se fue?». «No, es que ella está haciendo una vuelta donde la familia que la mandó llamar». «¡Hermano, desaparezca ya!». «¿Por qué me voy a desaparecer? No, yo voy y les doy la cara». «A las 12 que apaguen la planta van a venir por usted. Tienen listo arriba, tienen listo el bote. Ellos ya vinieron, están allá más adelantico». Mi esposo le vio la cara al trabajador. Lo vio como preocupado, como pálido. Se fumó un cigarrillo. El corazón le comenzó a palpitar. «Yo me tengo que ir». El corazón le comenzó a palpitar.
Dígales que se vayan
Dígales que se vayan Vivíamos en Versalles, Valle del Cauca. Mis hijos se fueron a trabajar a una vereda que se llama La Siberia. Era un cultivo de pitahaya y granadilla. En una ocasión, mi hijo mayor me dijo que alguien que estaba trabajando con ellos, allá en la finca, había dicho que le ofrecía un trabajo muy bueno, de mucha rentabilidad. Me dijo «mamá, pero no se preocupe porque yo inmediatamente le dije que no. No quiero verme involucrado en problemas ni tampoco involucrar a mi familia. El señor me aceptó mis razones». Pero después de eso, volvieron a insistirle a mi hijo mayor. El señor llegó a decirle que cómo era posible que prefiriera ganarse esa mamada que se estaba ganando ahí, de seis de la mañana a cinco de la tarde; que cómo era que rechazaba el sueldo que le estaba ofreciendo. El señor no volvió a mencionarle nada, pero le retiró la amistad. Ya a los días le salieron fue a mi hijo menor, Germán, pero en otro lado. Estaban produciendo panela cuando, Aldóver, el vecino más cercano de mi casa, el vecino de toda una vida, el vecino con el que crecimos toda la vida... Nunca nos imaginamos lo que había, como decimos, debajo de la mesa. Entonces un día el vecino mandó a otro trabajador de él, a don Óscar, a decirle a Germán que si quería trabajar con ellos, que se iba a ganar un millón de pesos quincenal. Que fuera con ellos a traficar mercancía. Mi hijo estaba como un poquito enterado de lo que el señor hacía y le dijo que no. No estamos seguros de si él trabajaba con Los Rastrojos o con Los Machos. Esos eran los dos bandos que existían allá. Lo cierto del caso es que mi hijo Germán le dijo a don Óscar que no, que no le insistiera, que se fijara que ya le había insistido a su hermano. «A mi hermano mayor también ya le dijo y nosotros no queremos eso. Mi papá nos enseñó a ganarnos la comida sanamente y nomás lo que necesitemos». Entonces el señor ese, don Óscar, empezó a insultarlo mal, y mi hijo se le enojó. «Vea, ¿sabe qué? Dígale a su patrón que se puede limpiar lo que ya sabemos con el millón de pesos que me mandó a ofrecer, porque yo no quiero vincular a mi familia a problemas, yo no lo quiero». Él le llevó la razón. Aldóver se enfureció y le dijo a los trabajadores que estaban con él que «ese par de hijuetantas; me los dejan que yo me encargo de ellos y les hago comer hasta la mierda». Había un señor que trabajaba para Aldóver; uno al que le decían Palabra de Dios. Él era el que perseguía a mis hijos. Llegaba por la calle, al frente de mi casa. Ellos sonaban durísimo las motos. Bajaban a asomarse a la casa, a ver quién había, a ver si estaban. Cuando mis hijos escuchaban esas motos, se volaban por una rastrojera abajo. «No están los hijueputas aquí». Lo cierto del caso es que nos empezó una persecución. Usted no se alcanza a imaginar lo que nos tocó vivir en la casa. Teníamos una casita muy humilde de bahareque, hecha de barro, pero era de nosotros. A mi hijo mayor le tocó irse a Buga, Valle. Yo pensaba que nomás era por él que iban a poner problema, porque era el mayor. Pero la persecución siguió con Germán. Al punto que yo no dormía, creía que me iba a volver loca. Era como, como un presentimiento, ¿sí? Yo me soñaba, yo me soñaba escuchando los tiros de una escopeta. Y en el sueño, yo iba y encontraba a mi hijo en un charco de sangre espantoso. Yo le decía a mi esposo que nos fuéramos, que nos fuéramos. Y él me decía «no, es que no hay razón para irnos». El señor que mandó a amenazar a Germán, lo buscó para que fuera a trabajar. Lo llevó a una parte como sola y le dijo «hágame el favor, me va hacer aquí un hueco de tanto por tanto». Le dio un machete amolado, el palín y una pala. «Vengo dentro de tantas horas», le dijo. Mi hijo empezó a cavar y a cavar; vio que lo que estaba haciendo era como una tumba. Mi hijo se voló, le dejó la herramienta. «¿Por qué se vino?». «No, ma. Acá esos trabajos no son para mí. Yo quiero otras cosas. Yo no sé por qué mi papá no hace caso de que nos vayamos de por acá». Lo cierto del caso es que esa misma tarde que mi hijo se voló de allá, un señor que trabajaba con Aldóver y que era amigo de nosotros fue a la casa. Me buscó a las nueve de la noche, tocó la ventana, me dijo «Mélida, es que necesito hablar una cosa muy delicada, pero nadie se puede enterar que yo estuve aquí con ustedes». «¿Usted por dónde vino?». «Vine por allí, por tal parte, y pasé por el cementerio. Nadie se puede enterar que yo estoy aquí. Aldóver cree que estoy durmiendo. Lo que pasa es que a su hijo lo van a matar. El patrón lo va a matar. Está esperando que le dé la oportunidad para matarlo. ¡Váyase de por aquí! Váyase con ellos o mande a Lázaro que se vaya, pero los van a matar». Resulta que mi esposo estaba trabajando en una molienda y al día siguiente que él llegó, yo le conté lo que había pasado. «Ole», dijo mi esposo, «yo no le veo razón para que Aldóver diga que me va a matar al muchacho. No tiene razón para hacerlo, o que venga y me diga qué es lo que le hizo Germán para amenazármelo de esa manera». «No, no podemos aventar que fulano vino a avisarnos». Eso se quedó así. Si mi hijo salía a la calle, yo tenía que ir o tenía que ir mi esposo. No lo podíamos dejar solo. Un domingo mi hijo se organizó y salió por ahí a la calle. «¡Mucho cuidado!». «Tranquila, ma, que estamos haciendo un campeonato de micro, y voy a ayudar a organizarlo». Mi hijo se fue y mi esposo se fue por allá cerquita a donde él estaba. Resulta que mi esposo muy disimuladamente vio cuando mi hijo Germán salió del billar y entró a la tienda de don Mauro. Él estaba pendiente. El señor Palabra de Dios salió de otra tienda y arrancó para allá. Mi esposo vio que él desenfundó el revólver, y ahí mismo se fue adonde mi hijo. Cuando el señor Palabra de Dios le puso el revólver, mi esposo dentró adonde don Mauro, y el otro disimuló. Mi hijo no se dio cuenta, pero mi esposo vio que sí era de verdad la amenaza, que sí lo iban a matar. Así y todo, mi hijo no se fue a dormir temprano esa noche. Yo creo que cuando uno le ora a Dios con fe, él sí escucha y nos muestra las cosas conforme son. Yo no me podía dormir. Yo me levanté, me arrodillé al pie de la cama, le oré al Señor y le dije que me protegiera a Germán allá donde estaba, que yo sabía que él no estaba haciendo nada malo. Yo le pedí al Señor que lo cubriera con su sangre, que nada me le fuera a pasar. «Señor, si tú me estás escuchando, haz que yo me duerma, porque me voy a enloquecer». Al día siguiente, mi esposo se fue a trabajar y yo no me atreví a entrar a la pieza de mi hijo. «Si yo no lo encuentro, ¿qué hago?». En fin de que mi hijo llegó a las seis de la mañana. «Hola, madre». «¿Usted dónde amaneció?». «Amá, por allá abajo». «¿Dónde quién?». «¡Ay, amá, no pregunte tanto! Yo estoy bien, amá. ¡Tranquila!». Le miré los zapatos. Estaban muy embarrados, y el pantalón todo mojado. No le dije nada. Me quedé callada. «Mijo, ¿usted se va a acostar otra vez?». «Sí, no voy a ir a trabajar». «¿Por qué?». «No, amá. No voy a ir a trabajar. Me voy a quedar aquí en la casa». «Aquí le queda desayuno hecho entonces». Cuando a las diez de la mañana que mi esposo va, algo le pasaba. Le di limonada. «¿A usted qué le pasó?». «Ole, no, nada». «Vine a hablar con usted». «¿Qué cosa?». «No, termine el oficio que ahorita hablamos, ¿verdad?». Organicé el almuerzo a la carrerita. Terminé lo que tenía por hacer y le dije: «Sentémonos a hablar». «No, es que me tengo que volar con Germán. A Germán lo iban a matar anoche. Sí, lo iban a matar en el billar de Horacio. Fulano de tal lo iba a matar». Resulta que esa tarde mi esposo no pudo salir. Pero el amigo que me había llevado la primera información, me mandó una razón con la esposa: «Vaya dígales que se vayan esta noche, porque los van a matar a todos. Que se vayan porque los van es a matar».
¿Qué nos querrán decir?
¿Qué nos querrán decir? Bueno, cuando llegué a la junta directiva del sindicato, como te estoy diciendo, eso se convirtió como en una carrera, en un reto. Cuando yo tomo una decisión, la tomo consciente de lo que voy a hacer; no tomo decisiones a la carrera. Y ya... bueno, comencé ahí mi liderazgo en el sindicato. Mi persona y otros compañeros fuimos artífices de todo ese proceso. Entonces, creamos la Fesutran y un primero de mayo hice la intervención central en la plaza pública. Hablé en nombre de los trabajadores, o sea, a mí me designó la Federación que habíamos recién construido. Yo era muy buen orador; pues tenía capacidad... Ahora no tengo capacidad de oratoria porque el cigarrillo me acabó todo. Pero tenía mucha capacidad de oratoria, de quedarme 60, 70 minutos dándole a un discurso coherente, pues, y ya no. Ya no tengo esa capacidad. Y bueno, entonces apareció esto de la intervención, y en fin. Ese mismo 2 de mayo cuando yo llego a mi casa, mi esposa me recibe y me dice «mor, ve lo que te dejaron bajo la puerta». Me dejaron un letrero en el que me amenazaban. Era en un papel así, como todo ordinario. De ahí en adelante nos reuníamos en los tiempos de cuando salíamos de trabajar. El 26 de septiembre del 94 es asesinado un compañero que era secretario de solidaridad de la Federación. El caso de este compañero es muy... Digamos, ¿cómo dijera yo? Es muy particular. La sede era en un piso catorce, y el día en que a él lo asesinan, el 26 de septiembre, yo llegué temprano a la oficina: siete y media de la mañana, póngale. La gente entraba a las ocho. Por ahí faltando un poco, diez minutos para las ocho, comenzó a sonar el teléfono. Pues como yo estaba ahí, cogí el auricular. Nadie me habló, sino que me pusieron una ráfaga de ametralladora: tra, ta, ta, ta, ta. Ya por ahí a las ocho y media, nueve de la mañana, que ya había un grupo de compañeros ahí, entre ellos el compañero Hugo y el compañero Belisario, que estuvo ayer por acá, les dije yo «eh, tan raro, ome, que yo esta mañana... es como una advertencia, o yo no sé qué nos querrán decir pero yo... No había llegado ninguna de las compañeras de la recepción, y sonó el teléfono. Yo lo contesté, y me pusieron fue una ráfaga de ametralladora. ¿Entonces no es como otra advertencia que vienen por alguien, o qué nos querrán decir?». Esos tipos llegaron al piso catorce y entraron. Uno se quedó en el ascensor pa que no se bajara. Otro se quedó en la puerta. Se fueron hasta por allá, mataron al compañero, hirieron al otro y salieron. En plena ciudad. Cuando yo venía del sindicato, que tenía que pasar por ahí a recoger unos papeles para irme a la otra reunión, vi un corrillo muy grande. Que eso estaba cerrado, que hubo un atraco o un atentado, que no sé qué pasó en ese edificio. Yo cogí un teléfono público de ahí en seguidita y llamé a la oficina. Nadie contestaba: los teléfonos todos ocupados, y era que la gente ya estaba llamando porque la noticia se había regado. En fin, como te digo, la muerte de ese compañero me pareció a mí muy particular por esa llamada. Un atentado en el que se subieron hasta acá. Eso no se lo creía uno.
Interventores divinos
Interventores divinos Un encuentro con la Virgen, una oración o cualquier objeto que nos proteja o confirme que algo está a punto de suceder. Elementos anticipatorios que entonces se convierten en sagrados, en repositorios de fe.
Como si Dios se fuera a acordar de mí
Como si Dios se fuera a acordar de mí Cuando la época de la violencia acá en el municipio, yo ya pertenecía a la empresa con la que trabajo, que se llama Coredi. La Corporación Educativa para el Desarrollo Integral. Éramos docentes de todas las subregiones. Descubrí que quería ser maestra estando en el colegio, porque en grado octavo mi hermano y yo hablábamos muy bien el inglés. Por lo que el profesor al que le decían teacher nos ponía a dar clases en los otros grados y nos calificaba por eso. Mi hermano y yo fuimos inseparables, parecíamos siameses, gemelos. Nos amamos con el alma los dos. Y bueno, antes de que comenzara la violencia en Coredi, un compañero del Urabá nos reunió a todos en el Peñol. Se paró en un estrado y nos dijo: «Ustedes son de otras regiones y están tranquilos. De pronto no están indiferentes, pero esta historia que estamos viviendo en el Urabá los va a alcanzar». A los tres años de él haber dicho eso, comenzó la violencia en Santa Bárbara. Eso fue alrededor del 2000 en el mandato del alcalde de esa época: Carlos Mario Rodas. Había runrunes. «Ay, que venía la violencia, que venía la violencia», y pues hubo mucha bulla, mucho comentario municipal. Esa bulla era una bulla como a nivel de toda parte, y se escuchaba en los municipios, siempre que no, que habían dado la entrada. Fue una cosa como tan colectiva, como de pánico, como de pavor. Los runrunes y eso se expandió de una. Y la bulla, y la bulla, y la bulla... Eso era una cosa impresionante. Entró mucha gente. Entró toda esa bulla. Por el lado del Cairo habían empezado a aparecer muertos, comentarios y cosas. Pero Damasco fue la cuna. En Damasco se anidaron los paramilitares. En Cordoncillo, que es en la parte de arriba de Damasco –eso es una cosa hermosa–, reunieron a todas las comunidades aledañas. El Guácimo, La Hombría, Cristo Rey, La Esperanza y Cordoncillo, que viene siendo la vereda principal que conecta todo eso. Sacaron a todas las personas de sus casas, inclusive a los enfermos. Los mandaron a llamar a una cancha destapada, grande. Las casas tenían que quedar completamente limpias. Mucho después, las mamás me contaron todas esas historias. Que los congregaron allí en la cancha, que uno de ellos dijo «esto que va a pasar es lo que le pasaría a cualquiera de ustedes si se pone de sapo». Recorrieron y recorrieron la cancha y a la gente que estaba allí. Le clavaron el ojo a un muchacho. Lo colocaron en la mitad. Uno de ellos desenfundó el arma y el muchacho se arrodilló a implorarle que no le hiciera nada, y hasta le bajó los calzones al tipo ese. «¡No me haga nada, no me haga nada!». La gente en el pavor. Y mientras el muchacho pedía que la mamá se le arrimara, le dispararon. Estuvo agonizando, agonizando. La mamá se acercó a echarle la bendición, y hasta que no hizo eso él no se murió. Esa fue la primera muestra de lo que arrancaba, de cómo arrancaba. En la empresa, en Abejorral, ya había habido muertos. Nos habían anticipado que nos cuidáramos mucho. Por eso, durante los días que antecedieron al asesinato yo hablé con él. El sábado antes, yo vine a la casa de él. Cuando yo venía, él me hacía el desayuno. Ese día me hizo huevos revueltos. «Jeíto –yo le decía Jeo–. Jeíto, te tenés que cuidar mucho porque la bulla que hay. Vos eres el secretario del sindicato, mirá que los compañeros no están y te puede pasar algo». Porque la gente del sindicato de la empresa no estaba. Cuentan que el presidente de un sindicato del Cairo se fue para Bogotá a denunciar los grupos, tanto a la guerrilla, que estaba para el lado de Monte Bello, como a los paramilitares, que estaban por el lado del Bue. Él que llega a Bogotá a denunciar y aquí comienzan las matanzas. Todos se fueron. El único que se quedó fue mi hermano. «El que nada debe, nada teme». Y se echó la bendición. «Yo me muero donde me pase algo». «¿Cómo voy a dejar a los jubilados?». Dos semanas antes, había ganado más de diecisiete tutelas a favor de los pensionados. Él les hacía las tutelas. «No, el miércoles es el último día que voy yo a ir. Cuadro todo, yo no puedo dejar mi gente tirada. Bajo el miércoles y ya. Me va a tocar venirme». Yo llevaba quince días llorando, un dolor, un dolor en el vientre; un dolor en el ombligo, un dolor en el corazón, y una tristeza, una tristeza grandísima. Me abrazó, se paró junto a la ventana que se ve la casa de él y se echó la bendición. Me dijo: «Pero, vea, me pasó una cosa tan rara en la iglesia. Ve, imagínate que iba por la nave de la iglesia a comulgar y sentí un jalón de la camiseta, como si me fuera a morir. Sentí como si Dios se fuera a acordar de mí. Una conexión tan especial, como si una luz me jalara». Me dejó muy triste. Me levanté como a las cuatro de la mañana, ese miércoles, para irme pa Rionegro. Me levanté pero usted no se imagina el pavor que yo tenía... Un miedo que yo no me quería mover por la casa. Un miedo y un miedo, y era una angustia. Llamé a mi hermano adoptivo, a Caliche: «Caliche, levantate para que me cuidés mientras me baño que tengo un susto», y Caliche se paró en el patio, estuvo un rato ahí parado hasta que me bañé, me organicé, y me fui para Rionegro. Cuando eran como las tres de la tarde, me coge esa tristeza, pero inmensa, inmensa. Era honda. Subí a la iglesia de Rionegro, me encerré, me arrodillé ante el Señor de la Buena Esperanza. Me arrodillé y le dije: «¡Ay, señor Jesús!, cuida a mis hermanos, báñalos con tu sangre, cúbrelos con tu manto. Que no les pase nada». Era como los momentos de la emboscada, viví todo. Tengo una sensibilidad para esas cosas. Me arrodillé en la iglesia como por dos horas. Salí de Rionegro entre nubes, yo me sentía alta. Estuve con mi hermano en toda esa agonía. Éramos uno. Cuando me subí al bus, yo era como entre nubes. Viajé lejana, como ida: yo era en el metro lejana. Llegué aquí a la oficina de Santa Bárbara a las nueve y media. A mi hermano lo amaron con el alma en este pueblo. Usted pregunte por él en cualquier tienda, en cualquier parte, y le van a decir que fue el hombre de las mujeres. El Día de la Mujer, llevaba rosas a todas las tiendas. Aquí declararon tres días de duelo por la muerte de él. Entonces ese día me bajé del bus. Había un gentío en el parque y todo el mundo me miraba. «¡Ehhh! ¿por qué me miran tanto?, ¿qué tengo?, ¿qué traigo?, ¿serán las cajas?». Se me vino la niña de ahí de la oficina. «Ay, ¿usted dónde estaba?, ¿de dónde viene?». «De Rionegro». «¿Usted no sabe lo que le pasó a su hermano?». Hice una pausa. No le pregunté a cuál hermano ni nada. «Lo bajaron del bus, lo sacaron amarrao». Ella me dijo «lo sacaron amarrao», y yo no volví a caer en cuenta de mí misma sino hasta que estuve en la oficina. En el recorrido de Cuatro Esquinas a mi casa, tenían velas prendidas. Había gente haciendo oración por todas las calles, en todas las casas. Encontré a mi mamá ahí paradita. Tenía las manos en el delantal, me miraba. Yo me le recosté en el hombro: mi mamá fue muy guapa, verraca. Le dije «esperemos que sea lo que Dios quiera. Vamos a hacer oración. Es la voluntad de Dios». Mi amá se había infartado porque el amor de mi papá fue mi hermano. Y resulta que una vecina había entrado a la casa y le había dicho «oíste, ¡te mataron a tu hijo!». «Te mataron a tu hijo». Le dijeron eso y mi mamá se mantuvo nueve años pegada de las paredes, sin poder caminar. Se paralizó. Nadie fue capaz con ella. Esperamos toda esa noche. Me senté con ella en la cama. Nos pusimos a hacer el salmo 23, que era el que le encantaba a él y a mi apá. Sentíamos un aire tibio, como si nos estuvieran pasando un vaho. Nos mirábamos las dos: ella me miraba y yo a ella. Era como si él estuviera con nosotras. A las dos de la mañana, mi amá se tiró de la cama, se tiró y dijo «me están matando a mi muchacho. Mi muchacho se está muriendo. ¡Se está muriendo! Mi muchacho está agonizando». Se me tiró encima a llorar. Ella se cogía el corazón, la ropa, «¡mi muchacho se está muriendo ya. Arrodillate conmigo que mi muchacho se está muriendo es ya. ¡Mi muchacho no se ha muerto, mi muchacho se está muriendo!». Nos lloramos todo ese amanecer. Me metí al baño como a las cinco y media de la mañana e hice la oración. Le dije: «Jesús, que sea lo que tú quieras pero que sepamos que él no se nos vaya a quedar perdido. Que sepamos de él hoy». A las seis de la mañana me asomé a la puerta. Desde el balcón de en frente, doña Ana, la vecina, me dijo que ya lo habían encontrado.
Tres credos y una salve
Tres credos y una salve Ese día llegaron ocho muchachos de las FARC. Obligaron al presidente y a un profesor a que les dieran las llaves de la escuela. Al otro día yo madrugué a trabajar allá. Estaba pintando la escuela y tenía las llaves que me habían entregado. Pasaron unos muchachos del pueblo que eran cómplices de los paramilitares. Me vieron pintando mientras la guerrilla jugaba en la escuela. Entonces dieron el informe de que yo vivía con ellos, que era cómplice. Por eso fui marcado. Iba para el pueblo y me bajaron a amenazarme de muerte, que porque yo era cómplice de la guerrilla, que vivía con la guerrilla. Fue un domingo por la tarde que yo iba a la feria. Le dijeron al conductor «pare que aquí hay una gonorrea que hay que rasparlo. Es cómplice de la guerrilla. Estuvo pintando la escuela y la guerrilla duerme allá con ellos». Me quitaron la peinilla y me la botaron por la cañada. Y los paramilitares le dijeron a un muchacho de ellos mismos: «Saque la lista que con la cédula se ve si es él». No se me ocurrió otra, sino que como yo le tenía mucha fe a la santísima Virgen del Carmen, apliqué la oración con tres credos y una salve. El muchacho me tenía encañonado, estaba buscando en la lista. Yo hacía la oración. Le dijeron «bueno, ¿va a buscar la lista o se muere?». Aproveché y le dije «bueno, muchacho, haga lo siguiente: hable alguna cosa o a usted lo matan». Él dijo «no, en la lista no está». ¡Mentiras!, fue que él no pudo sacar la lista del bolsillo. Estaba paralizado de las manos. Entonces, cuando él habló de que yo no estaba en la lista, él pudo mover la mano. Otro paramilitar le dijo «entonces entréguele la cédula a don Daniel. No lo perjudique. Si él no está en la lista, no lo perjudique. Dejémoslo que se vaya». Cuando me bajaron los paramilitares en la vereda de Tocaima fue en un mes de octubre del 2001, que yo estaba en cosecha de café. Había amenazas que decían que me iban a matar de verdad. Yo pensé entre mí en una frase: «El que ama el peligro en él perece, y el que huye del peligro ganará batallas». Entonces, yo preferí huir. Me fui, me desplacé. Nos desplazamos para Nelson Mandela. Ahí fue donde estuve once años, y después me pasé para la casita. A los tres o cuatro años fue que tuve otra amenaza de los paracos. Llegaron una vez a hacer un operativo y me avisaron «a usted lo van a matar porque su hija está trabajando con fulano. Ese señor es un no sé qué, que viene en contra de los paracos». Pues bueno, la niña trabajó con ese señor como tres días y durante esos tres días investigaron cómo era la vaina. Resulta que fue guerrillero, que venía era de parte de las FARC. Estaba buscando formas de meterse a cobrar vacunas a los buseteros, a extorsionar. «Apá, yo estoy trabajando con un señor por allí. Yo ando sin plata, y él me ofreció pagarme 10.000 por la hora, para que fuera secretaria y les cobrara un impuesto a los buseteros». «A usted no le conviene que trabaje con ese señor porque ese señor es forastero. Quién sabe qué será», le dije. Al otro día martes, me tocaron la puerta como a las cinco de la mañana. Era un compañero de la niña, que cogía turno por la mañana, hasta las doce. Vino y le dijo: «Oiga, Doris, te voy a contar un caso que me pasó anoche. Me soñé con la virgen avisándome que a nosotros nos van a matar, que estamos en peligro. Tuve ese sueño y yo tengo mucha fe en ella, y vengo a avisarle que no voy a trabajar. Usted verá si sigue trabajando con ese señor, porque parece que estamos en peligro. A mí me parece que lo mejor es no seguir ahí. Yo vengo a entregarle las planillas. Usted verá cómo se defiende». Yo sí le dije a Doris «váyase para donde la tía, para el barrio donde estuvimos la otra vez. Quédese allá y yo le digo a él que ya le resultó trabajo en Bocagrande. Porque si la cosa es que está en peligro, uno sabe cómo es la vaina». Ese señor vino como a mediodía y nos dijo: «¿Qué pasó que yo esperé a Doris y no llegó? Y ese hijo de tantas muchacho tampoco vino». «Lo único que le digo es que la niña tenía unas solicitudes para trabajar en Bocagrande. Y ya, le resultó». Pero eso no quedó así como tan fácil. Los paracos siguieron investigando y en últimas dijeron que esa niña sí era guerrillera, que no sé qué. Entonces formaron un operativo para matarnos a toda la familia el miércoles a las siete y media de la noche. A mí me avisaron como a las cinco de la tarde: «Oiga, hermano, ¿usted qué va hacer? Porque a usted lo van a venir a matar con la hija y a toda la familia, porque nos indican que es guerrillero». «Yo no sé. Solamente la niña se puso a trabajar ahí, pero inocentemente, por la necesidad. No sabemos quién es ese señor». Ese miércoles ya le habían matado a seis compañeros. Mataron tres en los Jardines y tres en el Campestre, allá también los tenían recogiendo vacunas. «¿Sabe qué? Para que ella no peligre, mándela para Antioquia». Como pude, eso hice. Llegó el fin de semana y el sábado mataron al señor con el que trabajaba mi hija, que era como el comandante. Lo mataron a las dos de la tarde, los paracos. Yo estaba con una parrilla llena de arepas. Cuando me avisaron, apagué esa carbonera, cogí la masa y la metí en el enfriador. Apagué y nos encerramos en la casa. Les dije: «Aquí no hay más de otra. No nos podemos ir. Quedémonos quietos. Si nos van a venir a matar, que nos maten». Apliqué la oración de la Virgen del Carmen. Esa ha sido la que me ha defendido de todo, de las amenazas. «Pues no estoy culpado de nada. Lo único es que voy a poner esto en manos del Señor, en la oración de la Virgen del Carmen. Si nos van a matar que nos maten. Nosotros venimos desplazados de la violencia y llegamos aquí, y aquí también nos van a matar. De todas maneras, en manos del Señor voy a poner a mi familia. Si me van a matar que me maten, pero yo no tengo tiempo de irme para ninguna parte». Eran las cinco de la tarde y me habían dicho que a las siete y media de la noche venían a hacerme el operativo con toda la familia. Le dije a la familia que se acostara; me quedé en el baño esperando a que llegaran. Estaba escondido ahí, cuando los vi a las siete y media de la noche. Eran tres y todos tres venían armados. Me puse a rezar la oración de la Virgen del Carmen, la que siempre me ha librado de todos estos conflictos y de todas estas amenazas, y me tiene vivo. A ella le agradezco. Apliqué la oración con los tres credos y la salve. El uno le decía al otro: «Oíste, compañero, llamate al cachaquito». «No, llámelo usted». «¿Por qué no lo llamás vos?». «Pero ¿nosotros por qué no somos capaces de llamar al cachaquito, hombre?». «¿Qué pasa?». «Oiga, no. Tengamos en cuenta una cosa: me dijo don Saúl que no le fuéramos a hacer daño al cachaquito y a la familia, que esa gente era sana, que esa gente no estaba metida en ningún conflicto, que eran inocentes, que esa familia venía desplazada de la violencia de Antioquia». «Oiga, a mí me dijo don Jesús que no les fuéramos a hacer daño, que esa era una familia sana, que no tenía que ver nada y que si estaban era inocentemente. No estaban empapados ni estaban metidos en esos grupos», dijo el otro. «Oiga, a mí me dijo don Arecio también eso. Entonces, si la cosa es así, dejemos el cachaquito quieto. Vámonos y digamos que el cachaquito se fue».
Fue una cosa divina
Fue una cosa divina Yo trabajaba en una finca que se llama Villa Eliana. Estábamos cogiendo café cuando pasaron corriendo dos mujeres y un hombre. Hacían parte de las FARC. Ellos no nos avisaron que nos saliéramos del cafetal, que iba a haber un combate. En medio de la balacera, nos quedamos. Nos tocó tirarnos boca abajo. Fue entre el Ejército y las FARC. Arrancó a las dos y treinta de la tarde, y acabó a las seis y treinta. El Ejército estaba hacia el otro lado, en un sitio al que llaman «alto del Miedo». Ellos agarraron, mejor dicho, a bombas, a balas. Le tiraron fue al cafetal. Pensaban que la guerrilla estaba en el cafetal, que los estaban atacando a ellos. A los que estaban atacando era a nosotros, que estábamos laborando en el campo. En ese momento, la guerrilla ni siquiera fue capaz de decir: «¡Por favor, sálgasen! Que mire que va a haber un combate. Pueden salir muertos, pueden salir heridos». No les importó nada de eso. No les importó, sino solamente agarrarsen frente a frente con el Ejército. Nos tocó irnos a dormir a otras fincas por la misma idea de que la guerrilla llegaba y se instalaba sin considerar el riesgo que eso podía tener en ese momento. Y si uno no les hacía caso, pues tenían las armas, y la verdad el que tiene las armas manda. Uno solamente es un campesino que le gusta es laborar la tierra, trabajar, salir hacia adelante. Al otro día, llegó el Ejército al mismo sitio donde estábamos nosotros cogiendo café. El capitán dijo: «Es que vamos a mirar las bajas que hubieron, que nosotros le voliamos bala a ese cafetal. Mejor dicho, allá debe de haber guerrilla muerta como un verraco». Exclusivamente estaba mi tío, que le contestó: «Perdón, señor capitán, ¿cómo tú dices que hay bajas en el cafetal, cuando los que estábamos trabajando allá éramos nosotros, los campesinos. Allá no había ninguna guerrilla, toda la guerrilla estaba atrincherada en las bóvedas del cementerio. Ustedes nos bolearon fue balas a nosotros, casi nos matan es a nosotros». Al señor no se le dio por nada, ni siquiera de preguntarnos, viendo que nos pasó esa situación tan crítica, al menos bernos dicho: «Pero, venga, ¿qué pasó?, ¿por qué no nos dieron una alerta?, o ¿por qué no cualquier cosa?». ¿Por qué seguían atacando? Ellos sabían muy bien, con todo respeto, porque ellos tenían buena visibilización, de que nosotros éramos campesinos y que estábamos cogiendo café. ¿Por qué seguían atacando el cafetal? ¿Por qué la guerrilla fue tan mala gente en ese momento? No ser capaz de decir, a lo menos, sabiendo que éramos gente de trabajo, gente de campo, bernos dicho: «Sálgansen de ahí, o váyasen». Quince o veinte minutos antes, habría sido una salvación para nosotros. Ahora, otra cosa, yo he sido una persona que estudiaba y todo eso. Estudié, más o menos, por ahí hasta cuarto de primaria; no pude hacer ni siquiera el bachiller, no pude ni siquiera terminar mis estudios. No podíamos salir de aquí después de las cinco, seis de la tarde, no podíamos estar afuera porque nos estábamos arriesgando a que, de pronto, nos pasara algo. Ya era una ley que ellos determinaron de que no podíamos pasar de ese tiempo. He vivido todos esos conflictos, cosas terribles. He estado en el borde de la muerte. Y ni a mi tío, ni a un amigo, ni a mi persona –que fuimos los tres que estuvimos cogiendo café y vivimos el combate–, nos han indemnizado. Si nosotros fuéramos perdido la vida, habríamos quedado como seres olvidados; mejor dicho, mató cualquier cosa y quedó olvidada. Ahora, a los que pintaban de guerrilleros, en verdad teníamos las manos en una mata de café. A esos eran los que pintaban de guerrilleros. ¿Por qué no miraban que la guerrilla estaba atrincherada en las tumbas del cementerio? Las balas estaban en nuestra dirección. Entoes a nosotros nos salvó una oración divina. Nos salvó Dios, mejor dicho, la verdad nos salvó Dios. Porque en ese momento que estábamos tirados en el suelo, de barriga, mi tío pidió una promesa para pagarla en Buga. Le pidió a la Virgen y a Dios que nos diera la vida, porque la verdad nosotros es para que estuviéramos muertos. Yo estaba en el suelo. Pasaban las balas de la M60, culebreadas; pasaban por encima de nosotros, nos tumbaban café encima. Las bombas caían a diez metros, nos levantaban del suelo. Fue una cosa divina. Fue una bendición de Dios. Esa promesa fuimos a Buga y la pagamos.
Como una revelación
Como una revelación Él estaba muy pequeñito y les vio la pistola. Ellos se habían sentado en un patio. Él fue, se les arrimó que a tocar el arma. Ellos lo dejaron que la tocara. «Mamá, ¿me compra una cosita de esas?», me dijo. «No, papito, eso no es pa jugar». Gracias al Señor nunca hubo presión de que reclutaran a mis hijos. Porque mis niñas, que fueron las mayores, estaban de ocho y seis años. Todos estaban pequeñitos, entonces no. Pero cuando eso último que pasó, cuando esa porquería de gente que sí es malísima, los paramilitares, ahí sí mis muchachos estaban jovencitos. Los cuidábamos mucho, que no nos los pusieran a hacer mandados; los manteníamos en la casa. Porque les pedían favores. Que para que fueran y bajaran a llevarles cigarrillos. Cigarrillos y la candela, pues. Como la casa tenía un buen patio, ellos llegaban ahí. Pedían permiso pa bañarsen. Estaban armados y uniformados. Tenían brazalete de las AUC. Ahí se nos aposesionaron en una ramada que había retiradita de la casa. Yo les di permiso para que hicieran de comer. Los dejé por ahí dos días y esos días se convirtieron en eternos. ¿Qué les iba a decir? Para donde salía mi esposo, yo me iba con él y con el niño. Las niñas, en ese tiempo, trabajaban en Cali. Estudiaban y trabajaban allá. Un Miércoles Santo yo me quedé haciendo el almuerzo. Ellos –mis hijos y el papá– se fueron con los caballos a bajar madera. Cogieron pa la montaña y se devolvieron al ratico. «¿Qué pasó? ¿No trajeron la madera?». «No, mija. No la alcanzamos a traer». «No, no, amá», me dijo el niño, «no bajamos la madera porque no dejaron cargar a mi papá. Es que salió esa gente del monte y que no responden, mija. Briegue a empacar alguito en unos costales pa que llevemos, nos tenemos que ir. Vea, esa gente, que no responde porque viene el Ejército y que los paramilitares están acá. Como quien dice, van a emboscar al Ejército y que no responden por nadie». Y eso es tan horrible... un susto. Yo abría el cajoncito de la ropa, miraba las ollas. Y él diciéndome «no se azare». Y no, no sacamos sino de a muda e ropa. Y entonces me dijo: «Si tiene platica –hasta me acuerdo que me dijo así, como yo mantenía mis reservitas, mis ahorritos–, si tiene platica, sáquela, y las joyitas de oro». Pero no. No, yo abría y no encontraba nada. Y así fue, vea, ¡todo eso se lo llevaron después! Yo tenía mi alcancía, ¡tenía hasta dos botellitas de whisky! Dos botellitas que me habían traído a regalar; en diciembre el patrón me había llevado una. Esa misma semana, yo había soñado a un poco de Ejército encima de la casa. Estaba todo, el Ejército. De verde, todos. Y yo pensaba «¡ay no! Y ¿por qué?». Y cuando ellos allá, en mi sueño, se fueron bajando... Cuando me desperté, me dije «ay, ¿será que va a venir esa gente por acá?». Y resulta que eso se fue dando, cuando verdá, apareció esa gente, fue después de ese sueño. Y apareció esa gente. Después me soñé con la Virgen encima de la ramadita. Había un poco de gente ahí. Los veía de blanquito, de azulito, colores suaves. Era la procesión de la Virgen, y yo dije: «Ay, la Virgen tan hermosa». Y dizque me reía en el sueño, me reía porque estaba contenta con la Virgen. Cuando me desperté, me dice mi compañero: «Y ¿usté por qué ríe tan bueno, mija? ¿Qué estaba soñando?». «Mirá que con la Virgen, allá arriba en la ramada». «Qué sueño tan bonito», me dijo él. Y un día se perdió un aretico. A una niña, allá, que dizque al pie de la ramada. Estaba con la mamá. Les ayudé a buscar porque la muchacha tenía miedo de que el marido le pegara por haberle perdido el arete a la niña. Le digo a la muchacha: «Mirá, encontré el aretico». Pero luego de que la alcé, esa cosita que brillaba no era ningún arete. «Eso es suyo» me dice la muchacha después de revisarlo. «Es la Virgen». «Sí, ¿cierto que es la Virgen?» le digo. «Mirala, ve, tan hermosa». Ese sueño que yo había tenido antes con la Virgen, como una revelación. Y me la encontré́.
El crucifijo
El crucifijo Juan Daniel fue más independiente que los otros hermanos. Cuando decidí estudiar, él se quedaba solo. Yo le daba plata, y así él le cogió amor a la plata. No quiso estudiar. Mi hijo fue un muchacho muy despierto. Él aprendió a defenderse solito. Conseguía sus amistades, pero mire que eran siempre mayores. De hecho, Juan Daniel tuvo una niña, y la mamá de ella es mayor que él, no mucho, pero sí es mayor. Gloria, la última pareja que tuvo, también era mayorcísima. Un día Juan Daniel llegó con un señor que le iba a vender una moto. Esa persona trabajaba así. Compraba la moto, se la daba a los muchachos y ellos se la iban pagando a diario. Como Juan Daniel era menor de edad, el señor vino y me preguntó si yo estaba de acuerdo con que él consiguiera esa moto. Yo le dije «pues sí porque él ya no quiere estudiar; lo que quiere es trabajar». Lo apoyamos con eso y fue uno de los primeros muchachos que tuvo moto en esa calle. Juan Daniel hizo un curso de repostería. Después trabajó de taxista y nosotros le ayudamos a que tuviera el pase. Él trabajaba en eso cuando no estaba en algún restaurante trabajando lo de pastelería. Así se pasó su corta vida. Él tenía moto. Juan Daniel le daba tan duro a la moto, que se mantenía de ese negocio. Cuando llegaban los domingos, se me desaparecía, y yo me preguntaba: «¿Juan Daniel dónde está? ¿Juan Daniel cómo se me desaparece? ¿Dónde estará este muchacho? ¿Este muchacho por qué se me desaparece?». Una de mis hijas me decía «no, mamá, él se va es para el Dagua a hacer esas carreras que hacen». Él también se iba para el Instituto Técnico Industrial, a lo mismo. Por ahí tengo una foto donde Juan Daniel puso, después de una carrera, una palabra que dice «vive la vida intensamente, minuto a minuto, tenemos mucho tiempo para estar muertos». Ahora que ya le pasó lo que le pasó, conocidos empezaron a mandar todas esas fotos de las carreras. Él vivía de esa manera porque iba a estar mucho tiempo muerto. Mis esperanzas de que Daniel esté vivo son muy remotas. Yo no me voy a estar engañando, pensando en que él está vivo. Él no está vivo. La verdad, no sabemos realmente que fue lo que pasó, pero él estaba de taxista cuando lo desaparecieron. En su momento, yo lo veía con amistades policías, y en mi ingenuidad pensaba que estaba rodeado de buenas amistades, pero ahora me doy cuenta de que no. En esa misma semana, él había llevado a Sofía, la hija, a pasear. La llevó a dar vuelta en el taxi. Juan Daniel llegó y me dijo: «Mamá, me metí en un problema, llevaba a Sofía pa la 14 y miró una casa de muñecas. Quiere que se la compre. Vale 500.000 pesos». «Ah, pues póngase a ahorrar pa que le compré la casa de muñecas a su hija». Él estaba ya reuniendo la plata. Ese mismo día volvió a llegar, fue el último día que lo vi. Me dijo: «Mamá, voy a llevar a Sofía a dormir conmigo». «No, no te la llevés porque mañana yo voy a madrugar. Voy a viajar a Tuluá». Él quería, como presintiendo, dormir con su hija y no pudo. Ese día él me llamó a las seis y cinco de la mañana. Yo me extrañé. No puedo explicar lo que sentí, no lo puedo explicar. Yo sentí algo con esa llamada. ¿Por qué tan temprano? Me contestó que era pa mandarme la copia de la cita que me había sacado para visitar al papá de él, que estaba preso. Ese día Daniel cogió su taxi y salió a trabajar, como a eso de las nueve y media, yo lo llamé y le pregunté: «¿Dónde está?». «Estoy acá en el Bolívar. Para que me hagás un favor». «Sí, pero me demoro». «Igual estás arriba, cuando bajés me hacés el favor». «Sí», me dijo. No hablé más con él, no hablé más con él. Esos días Juan Daniel había estado haciendo las cositas que uno le pedía. Yo le decía a mi hermana: «Juan Daniel está cogiendo juicio, está comprando cositas pa la casa». Gloria, la señora
de él, también estaba contenta, porque Juan Daniel era muy amiguero, y por andar siempre con
de él, también estaba contenta, porque Juan Daniel era muy amiguero, y por andar siempre con amigos era muy suelto: podía tener 10.000 pesos y si el amigo se los pedía, se los daba. Ese día Gloria, la mujer con la que tuvo una hija, me empezó a llamar como a las tres de la tarde. Ella empezó a sospechar desde el mediodía o antes. Gloria entraba a trabajar al mediodía, es dormilona... por eso ellos habían hablado de que él la llamaba a las ocho de la mañana, para despertarla. Él siempre salía madrugado de la casa por lo que era taxista. Si a las ocho Gloria no se había despertado, lo hacía a las diez; así cocinaba, se arreglaba y se iba. Juan Daniel la llamaba a las ocho, a las diez, a las doce, y así. Pero ese día llegaron las diez y no la llamó. Llegaron las doce y no la llamó. Gloria me dijo «pero Juan Daniel, tan raro, no me llamó a las diez, no me llamó a las doce». Aun así, Gloria cocinó. Ella se iba a sentar a comer cuando un crucifijo se viene allá de la mesa. Uno siempre tiene su televisor y el televisor tiene adorno. El crucifijo estaba en la mesa donde estaba el televisor. Ese crucifijo se vino de allá y se partió la cabecita. Cuando el crucifijo se vino, ella dijo «¡Daniel!». Gloria dice que de una vez se le vino a la mente Juan Daniel, sobre todo porque ella estaba prevenida. Él no la había llamado. Ella empezó a marcarle, empezó a llamar a otras personas. No me acuerdo si me llamó a esa hora, la verdad. Y nada, ella aun así se va a trabajar con esa preocupación. Dieron las tres de la tarde y nada que Daniel la llamaba. Ella me llamó: «¡Isabel!, ¿sabés algo de tu hijo? ¡Mirá!, son las tres y tu hijo no me ha llamado». «No, yo no lo he visto. Hoy no lo he visto. Hablé con él en la mañana». «Voy a ir a la casa, y si la comida está, fue que algo le pasó. Si yo llego a la casa y la comida está ahí, algo le pasó», me dijo. Sobre todo si estaba el jugo, porque él tomaba muchísimo líquido. Daniel siempre iba a almorzar de dos a tres de la tarde. Gloria llegó a la casa. Vio la comida ahí. Fue a abrir la nevera y estaba el jugo. Oscureció y el dueño del taxi me llamó y me dijo que le habían entregado su carro a eso del mediodía, que la Policía lo había llamado para que fuera a recoger su carro. Yo inmediatamente empecé a llorar y le dije a Cristian, mi otro hijo: «Algo le pasó a Daniel, él no iba a dejar el carro tirado». ¿Quién va a dejar su vehículo con la llave pegada? El día que Daniel salió de la casa, sonó una canción de reguetón. No sé cómo es el título, pero la letra comienza como «dicen que soy un delincuente, pero no me importa que comenten porque a nadie le debo nada. Que hablen, que comenten porque a nadie le debo nada». Y dice como «le doy gracias a Dios por dejarme llegar donde estoy, por dejarme llegar a donde estoy». Que los amigos lo traicionaron, que son unos judas, que lo juzgan a él pero no juzgan a los grandes. Que allá arriba hay un Dios que todo lo ve. Me cuenta Gloria que él escuchó esa canción cinco veces antes de salir de la casa, y yo la tuve que escuchar seis veces seguidas para dejar de llorar cada vez que sonaba.
La consejera Tachi Nave
La consejera Tachi Nave Marcelino Ha venido otra gente. En el año de 1988, más o menos, vino el Cristo negro. Empezaron a llegar evangélicos jalsos, que les decimos, y tuvo mucho convenio aquí, un impacto fuerte en las comunidades. A los compañeros los convenció esa persona. Porque era mandado de Dios, porque podía sanar a las personas. Cuando llegó, yo estaba en Nuquí, y allá me di cuenta que venía para acá para todo el Pacífico. Me tocó investigar y me di cuenta que no era Dios, era un estafador. Y me encontré con ese Cristo negro, tuvimos hasta una discusión. Me dice «hermano coja este folleto, esta es la salvación de Dios». Me dio un folleto, lo cogí, lo abrí y le dije «¿por qué dice aquí así? Dios no dice eso. Tú eres un estafador que va haciendo maldad a la gente que no le cree. Usted es un satanismo. Usted carga un secreto que se llama secreto negro, un demonio negro carga usted. Un libro. A mí no me va a mentir, es pura mentira». Me dijo «usted se va a volver pal infierno, se va a volver una ballena». «Si eres Dios, vuélveme una ballena ya. Aquí estoy bordeado de la playa y si me vuelve una ballena le creo». Y yo preocupado como estaba, me tocó venir volao por la lancha. Le dije a la gente que venía un Cristo negro, que se estaba acercando donde nosotros «ya viene pero no sabe qué día va a llegar». Murió mucha gente en ese tiempo, llegó esa enfermedad: cólera. Algunos tenían tos. Eso era de llevar rápido al centro de salud. Si no, paila. El Cristo negro decía que no los llevaran, que él los curaba. Empezaba a orar. Murieron varios niños. Nos afectó esa época. Gracias a Dios, en mi comunidad, como antes yo les estaba advirtiendo, la gente no le creyó. Mirá que ellos se salvaron, el resto parriba. Con ese hombre murieron muchos. Daniel Eso fue en el año más o menos, digamos, 1992. Fuera de eso, llega otra religión a una zona del Chocó y hubo un poco de muerte porque ya no era religión casi, eran secretos espirituales que realmente hablaban en contra de la palabra de Dios. A través de ese secreto la gente iba como enloqueciendo. El pastor era un wounaan, es un wounaan. Todavía existe. Empezaba a hablar de ese tema y el secreto lo acogían las mujeres, sobre todo. Las enamoraba, las llevaba al cuarto donde tenía su oficina espiritual. Las empezaba a manosear, las violaba. Con muchas mujeres lo hizo así y lo está haciendo aún. Con la palabra que él tenía pensaba que esas pacientes se recuperaban de las enfermedades. Y algunas mujeres de esa zona le están creyendo todavía. Dizque para tener una espiritualidad tenían que ayunar, que comer tres, dos huevitos al día. Con ese problema que esta persona dejó avanzó mucho la desnutrición infantil. Ha permanecido la religión propia, pero han entrado otras religiones. Por eso es importante abordar el sincretismo religioso. Nosotros creemos en el dios Ewandama, y algunos le siguen creyendo pero a través de la Biblia. Ayer vino una lancha que decía «Jehová», y los que andaban en esa lancha son evangélicos. Son wounaan, imagínese. O sea, que acogen otra religión. En algunas comunidades, por ejemplo, como en Jooin Jeb, Valledupar, y en Puerto Pizario, nosotros tenemos a Dios. Pero de ese Dios habla Tachi Nave, que tiene poder espiritual. Tachi Nave es una mujer indígena pero de otra etnia, de los eperara siapidara. Su alma llega a la gloria de Dios, y esa alma llega después al territorio. Lo que Dios ha permitido en el alma de Tachi Nave es traer unos mensajes. Dios habla a través de ese mensaje, lo que va a pasar en el mundo.
Ella viene temporalmente, cuando la invitan a comunicar de lo que va a pasar en el mundo,
Ella viene temporalmente, cuando la invitan a comunicar de lo que va a pasar en el mundo, pero no maneja ni Biblia ni nada de eso. Ella se expresa oralmente. Y la diferencia con los evangélicos es que ellos manejan la Biblia. Ella es hija de Tachi Ankore, y el papá le dejó ese poder para que hiciera lo mismo. Nosotros creemos en ella, que se comunica con Dios. El hermano tiene la misma profesión que la Tachi Nave. Son varios que tienen ese poder y hablan como habla la Tachi Nave. Ellos tienen poderes espirituales. Carmelo La mayora, la gobernadora, se ayuda de Tachi Nave. Por eso es importante reflexionar cuando está la situación dura como estamos viendo hoy. Cuando viene otro religioso, lo primero es que hablamos con Tachi Nave para que venga porque Diosito está comunicado con ella, nosotros ya sabemos qué personas andan por la región. Entonces ella viene y dice: «Mire, no se deje creer de esa gente que son estafadores, son un demonio, que no deje llevar cuento porque les puede hacer maldad a ustedes». Siempre nos comunicamos con ella y cuando están las cosas duras por aquí, también lo que decíamos, lo que son grupos armados. También ella viene a hablar con la gente, con las comunidades se reúne y empieza a hablar con Dios, a rogar el Ewandam, entonces le manda el mensaje, de acuerdo a eso, así actúa la gente que está en las comunidades. En la comunidad que está diciendo Daniel, en Jerusalén, nos dimos cuenta que Tachi Nave dijo que eso no era bueno, que era como hacer una maldición para que se lo llevara el demonio. Si creemos en toda esa gente, Dios se queda sin hijos con quien hablar. Entonces por eso siempre ella viene y le recomienda a uno, por eso nosotros tenemos a Tachi Nave. Es como una consejera pa nosotros, pa que no se cometa un error grande y pueda pasar algo.
Emisarios de la naturaleza
Emisarios de la naturaleza Aves de vida que se transforman en aves de muerte cuando cantan de una forma extraña o que, de pronto, dejan de cantar. Lunas de sangre, abejas alborotadas, perros que ladran a deshoras. Señales que también pueden ser leídas como advertencias, como síntomas de un ecosistema enrarecido. Los primeros en notarlas pueden ser los árboles, los animales, los elementos naturales. Aquellas formas sensibles que, así mismo, han presenciado, sufrido y participado en la guerra.
Los árboles tienen un espíritu
Los árboles tienen un espíritu Desde la cosmovisión indígena, la alianza se ha dado con los espíritus de la selva, con algo que se llama «la ley ancestral». Esa es la alianza primera que hacen los indígenas. Ellos adquieren un compromiso con los seres de la naturaleza. Ellos saben que en esa laguna hay un espíritu y tiene nombre. Es Umavali o Chavalivali. Saben que ese es el que controla muchas cosas, tanto los peces como algunos comportamientos. Saben que ese es el que me puede enloquecer a mí o a las mujeres. Ese señor yo lo tengo que respetar verracamente. Pero ¿qué es el respeto o el irrespeto? No es decir «no, respétalo y ya». No. Respeto es, por ejemplo, que cada quien debe cumplir un rol. El niño, el joven, el adulto. No cumplir el rol es hacerle daño, hacer despertar a ese espíritu. ¡Uy, no, eso es tremendo si tú no cumples! Por ejemplo, a las mujeres menstruantes se les tiene prohibido bañarse en esas aguas. Ellas no pueden dejar la sangre de la menstruación en el río, en las lagunas o en los caños, no. Eso está prohibido. Y resulta que los ancianos saben eso. Cuando se infringe una norma, el espíritu despierta y da ciertas señales que la comunidad cree a pie juntillas. Y la comunidad se preocupa, porque donde ese señor dé la vuelta, él voltea la cabeza, corre y se va. ¿Y qué pasa si él se va? Pues se van los peces con él, no hay comida. Se seca esa laguna, esa es la creencia. Entonces esa es la alianza con los espíritus. El indígena sabe quién manda ahí, el llamado del indígena es a no pecar contra los espíritus. Por eso, el que sepa el diálogo con los espíritus es rico. Los indígenas que saben que así pueden pescar en donde quieran llegan con los mejores pescados para sus mujeres. Dentro de la costumbre indígena eso es lo que estimula el afecto. Son ciertos detalles que el blanco no conoce, pero el indígena sí. Por decir, cuando el indígena sabe todo de la conversación con los espíritus, coge los mejores peces o carnes. La gran cosa y el detalle es traer eso y entregárselo a la mujer que ama, a su esposa, a ella. Cuando son novios todavía, que apenas la está mirando, también le hace esos regalos. Con la oración que ellos saben el río se abre, y el espíritu abre su boca pa dejar salir los peces, y le entrega los mejores peces. Entonces el indígena hace la alianza con esos espíritus. Por ejemplo, todo lo que tiene que ver con árboles. Los árboles tienen un espíritu, entonces el indígena hace esa alianza con ellos y con las palmeras. Entonces, ¡uy no!, no se puede mochar una palma de seje, o de manaca, o de nada. Para hacer sus casas, primero deben pedir un permiso de esos espíritus, que son los gobernantes. Es decir, si tú llegas a mochar palmas sin permiso del espíritu, el castigo no cae sobre ti, sino sobre tus hijos, tus hijos más pequeños. Ellos se enferman o se mueren, ¿si miras? La gente cree que son espíritus los que hacen eso, los espíritus de la naturaleza. Por eso hay un juego entre los sabios que saben eso. Es que esa violencia la ejercen los espíritus, también existe esa guerra. Esa es la guerra que está aceptada, normalizada. Como los blancos cuando dicen «no, a ese lo mató fue Dios que ya se lo quiso llevar». Eso es el arraigo, o sea, en esas comunidades se dan ciertos hechos que ya se vuelven como sagrados. Abandonar una comunidad no es tan fácil porque tienen un gobierno al que sí le tienen respeto de verdad. Ellos simplemente no se pueden ir, desplazar. Ellos, al cumplir la ley de origen, se están protegiendo de cualquier cosa.
En el campo le daban interpretaciones a eso
En el campo le daban interpretaciones a eso Cuando pudimos regresar a la finca, encontramos que todo estaba destruido. Donde estaba la casa –una casa grande, de amplios corredores en los que habíamos corrido y jugado en nuestra niñez–, no había nada. Solo estaba la tierra, las cementeras en el monte. Mi papá se casó en un segundo matrimonio porque enviudó muy joven. Se casó con mi mamá en Chaparral, y la llevó a La Cascada. Eso era un páramo y ella era una muchacha de ciudad, y no se le amañó. Entonces él, para complacerla, cambió para El Salado, a una finca de tal vez la décima parte de La Cascada, pero de un clima más benigno. Allá estábamos, vivíamos felices. Fueron 40 años desde la guerra de los Mil Días, 40 años de paz, paz completa. Ocurrió el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Esa revuelta del 9 de abril aparentemente se apaciguó, pero no los rumores. Inventaron muchas leyendas desde Bogotá porque allá había habido muchas barbaridades. Decían que uno de esos hombres, que había sido muy criminal en Bogotá, se había puesto a manejar un bus escalera en un municipio. Dicen que iba manejando cuando se le atravesó una cantidad de ganado. Él pitaba y nada. El tipo desesperado. Entonces se le apareció un hombre que le dijo: «No se afane, que va a llover y van a seguir saliendo obstáculos hasta que se lave la sangre de todos los inocentes del 9 de abril». Recuerdo un día que amaneció despejado y que el sol estaba envuelto en un círculo rojo. En el campo, pues, le daban interpretaciones a eso. Oí a mi papá, que aunque no era de agüeros, dijo «mire cómo está el sol rodeado de rojo, del color de la sangre; va haber mucha sangre». Otro día, en la esquina del potrero donde estaba la casa, por ahí a unos 300 metros de la casa, había un pequeño bosque de bencenucos, un árbol que da unas flores rojas. Un pájaro tres pies se puso a cantar: no recuerdo exactamente a qué hora. Ese es un pajarito generalmente de tierra caliente. No era de por ahí. La gente le tiene el agüero de que anuncia desgracias. Mi mamá comenzó a preocuparse, sufría mucho. Por lo que mi papá le dijo «mija, pero es un pájaro. No le pare bolas a eso». Hasta que con mi hermano, que es un poco mayorcito que yo, dijimos un día «vamos a matar ese pájaro». Yo tenía unos ocho, nueve años. Salimos con la escopeta varias veces. Hasta que como al cuarto día nos mañaniamos a las cinco, y a las siete cantó. Allá vimos un pajarito ceniciento, pico y patas amarillas. Ahí cayó. Fuimos y le dijimos a mamá: «Mire, mire, no es un espíritu, es un pájaro». «¡Ay, eche ese animal al río!». Todas las desgracias que mi mamá temía, sucedieron de ahí en adelante. Comenzó un tiempo de mucha zozobra. Le cuento que mi papá era conservador. Él dijo «nos vamos porque esto aquí está horrible». Nos fuimos para la parte fría, para la hacienda La Cascada, que era de mi tío Lisandro, que a su vez ya se había ido a Roncesvalles. Llevamos el ganado, llevamos todo, pero bajábamos cada quince o veinte días a la finca que era en clima medio para agarrar comida: plátano, yuca. En una de esas, cuando estábamos cargando las bestias, se aparecieron dos hombres de la guerrilla, uniformados. Saludaron a mi papá respetuosamente, le dijeron «don Alejandro, mi camarada Olimpo lo invita a que vaya allá a la enramada Los Criollos, que quiere conversar con usted». «¿Será que no vuelvo a ver a mi papá?», pensé. Al pasar un buen rato, volvió. Eso se agudizó cuando la guerrilla se enfrentó directamente con el Ejército. Entonces papá dijo «nos vamos; se puso feo». Así que nos fuimos para el Valle –fue una odisea– desde San José, Tolima. Al Valle es transmutando la cordillera central. Hicimos tres viajes: el primero, llevando el ganado. Con otros finqueros hicimos una sola recua para llevar el ganado. Fueron cuatro días de camino, trasmutando cordillera. Papá tenía conocidos en el Valle, y ya cuando íbamos comenzando a bajar hacia el río Bugalagrande, venían compradores de ganado y conocidos de mi papá. Y mi papá negoció, vendió el ganado. Nosotros seguimos hasta Barragán, que era un corregimiento perteneciente a Tuluá. Allá estuvimos dos días. Pasando el páramo nos cayó una granizada, ¿usted alguna vez ha pasado un páramo? Seguro que no a pie, ja, ja, ja; pasarlo a pie es otra cosa. Una granizada pues que uno se defendía con la ruana. El sombrero defiende, para el campesino defiende –ahí se estrella el granizo–. Pero un frío en la cordillera a esas alturas, a 3000 metros de altura... Cuando pasamos y bajamos la primera finca que encontramos, Las Delicias, íbamos a quitarnos la camisa pa secarla al fogón y tuvieron que ayudarnos de lo entumecidos que íbamos. En Barragán fue toda esa odisea. Me enfermé, me dio fríos y fiebres. Estuvimos tres días en Barragán. Me acordé y le dije a papá «cuando nos ha dado fiebre, mamá nos da cremor tártaro». Y papá fue y compró media libra, y me la dio en una taza con agua. Lo cierto fue que me quitó el malestar y arrancamos otra vez para el cañón de Las Hermosas. Había que traer de todo porque en el cañón de Las Hermosas no se conseguía nada. Traíamos panela, arroz, chocolate, todo eso cargado. Para subir a la cordillera, había una cuesta de siete horas. Lo cierto es que salimos a las cinco de la mañana de Barragán, Valle, y llegamos a las ocho de la noche a San José, Tolima. Yo ahora digo: «¡Cómo diablos resistí eso!».
Pa poderme ir a dormir tranquilo
Pa poderme ir a dormir tranquilo Estábamos en la casa el día antes. O sea, el 9 de noviembre cumple años mi hermano menor y mi papá nunca fue amigo ni de gaseosas ni de comidas. A nosotros nunca nos faltó nada, pero él de cariñosito, así con uno, no es que fuera. Le mandó a matar una gallina para el cumpleaños. Le mandó a hacer el almuerzo. Nos mandó venir a la mesa: éramos diez contando una nieta que él estaba criando. Mi papá escuchó un bicho que llaman «el Pollo»; un espíritu que hace como un pollo. Se fue a la puerta y le dijo «oiga, haga una vez más pa poderme ir a dormir tranquilo». Él dijo que nunca le había cantado. Dicen que si usted lo escucha equis cantidad de veces, es una señal de muerte; pero que si le canta aunque sea una vez más de esas veces, no es muerte. Mi papá siempre lo tuvo como amigo. Decía que el Pollo lo acompañaba cuando no había carretera y estaba haciendo el curso de enfermería. Que una vez venía sin ver nada y el Pollo le chillaba a un lado, le chillaba al otro. Hasta que le chilló de frente. Mi papá prendió la linterna y había una culebra en frente. Chilla como un pollo, pero es un sonido como más agudo que produce miedo. Mi papá le tenía agüero a eso. Entonces, como no lo escuchó más cuando estábamos celebrando el cumpleaños de mi hermano menor, nos mandó a dormir como a las ocho de la noche. Se levantó como a las dos y media de la mañana y luego se fueron a pescar –él vendía pescado–, y yo me quedé. Se fue con mi hermana Débora, mi hermano Gonzalo y otros muchachos que le ayudaban a él. Se fueron a pescar porque había que enviar el pescado en una buseta que pasaba como a las siete u ocho de la mañana. Se enviaba a Landázuri. Mi hermana Débora recogió el pescado y se fueron para Landázuri. Yo me quedé en la casa con mi mamá y ellos se fueron como antecitos del medio día. Llegaron como a las dos de la tarde y yo estaba haciendo la comida. Mi papá llegó, se bañó, se afeitó y me dijo que le diera tinto. Yo cogí, le preparé el tinto, se lo llevé y él se sentó en una piedra que hay al lado de la casa a tomárselo. Estaban los dos con mi mamá y frente a él estaba mi hermano que acababa de llegar del pueblo. «Papá, el pueblo está lleno de paracos», le dijo. «¿Y qué se puede hacer?», le contestó, y si mucho subió un hombro. Veinte días antes, mi papá fue citado por los paramilitares. Le dijeron que no podía negarse si ellos necesitaban un servicio. Él les respondió que igual no podía hacer eso porque era enfermero. Bueno, eso pasó así, y ya ese día llegaron dos paramilitares uniformados con su fusil, y lo llamaron. Me preguntaron a mí, que estaba en la puerta de la casa, que si esa era la casa de Hernán Quiroga. Yo les dije que sí y me preguntaron que si él estaba. Entonces, mi papá se puso de pie: estaba en pantaloneta y en camiseta. Uno de los paramilitares le dijo «lo que pasa es que nos dijeron que usted era enfermero y nosotros tuvimos un enfrentamiento con la guerrilla y tenemos unos heridos. Que si usted nos puede hacer el favor de ir a atenderlos». Mi papá entró a la pieza, se puso el pantalón, una camisa; cogió una bata y se la colocó en el hombro. La droguería quedaba como a unos seis o diez metros de la casa y él se fue hasta allá. Sacó un botiquín que tenía, echó lo de primeros auxilios, se puso el estetoscopio en el cuello, cogió los medicamentos y se fue. Nos volteó a ver. Volteó hacia atrás, hacia donde estaba mi mamá, un sobrinito y yo.
Como a las cinco de la tarde, cinco y treinta de la tarde venía bajando mi hermana que
Como a las cinco de la tarde, cinco y treinta de la tarde venía bajando mi hermana que había ido a llevar el pescado. Ella se bajó y cuenta que en esa misma buseta fue que se llevaron a mi papá. Nosotros, mi mamá y yo, estábamos como con ese miedo porque no habíamos escuchado balacera alguna del enfrentamiento con la guerrilla. Y eso, así fuera lejos, se escuchaba. Yo dije «tuvo que ser pal lado de Plan de Armadas; para acá pal lado de Miralindo o San Ignacio». Entonces yo con el miedo dije «no, eso no es para un herido». Mis cinco hermanos se fueron como a las seis y cuarto de la tarde, que ya empezó a oscurecerse. Escuchamos como diez disparos y unos gritos. Veo entrar a mi hermana con el botiquín que lleva mi papá; con la bata en la mano, con el estetoscopio. «¿Y mi papá?». «¡Se lo llevaron, se lo llevaron!». «¿Cómo así que se lo llevaron? ¿Lo secuestraron?». «No, lo mataron». «¿Cómo así que lo mataron?». «Dijeron que si no nos íbamos, venían y acababan hasta con las gallinas de la casa».
Tomar la delantera
Tomar la delantera Ya hacía tres años que había construido mi rancho allá. Cultivábamos la tierra, teníamos bastantes gallinas y ganado. Vivía con mi esposo y mi hija de dos años. El día menos esperado nos dimos cuenta de que había unos enfrentamientos, y lo más duro es que era entre ellos mismos. Se suponía que estaban juntos, FARC y ELN. En cada loma se hizo un grupo. Nosotros en el centro. Eso pasaban los días. Los caminos estaban minados, nadie podía salir. La comida escaseaba porque ya no podíamos salir ni a cortar un plátano o una yuca. A la niña se me le acabaron los pañales y uno como mujer no tenía toallas higiénicas. El Estado se enteró y mandó al Ejército y eso complicó más las cosas. El Ejército empezó a bombardear desde el aire. Eso era muy duro, muy difícil. Una cosa es contar y otra cosa es vivirla. Nosotros teníamos ganado por allá arriba en la loma. Cuando nosotros nos dimos cuenta era que habían pasado, que se habían ido. Se saltaron los alambrados y nunca más las volvimos a ver. No supimos hasta dónde llegaron. Mi miedo era que le fueran a dar a la casa, que nos fueran a dar a nosotros. Saqué la sábana de la cama y la coloqué en un palo, como queriéndoles demostrar que nosotros no éramos culpables de nada. Una noche pasaron ellos. Yo les dije que por favor me regalaran un minutico para hablar con él. Le dije al comandante de no sé de cuál guerrilla que por favor, que nosotros no teníamos nada que ver con la guerra, que por favor desminaran el camino para poder salir. Nos dieron un día para salir. Nos dijeron «desde mañana a las tres de la mañana, pueden salir. Vamos a desminar un día y si no les alcanza, pues qué pena». Yo escogí lo más necesario. Madrugué a hacer un poquito de desayuno para la niña, para darle en el camino. Nos vinimos, y con la linterna podíamos observar los huecos en donde había minas. «¿Qué tal que no las haigan sacado todas?». Y bueno, nos tocaba subir unas lomas. Y en la orilla del camino habían banderitas, habían señalizaciones. Decía «campo minado, no pisar»: por ahí no íbamos a pisar. Ahí iba con mi niña, mi marido y mi hermano. Y algunos trabajadores, pero ellos iban más atrás. La idea era que nadie quería salir de primeros, porque decían que los primeros eran los que iban a morir. Porque no creo que haigan sacado todas esas minas, ¿no? Con la bendición de Dios, nosotros decidimos tomar la delantera. Había unos caballos en el camino. Le dije a mi marido «echémoslos adelante para que ellos activen». En el camino se me pegó un perrito. Un perro de esos labradores. Se me pegó, iba contento con nosotros. Iba ahí adelante, adelante. Me senté, me puse a descansar y él se fue a dar una vuelta por allá. Y vino, se sentó ahí al lado mío, y chillaba y chillaba. Me lambía, como que me invitaba a que lo siguiera. Pero nunca le entendí. Yo siempre tenía en mente que no me podía sentar en una mina. A uno le tocaba descansar parado, no se podía recostar. Y ese perrito, cuando me miró que yo me levanté... o sea, yo me levanté, cargué a mi niña. Ese perrito echó a la carrera y cuando sentimos fue que explotó por allá. El perrito me estaba avisando que había una mina y yo no le entendí. Eso me hacía doler el alma. Me dolía el alma, el corazón. Digo, y ¿si yo le hubiera entendido al perrito? Y así le hubiera entendido, ¿qué podía hacer? Como que él me estaba avisando que fuera a ver lo que había allá. Él se fatigaba, me chillaba, me raspaba con la mano. Por llegar más rápido, yo siempre me iba por un camino de atajo que dicen; y ahí estaba la bomba. Cuando nosotros llegamos ahí no había ni el perro, solo polvo. Y ya, no nos siguió más el perrito.
Un dolor y el pájaro de la muerte
Un dolor y el pájaro de la muerte Mire, cuando pasó eso, ese día nosotros habíamos hecho harto almuerzo. Mis hijos se fueron pa la finca Bramadero, dizque a coger marañones y mangos, mangotines. En ese momento venía una llovizna. Mis hijos trajeron unos marañones que parecían una manzana. «Ole», dijo mi esposo, «voy a ir a sembrar estos marañones allá, por acacito de la cerca, pa tener pepas». Él estaba haciendo los hoyitos pa sembrar las pepitas, y fue que salí y le dije: «Ole, allá viene el viejo Maceto. ¿Por qué no se esconde allá donde guinda la gente? Escóndase en esa cosa que parece un bañito». Como él era barrigón, dijo «no porque la barriga no me cabe. Yo no me escondo porque no debo nada». Todo el día me la pasé con un dolor en el lado izquierdo. Un dolor y un dolor y un dolor. Y había un pájaro como café, que tiene una cola larga. Ese se había parado arriba de la casa. El pájaro de la muerte, le dicen por acá en el llano. Le dije a mi marido «vaya, escóndase allá y yo lo niego». Otra vez me contestó que él no debía nada. Y de verdad, era un costeño que vino aquí a estos llanos orientales. No debía, no le quitaba a nadie, nada. «¿Quién es don Rodrigo?». «Soy yo», dijo mi esposo. El señor Lucho, el comandante, nos encañonó. Dijo «necesitamos que nos acompañe». «Mija, vamos». «Espérenme que yo voy a ir a ponerme un pantalón o un short». Desde esa época, yo no uso vestido ni falda. Mantengo así, en mis pantalones. Yo no uso falda por eso, porque ese día no me podía montar a la camioneta por tener falda. En vez short, tenía falda y seis meses de embarazo. ¿Sabe por qué yo tenía nervios? Porque la noche antes yo me había soñado con un tipo negro, con esa pañoleta que usaba el comandante que había llegado. Y me decía ese señor «quieta ahí, quieta ahí», y me encañonaba. Porque los sueños revelan. A veces uno no cree, pero los sueños sí hacen realidad lo que uno se sueña por la noche. «Vea, suelte, suelte, no la necesitamos a usted». «Patrón, yo quiero saber por qué se llevan a mi esposo. ¿Por qué se llevan a mi esposo?». «Lo vamos a investigar». «Llévenme a mí». Lo embutieron en una Hilux vinotinto, y eso, mamita, se lo llevaron descalzo, se lo llevaron remangado, se lo llevaron con una esqueleto, y vea, la cachuchita le hacía así. Y yo con un mar de lágrimas. Empezaron a llegar los amigos de nosotros, que bajaban pal Vichada. Llegó don Pedro, y cuando él me miró llorar me dijo: «¿Por qué llora, Negra?». «Se me acabaron de llevar a mi esposo». «¿Quiénes?». «Los paracos, los Macetos esos». Cuatro días lo tuvieron secuestrado.
Usted está amarradito a mi vida
Usted está amarradito a mi vida En unas vacaciones que tuvimos, en Medellín hicimos una parada y nos quedamos en la estación, un departamento de policía, donde estaba de comandante un compañero de mi esposo. Y veo una pancarta grandísima, grandísima que decía: «Convocatoria Cuarto Curso Internacional de Comandos Jungla», y yo le vi los ojos como le brillaron. Esa debería ser una de las reglas: que los que están en los comandos Jungla, o en la contraguerrilla, o en esos grupos así, sean solteros, sin hijos. Porque los que sufrimos después somos la familia. Los que están en grupos así, sí o sí tienen un riesgo muy alto. Tienen los pies más en la tumba que en otra parte. Yo que no y que no, y pues él empecinado que sí, que sí. Y lo hizo. Unos meses después de haberse graduado del Comando Jungla, llega mi esposo y le pide el celular a un auxiliar que tenía una panela. Hizo una recarga y se subió a coger señal. Aprovechó que estaba en su último recorrido y me llamó, muerto de la risa, en medio de todo, para darme seguridad de que estaba bien. «Hola, Negra, ¿cómo está?». «¡Ay, apareciste!». Él se reía, me decía: «¡Te amo, te amo! Yo sé que donde me le pierda, usted arma el revolcón donde sea y con quien sea, sin temor a nada». «No, papito, es que usted no puede perderse así no más. Yo me casé, usted está agarradito a mi vida». «Todavía seguimos acá», me dijo, «que solo hasta el 22 nos mandan un helicóptero o un avión. Ya se nos agotaron las comidas, la ración de campaña. El Escuadrón Móvil de Carabineros es el que nos está pasando las raciones de ellos. Nos comparten un poquito. Eso, y lo que cazamos». Después de hacer una avanzada, se encuentran con la novedad de que un erradicador se había perdido. Que se había ido a hacer sus necesidades y nunca volvió. Blanco es, gallina lo pone. Él me contó: «Sí, mamita, nosotros buscamos en el lugar. No encontramos nada. Ni rasgo de popó, ni chichí, ni nada. Hay dos opciones: o se lo secuestraron o era un infiltrado de la guerrilla y se fue a cantar todo lo que ha visto». «Ay, Gustavo, ¿cómo así? Eso mínimo, póngale la firma, eso es un guerrillero infiltrado. Toca tener cuidado. Eso es una liebre en el monte». «Mira, mamita, tranquila. Yo ahorita voy a hablar con mi personal, vamos a activar la seguridad más rigurosa. Tranquila que eso no va a pasar nada». Algo me atravesó el corazón. Una agonía, como un susto, como un frío, como una cosa en el estómago que hasta se me soltó. «Ten cuidado, piensa todo lo que te enseñaron, no te fíes. Si es necesario, súbanse a los árboles. Todos estén en los árboles y ya». «Tranquila, mamita, que hoy no pasa nada. Estamos bien». Y después de eso empezó esa última media hora que hablé con él. No recordaba eso. O sea, yo no tuve la oportunidad de tocarlo en el féretro porque el cuerpo llegó mutilado por la onda explosiva del tatuco que mandaron. Al otro día, desde las cuatro y media de la mañana que me levanté, se escuchaba mucho movimiento en la pista de vuelo de la base antinarcóticos de Santa Marta. Que salían, que corrían, que los comandos. Yo me asomaba: mi habitación quedaba justo en la ventana que daba a la pista. Cosa rara que la noche anterior, mientras hablaba con Casey, la esposa de otro oficial con la que me juntaba mucho por esa época, se entró un enjambre de abejas. Eso fue así: nosotras escuchamos un ruido, un enjambre, horrible. Y se vino. Yo sé que esto es paranormal, o sea, espiritual, pero se vino y se posó. Hubo un momento en que hicieron un remolino alrededor mío, pero no me picaban. Ese enjambre duró ahí en el pasillo como veinte minutos. Ruuuuun, ruuunnnn. Un enjambre grandísimo. Cosa rara que tiempo después, en un sueño, fue como la visión de la naturaleza, de que una cuadrilla guerrillera iba a atacar: estaba atacando, estaba preparándose para atacar a mi esposo. Salimos del cuarto y solo vimos una abeja muerta en la entrada de mi puerta. Solo una. La cogí de una alita y la tiré afuera. Nos pareció raro. A mí como que me dio una cosa aquí en el corazón. Sí, como entre el pecho. Hice una oración tratando de proteger a mi esposo. A las cinco de la mañana del día siguiente yo ya me estaba arreglando, poniéndome pestañina y todo para estar lista a las seis. Yo salía con el carro a desayunar al casino de oficiales, y de ahí llevaba a la niña que entraba a las siete de la mañana. Llegó el mayor Cárdenas. Le abrí la puerta. «Señora Andrea, ¿usted va a llevar a la niña a estudiar?». «Sí, señor». Se quedó pensando unos segundos, le bailaban los ojitos. «No, no la lleve hoy», me dijo.
Ironía de la muerte
Ironía de la muerte Hay actitudes, formas de hacer o decir las cosas. Abrazos, besos, palabras extrañas; los silencios, las risas; los encuentros comunes y corrientes que tomaron otro sentido luego de que inmediatamente después sucediera algo desastroso. Son estos los que, además, hacen dudar a familiares y amigos acerca de la consciencia que tenían sus parientes sobre el desastre que los esperaba: «¿Será que ellos presentían lo que les iba a ocurrir?», se preguntaban.
La womaipa
La womaipa En la cultura wayuu la muerte es un evento muy importante. La tierra nos provee de un origen. Entonces, para el wayuu, el lugar al cual está fijado en el universo es la tierra donde nació o la tierra en donde están sus ancestros. La tierra que es su womaipa –patria wayuu es lo que quiere decir la womaipa–, que son los territorios familiares en donde están los corrales de los tíos maternos; en donde están los restos, las viviendas, las fuentes de agua, las zonas de pasto en que los animales han crecido. Ese sentir y esa relación de los wayuu con la tierra viene de unos seres más sabios que los humanos: viene de las plantas. Las plantas nacen en un lugar y permanecen en ese lugar; los animales y los humanos salen a recorrer el mundo. Esta actitud de las plantas las hace ver, para los wayuu, más sabias que todos los seres vivientes. Ellas se quedaron en donde les fijaron un orden, un orden superior, un orden que es para todos los seres, un orden que no es humano. Eso se hizo en un tiempo que se llamó wayuusmaiba, hace mucho tiempo, como orden referencial de la vida que gobierna los seres y las relaciones de los seres. Cuando ellos no regresaban, morir fuera, hacer un velorio lejos del cementerio familiar, sin las cabras necesarias para hacerlo, sin el ritual, sin los vecinos, las asistencias de las familias aliadas y de los parientes lejanos, era muy doloroso. Era más doloroso que la propia muerte. Esto era infame. El desarraigo para los wayuu es terrible porque tienen una concepción de la tierra diferente. Todos los seres paren: lo hacen las vacas, las cabras, las mujeres humanas; la tierra no. La tierra que nos dieron es del mismo tamaño que hay desde la creación, desde el principio del mundo, y no se reproduce. Matar a las mujeres era como matar la tierra porque la mujer es la metáfora de la tierra que es fija. Juyá, la lluvia, es masculino, es única y móvil. Pero la tierra es lo fijo, es el lugar, el territorio donde se nace, donde está el cementerio. En el mundo occidental, la tierra es un bien que se compra. En el mundo wayuu no. Alguien que tiene plata puede comprar 1.000 hectáreas, 100 hectáreas. En los wayuu, cada familia tiene un territorio asignado en el resguardo. En ese territorio ancestral, cada grupo sabe de dónde vino al mundo y cuál es el territorio que le ha sido encomendado. Para recuperar su territorio, una familia tiene que desalojar a otra familia wayuu del territorio que le fue asignado, porque toda la tierra está repartida. Porque, además, es la tierra guajira, no es la tierra como planeta. A ellos no les interesa que les den una tierra en Ucrania, ni por allá. Por eso es que los territorios se leen como un libro. Las personas que conocen los territorios saben qué significa cada cerro, cada río, cada laguna, cada roca. Esos están conectados unos con otros. El paisaje son las huellas congeladas de los ancestros. Cuando tú lees: ¿quién es ese cerro? Era fulano de tal que se movió aquí e hizo esto. Y tiene una función: los pueblos tienen un ordenamiento territorial primigenio que tiene un sentido, un orden. Si tú borras eso, es la pérdida total de la gente en su propio territorio.
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