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Pregunta
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Respuesta
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- La prisión, en su función y bajo su forma con­ temporánea, puede parecer una invención repentina y aislada, sobrevenida a finales del siglo XIX. Usted mues­ tra, por el contrario, que su nacimiento debe situarse en un cambio más profundo. ¿Cuál?
Al leer a los grandes historiadores de la época clásica, se constata que la monarquía administrativa, tan centralizada y burocratizada como se la imagina, era, sin embargo, un poder irregular y discontinuo, y dejaba a los individuos y a los grupos una cierta li­ bertad para sortear la ley, acomodarse a las costum­ bres, escaparse de las obligaciones, etcétera. El Ant i­ guo Régimen arrastraba consigo centenares o incluso millares de disposiciones jamás aplicadas, derechos que nadie ejercía y normas eludidas por multitud de perso­ nas. Por ejemplo, el fraude fiscal, la más tradicional, y también el contrabando, la más manifiesta, formaban parte de la vida económica del reino. En resumen, en­ tre la legalidad y la ilegalidad se producía una transac­ ción constante, que en aquella época era una de las condiciones del funcionamiento del poder. En la segunda mitad del siglo XVIII, este sistema de tolerancia sufrió un cambio. Las nuevas exigencias económicas y el miedo político a los movimientos po­ pulares, que llegó a obsesionar en Francia tras la Re­ volución, requirieron otra división de la sociedad. Se tuvo que afinar y estrechar el ejercicio del poder y fue necesario crear una red lo más continua posible des­ de la decisión centralizada hasta el individuo. Apare­ ció entonces la policía, la jerarquía administrativa, la pirámide burocrática del Estado napoleónico. Ya mucho antes de 1789, juristas y «reformadores» habían soñado una sociedad uniformemente punitiva, en la que los castigos serían inevitables, necesarios e iguales, sin excepción ni escapatoria posibles. De gol­ pe, esos grandes rituales del castigo que eran las tortu­ ras, destinadas a provocar efectos de terror y de ejem­ plo, pero de las que se salvaban muchos culpables, desaparecían ante la exigencia de una universalidad punitiva concretada en el sistema penitenciario.
Pero, ¿por qué la prisión y no otro sistema? ¿Cuál es la función social del encierro, del enclaustra- miento de los «culpables»?
¿De dónde viene la prisión? Yo respondería: «Un poco de todas partes». Sin duda ha habido «in­ vención», pero invención de toda una técnica de vigi­ lancia y de control, de identificación de los individuos y de clasificación de sus gestos, de su actividad y de su eficacia. Y esto, desde los siglos XVI y XVII, en el ejér­ cito, los colegios, las escuelas, los hospitales y los ta­ lleres. Una tecnología „de poder fino y cotidiano, del poder sobre los cuerpos. La prisión es la última figu­ ra de esta edad de las disciplinas. En cuanto a la función social del internamiento, hay que buscarla en torno a ese personaje que comien­ za a definirse en el siglo XIX, el delincuente. La consti­ tución del medio delincuente es absolutamente corre­ lativa a la existencia de la prisión. Se intentó constituir en el interior mismo de las masas populares un peque­ ño núcleo de personas que habrían de ser, si así pue de decirse, los titulares privilegiados y exclusivos de los comportamientos ilegales. Gente rechazada, menos­ preciada y temida por todo el mundo. En la época clásica, por el contrario, la violencia, el hurto y la pequeña estafa eran sumamente corrientes, y finalmente tolerados por todos. Según parece, el malhechor llegaba a fundirse muy bien con la socie­ dad. Y en caso de ser detenido, los procedimientos penales eran expeditivos: la muerte, las galeras de por vida, el destierro. El medio delincuente no tenía, pues, ese cierre sobre sí mismo que fue organizado esencial­ mente por la prisión, por esa especie de «maceración» en el interior del sistema carcelario, donde se forma una microsociedad, en la que las personas traban una solidaridad real que les permitirá encontrar, una vez fuera, apoyo en los demás. La prisión es, pues, un instrumento de recluta­ miento para el ejército de los delincuentes. Para esto sirve. Desde hace dos siglos se afirma: «La prisión fra­ casa, ya que fabrica delincuentes». Yo diría más bien: «Es un éxito, ya que esto es lo que se le pide».
Se repite, sin embargo, que la prisión, al menos idealmente, «cuida» o «readapta» a los delincuentes. Es -o debería ser, se dice - más «terapéutica» que punitiva...
La psicología y la psiquiatría criminales corren el riesgo de ser la gran coartada tras la cual se manten­ drá, en el fondo, el mismo sistema. No pueden consti­ tuir una alternativa seria al régimen de la prisión, por la sencilla razón de que han nacido con él. La prisión que se instala inmediatamente después del código pe­ nal se hace pasar, desde el principio, por una empresa de corrección psicológica, un lugar médico-judicial. Se puede poner, pues, a todos los encarcelados en manos de los psicoterapeutas: esto no cambiará nada del sis­ tema de poder y de vigilancia generalizada instaurado a comienzos del siglo XIX.
Queda por saber qué «beneficio» obtiene la cla­ se en el poder de la constitución de este ejército d e de­ lincuentes del que usted habla...
Pues bien, esto le permite romper con la conti­ nuidad de los ilegalismos populares. Se dedica a aislar a un pequeño grupo de gente al que puede controlar, vigilar, conocer por completo, y que está expuesto a la hostilidad y la desconfianza de los círculos popu­ lares de los que ha salido: las víctimas de la peque­ ña delincuencia cotidiana siguen siendo los más po­ bres. Y, a fin de cuentas, el resultado de esta operación produce un gigantesco beneficio económico y políti­ co. El primero, por las fabulosas sumas que reportan la prostitución, el tráfico de drogas, etcétera. El se­ gundo procede del hecho de que cuantos más delin­ cuentes haya, mejor acepta la población los controles policiales; sin contar el beneficio de una mano de obra asegurada para las tareas políticas más bajas: los encargados de pegar carteles, los agentes electorales, los saboteadores de huelgas... Desde el Segundo Im­ perio, los obreros sabían muy bien que los esquiroles que se les imponía, al igual que los hombres de los ba­ tallones antimotines de Luis Napoleón, salían de pri­ sión...
¿Todo lo que se trama y agita en torno a las «re­ formas» de la «humanización» de las prisiones seria, pues, un señuelo ?
Creo que la verdadera apuesta política no con­ siste en que los detenidos tengan una barra de choco­ late el día de Navidad, o que puedan celebrar la Pas­ cua. Se debe denunciar menos el carácter «humano» de la prisión que su real funcionamiento social, como elemento de constitución de un medio delincuente que las clases en el poder se esfuerzan en controlar. El verdadero problema es saber si el encierro de este medio sobre sí mismo podrá acabar, si seguirá, o no, separado de las masas populares. En otras palabras, el objeto de la lucha debe ser el funcionamiento del sis­ tema penal y del aparato judicial en la sociedad, ya que son ellos los que gestionan los ilegalismos y los ponen en juego unos contra otros.
¿Cómo definir la «gestión de los ilegalis­ mos»? ¿Supone esta fórmula una concepción no habi­ tual de la ley y de la sociedad, de sus relaciones?
Sólo una ficción puede hacer creer que las le­ yes están hechas para ser respetadas, que la policía y los tribunales están destinados a hacerlas respetar. Sólo una ficción teórica puede hacer creer que nos adherimos de una vez por todas a las leyes de la so­ ciedad a la que pertenecemos. Todo el mundo sabe también que las leyes están hechas por unos e im­ puestas a los otros. Pero creo que se puede dar otro paso. La ilega­ lidad no es un accidente, una imperfección más o menos inevitable, sino un elemento absolutamente positivo del funcionamiento social, cuyo papel está previsto en la estrategia general de la sociedad. Todo dispositivo legislativo ha reservado espacios protegi­ dos y provechosos en los que la ley pueda ser violada, otros donde puede ser ignorada, y finalmente otros donde las infracciones son sancionadas. En el límite, yo diría que la ley no está hecha para impedir tal o cual tipo de comportamiento, sino para diferenciar las maneras de eludir la propia ley.
¿Por ejemplo?
Las leyes sobre.la droga. Desde los acuerdos entre Estados Unidos y Turquía sobre las bases mili­ tares (vinculados por una parte a la autorización de l cultivo de opio) hasta el distrito policial de Saint-An- dré-des-Arts (Barrio Latino de París), el tráfico de drogas se despliega sobre una suerte de tablero, con casillas controladas y casillas libres, casillas prohibi­ das y casillas toleradas, casillas permitidas a unos y prohibidas a otros. Sólo los pequeños peones se colo­ can y mantienen en las casillas peligrosas. Las grandes ganancias tienen vía libre.
Vigilar y castigar, como sus obras anteriores, se basa en el examen atento de una cantidad considerable de archivos. ¿Existe un «método» Michel Foucault?
Creo que en la actualidad los razonamientos de tipo freudiano gozan de tal prestigio que a menu­ do el objetivo que se plantean los análisis de textos históricos es la búsqueda de lo «no-dicho» del discur­ so, lo «rechazado» y lo «inconsciente» del sistema. Será mejor abandonar esta actitud y ser más modestos y más curiosos a la vez. Cuando se miran los docu­ mentos, sorprende el cinismo con que la burguesía del siglo XIX decía exactamente lo que hacía, lo que iba a hacer, y por qué. Para ella, poseedora del poder, el cinismo era una forma de orgullo. Y la burguesía, salvo a ojos de los ingenuos, no es en modo alguno tonta ni cobarde, sino inteligente y audaz. Y dijo per­ fectamente lo que quería. Encontrar este discurso explícito, implica eviden­ temente abandonar el material universitario y escol ar de los «grandes textos». No es en Hegel ni en Augus- te Comte donde la burguesía habla de manera direc­ ta. Al lado de estos textos sacralizados, una estrategia absolutamente consciente, organizada y reflexionada se lee con claridad en una masa de documentos des­ conocidos que constituyen el discurso efectivo de una acción política. La lógica del inconsciente debe ser sustituida, pues, por una lógica de la estrategia, y la prioridad concedida en nuestros días al significante y a sus cadenas debe reemplazarse por las tácticas con sus correspondientes dispositivos.
¿Para qué tipo de luchas pueden servir sus obras?
Evidentemente, mi discurso es un discurso de intelectual, y como tal funciona en las redes del poder establecido. Pero un libro está escrito para servir a usos no definidos por quien lo ha escrito. Cuantos más usos nuevos, posibles e imprevistos, más feliz me sentiré. Todos mis libros, tanto la Historia de la locura co­ mo cualquier otro, pretenden ser pequeñas cajas de herramientas. Si la gente quiere abrirlas y servirse de una frase, de una idea o de un análisis, como de un destornillador o una llave de tuercas, para cortocir- cuitar, descalificar, romper los sistemas de poder, in­ cluidos, si se tercia, aquellos de los que mis libros han salido..., ¡pues bien, tanto mejor!
A usted no le gusta qué le pregunten quién es, lo ha dicho a menudo. Pero de todas formas voy a in ­ tentarlo. ¿Desea ser llamado historiador?
Me interesa mucho el trabajo de los historia­ dores, pero yo quiero hacer otra cosa.
¿Debemos llamarle filósofo?
Tampoco. Lo que hago no es de ningún modo una filosofía. Tampoco una ciencia, a la que se podría pedir las justificaciones o las demostraciones que te­ nemos el derecho de exigirle a una ciencia.
Entonces ¿cómo se definiría?
Soy un artificiero. Fabrico algo que sirve, en definitiva, para un cerco, una guerra o una destruc­ ción. No estoy a favor de la destrucción, sino de que se pueda seguir adelante y avanzar, de que los muros se puedan derribar. Un artificiero es en primer lugar un geólogo, al­ guien que mira con atención los estratos del terreno, los pliegues y las fallas. Se preguntará: ¿qué resultará fácil de excavar? ¿Qué se resistirá? Observa cómo se le­ vantaron las fortalezas, escruta los relieves que se pue­ den utilizar para ocultarse o para lanzar un asalto. Una vez todo bien localizado, queda lo experimen­ tal, el tanteo. Envía exploradores y sitúa vigías. Pide la redacción de informes. Define de inmediato la tác­ tica que hay que emplear. ¿La zapa?, ¿el cerco?, ¿el asalto directo?, ¿o sembrar minas? El método, al fin y al cabo, no es más que esta estrategia.
Su primera ofensiva, si asi puede decirse, fue, en 1961, la Historia de la locura en la época clásica. To­ do es singular en esta obra: su tema y su método, su es­ critura y sus perspectivas. ¿Cómo le vino la idea de es ta investigación?
A mediados de la década de 1950, publiqué al­ gunos trabajos sobre la psicología y la enfermedad mental. Un editor me pidió que escribiera una histo ­ ria de la psiquiatría. Pensé en escribir una histor ia que nunca apareció, la de los mismos locos. ¿Qué es estar loco? ¿Quién lo decide? ¿Desde cuándo? ¿En nombre de qué? Es una primera respuesta posible.
¿Hay otras?
Había seguido también estudios de psicopa- tología, una pretendida disciplina que no enseñaba gran cosa. Entonces se me planteó esta pregunta: ¿có­ mo un saber tan parco puede arrastrar tanto poder? Había motivos para sentirse anonadado, y yo lo esta ­ ba tanto más porque había hecho prácticas en hospi­ tales, en concreto, dos años en el centro psiquiátrico de Sainte-Anne. Al no ser médico, no tenía ningún derecho, pero al ser estudiante y no enfermo, podía pasearme. Así, sin tener que ejercer nunca el poder vinculado al saber psiquiátrico, podía, en cambio, ob ­ servarlo a cada instante. Estaba en la superficie de con­ tacto entre los enfermos -con quienes discutía con el pretexto de hacer tests psicológicos- y el cuerpo mé­ dico, que pasaba regularmente y tomaba las decisio­ nes. Esta posición, debida al azar, me hizo percibir di ­ cha superficie de contacto entre el loco y el poder que se ejerce sobre él, e inmediatamente traté de restitu ir su formación histórica.
Por lo tanto, había por su parte una experiencia personal del universo psiquiátrico...
Esta experiencia no se limita a los años de prácticas. En mi vida personal me sentí excluido des­ de el despertar de mi sexualidad: excluido, no real­ mente rechazado, sino como alguien perteneciente a la parte oscura de la sociedad. No obstante, éste es un problema impresionante cuando se descubre por uno mismo. Esto se transformó muy pronto en una espe­ cie de amenaza psiquiátrica: si no eres como todo el mundo, eres anormal; si eres anormal, estás enfermo. Estas tres categorías: no ser como todo el mundo, no ser normal, y estar enfermo, pese a ser muy diferentes se han encontrado asimiladas las unas a las otras. Pe­ ro no tengo ganas de hacer mi autobiografía. No me parece interesante.
¿Porqué?
No quiero porque podría dar la impresión de agrupar lo que he hecho en una especie de unidad que me caracterizaría y justificaría, y daría su lugar a cada uno de los textos. Juguemos más bien, si lo de­ sea, al juego de los enunciados: vienen así, y se recha­ zarán unos y aceptarán otros. Creo que se debería lanzar una pregunta como se lanza la bola en la má­ quina del millón: la bola hace «tilt» -o falta- o no hace «tilt», luego se relanza, y de nuevo se ve...
La bola rebota, pues. ¿Lo que le interesaba eran ya las relaciones entre saber y poder?
Me parecía, paradójico, sobre todo, plantear el problema del funcionamiento político del saber a par­ tir de ciencias tan elaboradas como las matemáticas, la física y la biología. Sólo se planteaba el problema del funcionamiento histórico del saber a partir de es­ tas grandes ciencias nobles. Pero yo tenía ante mí, con la psiquiatría, ligeros trazos de saber apenas formados que estaban absolutamente vinculados a formas de poder susceptibles de análisis. En el fondo, en lugar de plantear el problema de la historia de las matemáticas, como lo había hecho Tran Duc Thao, o como lo hacía Jean-Toussaint De- santi, en vez de plantear el problema de la historia de la física o de la biología, yo me decía que había que tomar ciencias apenas formadas, contemporáneas, con un material rico, precisamente porque nos son contem­ poráneas, y tratar de comprender cuáles son sus efec­ tos de poder. Esto es en definitiva lo que quise ha cer en la Historia de la locura-, retomar el problema de los marxistas, a saber, la formación de una ciencia dentro de una sociedad dada.
Sin embargo, los marxistas no planteaban, en esa época, el problema de la locura o de la institución psiquiátrica...
Comprendí más tarde que estos problemas eran considerados peligrosos, en más de un sentido, por parte de los marxistas. Esto violaba, en primer lugar, la gran ley de la dignidad de las ciencias, esa je­ rarquía todavía positivista, heredada de Auguste Com- te, que sitúa en primer lugar las matemáticas, luego la astronomía, etcétera. Ocuparse de estas ciencias desa­ gradables, incluso viscosas, como son la psiquiatría o la psicología, ¡no estaba bien! Sobre todo, al escribir la historia de la psiquiatrí a y tratar de analizar su funcionamiento histórico en una sociedad, encontraba, sin saberlo, el funciona­ miento de la psiquiatría en la Unión Soviética. No te­ nía en mente el vínculo de los partidos comunistas con todas las técnicas de vigilancia, control social y lo­ calización de las anomalías. Por esto, si bien ha habido muchos psiquiatras marxistas, algunos de ellos abiertos e inteligentes, la invención de la antipsiquiatría no corrió a su cargo . Fueron los ingleses algo místicos quienes llevaron a cabo este trabajo. Los psiquiatras marxistas france ­ ses hacían funcionar la máquina. Sin duda, cuestio­ naron un determinado número de cosas, pero su pa­ pel en la historia del movimiento antipsiquiátrico es muy limitado.
¿Quiere usted decir por su profundo vínculo con un cierto mantenimiento del orden?
Exacto. En 1960, un comunista no podía decir que un homosexual no era un enfermo. Tampoco po­ día proclamar que la psiquiatría está ligada, en todo s los casos y de principio a fin, a mecanismos de poder que es necesario criticar.
Este libro no gozó, pues, de una buena acogida entre los marxistas...
En efecto, se produjo un silencio total. No hubo un solo marxista que reaccionara ante el libro, ni a favor ni en contra. No obstante, este libro se di­ rigía, en primer lugar, a quienes se planteaban el problema del funcionamiento de la ciencia. Retros­ pectivamente, nos podemos preguntar si su silencio tenía relación con el hecho de que con toda inocen­ cia -con toda necedad, pues-- yo había levantado una liebre que les estorbaba. Existía, además, una razón más simple y evidente en el desinterés de los marxistas: no me había servido de Marx, explícita y masivamente, para efectuar el análisis. A pesar de todo, en mi opinión, la Historia de la locura es, por lo menos, tan marxista como las his­ torias de las ciencias escritas por los marxistas. Más tarde, entre 1965 y 1968, cuando el «retorno a Marx» producía los efectos no sólo teóricos sino tam­ bién prácticos que usted conoce bien, era difícil no ser marxista, era duro haber redactado tantas páginas sin que hubiera, en un solo lugar, la pequeña senten­ cia elogiosa sobre Marx a la que aferrarse... Por des­ gracia, había escrito tres pequeñas frases sobre Marx, ¡que eran detestables! Entonces, me quedé solo y lle­ garon las injurias.
¿Se sintió solo entonces?
Lo experimenté mucho antes, en particular tras la publicación de la Historia de la locura, Entre el momento en que comencé a plantear ese tipo de pro­ blema concerniente a la psiquiatría y sus efectos de poder, y el momento en que estas cuestiones comen­ zaron a tener un eco concreto y real en la sociedad, trascurrieron años. Tenía la impresión de haber en­ cendido la mecha aunque no parecía haber servido de nada. Como en los dibujos animados, yo tecleaba es­ perando la detonación y la detonación no llegaba.
¿Imagina realmente su libro como una bomba?
¡Desde luego! Pensaba en él como en una es­ pecie de onda de choque verdaderamente material, y sigo soñándolo así, una onda que revienta puertas y ventanas... Mi sueño... que fuera un explosivo eficaz como una bomba y hermoso como los fuegos de arti­ ficio.
Y la Historia de la locura fue percibida muy pronto como un fuego de artificio, pero sobre todo co­ mo literatura. ¿Esto le desconcertó?
Parecía un juego cruzado: yo me había dirigi­ do más bien a los políticos y en un primer momento sólo fui entendido por personas a quienes se conside­ raba literatos, Blanchot y Barthes, en particular. Po­ dría ser que, incluso a partir de su experiencia li te­ raria, ellos tuvieran una sensibilidad especial hac ia ciertos problemas, sensibilidad de la que carecían los políticos. Su reacción me parece el signo de que, den­ tro de su práctica esencialmente literaria, eran má s profundamente políticos que quienes se servían del discurso marxista para codificar su política. ¡Vuelvo a las historias biográficas! Afortunadamen­ te, éstas afectan a algo más que a mi biografía. Cuando supe que personas a las que admiraba mucho, como Blanchot y Barthes, se interesaban por mi libro, expe­ rimenté a la vez asombro y cierta vergüenza, como si, sin quererlo, les hubiera engañado. Pues lo que yo ha­ cía era para mí totalmente ajeno al campo de la litera­ tura. Mi trabajo estaba ligado directamente a la forma de las puertas en los asilos, a la existencia de cerraduras, etcétera. Mi discurso se relacionaba con esa materia li­ dad, esos espacios cerrados, y quería que las palabras que había escrito ¡atravesaran los muros, rompieran las cerraduras, abrieran las ventanas!
Lo dice riéndose...
Hay que introducir la ironía... Lo que resulta aburrido de las entrevistas es que, ¡las risas no llegan a los lectores!
Nada impide señalarlo.
Es cierto, pero, como usted bien sabe, cuando se pone entre paréntesis «risa» esta indicación no transmite la sonoridad de una frase que se pierde en ­ tre risas...
Volvamos a la cuestión de la escritura. Según us­ ted, la Historia de la locura no es una obra literaria. Sin embargo, su escritura y su estilo fueron destac ados de inmediato. Esto vale también para sus otros libro s. Se le lee por la novedad y la agudeza de sus análisis , pe­ ro también por placer. Hay un estilo Michel Foucault, efectos de pluma casi en cada página. Pero esto no se debe al azar, ¿por qué dice que no es escritor?
Muy sencillo. Creo que hay que tener una con­ ciencia artesanal en este dominio. De igual modo que se debe hacer bien un zueco, se debe hacer bien un li­ bro. Por otra parte, esto vale también para cualquier conjunto de frases impresas, ya sea en un periódico o en una revista. Para mí la escritura no es otra cosa: de­ be servir al libro. No es el libro el que sirve a esta gran entidad, tan sacralizada ahora, que sería «la escritura». Usted me dice que empleo a menudo ciertos re­ cursos estilísticos que parecen confirmar que me gus­ ta mucho el estilo bello. Pues bien, sí, siempre hay una especie de placer, ligeramente erótico tal vez, al en­ contrar una frase hermosa, cuando nos aburrimos, una mañana, al escribir cosas no muy divertidas. Uno se excita un poco, soñando despierto, y de repente en­ cuentra la frase esperada. Esto resulta agradable e im­ pulsa a ir más lejos. Hay algo de esto, naturalmente. Pero también sucede que si se quiere que aquello se convierta en un instrumento del que otros se pue­ dan servir, es necesario que el libro estimule a quienes lo lean. Este me parece el deber elemental de quien entrega esa mercancía o ese objeto artesanal: ¡deben dar placer!
Doble placer, pues, del autor, del lector...
Sin duda. Me parece perfecto que los hallaz­ gos o las argucias de estilo produzcan placer a quien escribe y a quien lee. No hay razón para rechazarlo, al igual que no la hay para que yo me proponga aburrir a quienes deseo que lean mi libro. Se trata de que lo dicho resulte absolutamente transparente, dotándo­ lo de una especie de fulgor que provoque en el lector deseos de acariciar el texto y de utilizarlo, de repensar­ lo y de volver a él una y otra vez. Ésta es mi concepción moral del libro; Pero esto no es «la escritura»; no me gusta la es­ critura, y ser escritor me parece algo realmente insig­ nificante. Si tuviera que definirme, si tuviera que d ar de mí una definición pretenciosa y describir esta e s­ pecie de imagen que a uno le acompaña, que se ríe burlonamente de nosotros y luego nos guía a pesar de todo, entonces diría que soy un artesano y también, lo repito, un artificiero. Considero mis libros como mi­ nas, paquetes de explosivos... ¡Esto es lo que quier o quesean! Creo que estos libros tienen que producir un efec­ to determinado y, para ello, hablando coloquialmen­ te, hay que poner toda la carne en el asador. Pero el li­ bro debe desaparecer por su mismo efecto, y en su mismo efecto. «La escritura» es sólo un medio, no el objetivo. Tampoco «la obra» es el objetivo. De mane­ ra que rehacer uno de mis libros para integrarlo en la unidad de una obra, por lo que se me parece, o por­ que se parece a los libros que seguirán, esto no tiene, para mí, ningún sentido.
¿Rechaza ser un autor?
Desde el momento en que escribimos, incluso si lo hacemos con nuestro propio nombre, funcionamos como si fuéramos en cierta medida otro, un «escri­ tor». Establecemos -de nosotros mismos a nosotros mismos- continuidades y un nivel de coherencia que no son exactamente los de nuestra vida real. Un libro nuestro remite a otro libro nuestro, al igual que una declaración nuestra remite a tal gesto público nues ­ tro... Todo ello termina constituyendo una neoidenti- dad no idéntica a nuestra propia identidad, ni a nues­ tra identidad social. Además, somos muy conscientes de ello porque queremos proteger la vida que deno­ minamos privada. No admitimos que nuestra vida de escritor, o nuestra vida pública, interfiera por completo en nues­ tra vida privada. Así, se establece entre uno mismo, escritor, y los demás escritores, aquellos que nos h an precedido, los que nos rodean o nos seguirán, víncu­ los de afinidad y de parentesco, de ascendencia o descendencia, que no son los de nuestra verdadera familia. No es así como veo mi trabajo. Imaginaría mis li­ bros más bien como bolas que ruedan. Se paran, se toman, se relanzan... Y si esto funciona, tanto mejor. Pero que no me pregunten quién soy antes de coger esas bolas para saber si están envenenadas, si son to ­ talmente esféricas o si siguen, o no, la trayectoria ade­ cuada. En todo caso, saber si lo que hago es aprove­ chable no dependerá de que se me haya preguntado por mi identidad.
Pese a todo, para usted, ¿escribir no es una ne­ cesidad?
No, no, en absoluto. Nunca he considerado que escribir fuera un honor o un privilegio, ni algo extraordinario. A menudo me digo: «¡Ah, cuando lle­ gará el día en que no ya no escribiré!». No se trata del sueño de ir al desierto, o simplemente a la playa, sino de hacer algo más que escribir. Lo digo también en un sentido más concreto: ¿cuándo me pondré a escri­ bir sin que el escribir sea «escritura»? Sin esta especie de solemnidad que deja ver el trabajo y el esfuerzo. Las cosas que publico están escritas, en el mal sen­ tido del término, «la escritura» se nota. Y cuando me pongo al trabajo, a «la escritura», ello implica un ri­ tual, una dificultad. Me introduzco en un túnel y n o quiero ver a nadie, cuando, por el contrario, preferi ­ ría tener una escritura fácil, de primer trazo. Pero no lo consigo. Y esto hay que decirlo, porque no merece la pena pronunciar grandes discursos contra «la escri­ tura» si no se sabe que tengo tanta dificultad en no «escribir» cuando me pongo a escribir. Desearía esca­ par de esta actividad encerrada, solemne y solipsista, que es para mí la actividad de poner palabras sobre el papel.
No obstante, ¿extrae verdadero placer de este trabajo con la tinta y el papel?
El placer que obtengo es muy distinto de lo que me gustaría que fuera la escritura. Desearía que fuera como algo que pasa, que se lanza así y se escri­ be en la esquina de una mesa, que se da y que circula, que podría haber sido una octavilla, un cartel, un fragmento de película, un discurso público o cual­ quier otra cosa... Una vez más, no logro escribir de tal modo. Encuentro placer, sin duda, descubro pe­ queñas cosas, pero no me gusta sentir ese placer. Experimento ante él un sentimiento de malestar, porque yo anhelaría un placer muy distinto de aquel que sienten los que escriben. Uno se encierra frente al papel en blanco, sin ninguna idea, y luego, poco a po­ co, al cabo de dos horas, dos días o dos semanas, en el interior mismo del hecho de escribir, una miríada de cosas se ha hecho presente. El texto existe, sabemos mucho más que antes. Teníamos la cabeza vacía y ahora la tenemos llena, porque la escritura no vacía, sino todo lo Contrario. A partir de su propio vacío forma una plétora; todo el mundo conoce esta sensa­ ción. ¡ Y esto no me divierte!
Entonces, ¿usted con qué soñaría? ¿Con qué otra escritura?
Con una escritura discontinua, que no tendría conciencia de que lo es y que se serviría del papel blan­ co o de la máquina, del portaplumas o del teclado, así, en medio de muchas otras cosas como podrían ser el pincel o la cámara. Todo ello pasando velozmente del uno a la otra, una suerte de estado febril y de caos.
¿Tiene ganas de probar?
Sí, pero me falta esa especie de no sé qué, de excitación o de talento; me faltan ambos, sin duda. Al final, soy retornado siempre a la escritura. Enton­ ces sueño con textos breves, ¡pero acabo escribiendo libros gruesos! Pese a todo, anhelo escribir un tipo de libro en el que la pregunta: «¿de dónde viene esto?» carezca de sentido. Sueño con un pensamiento real­ mente instrumental, sin que importe su procedencia. Caiga como caiga. Lo esencial es que se tenga entre las manos un instrumento con el cual se pueda abor­ dar la psiquiatría o el problema de las prisiones.
A usted no le gusta demasiado que se le pidan sus justificaciones, las razones de su legitimidad. ¿ Por qué?
En el invierno de 1968-1969, tras volver de Túnez, en la Universidad de Vincennes era difícil de­ cir lo que fuera sin que alguien te preguntara: «¿Des­ de dónde hablas?». Esta pregunta me provocaba siem­ pre una gran desazón: me parecía una interrogación policial, en el fondo. Bajo la apariencia de una cues­ tión teórica y política, se me planteaba de hecho una cuestión de identidad («En realidad, ¿quién eres?», «dinos si eres marxista o no», «si eres idealista o ma­ terialista», «profesor o militante», «muestra tu car né de identidad, di en nombre de qué vas a poder circu­ lar de tal manera que se sepa dónde estás»). Esto me parece, en definitiva, una cuestión de dis­ ciplina. Y no puedo dejar de rechazar estas serias in­ terrogaciones sobre la justificación de la base de la desagradable preguntita: «¿Quién eres, dónde nacis­ te? ¿A qué familia perteneces?». O también: «¿Cuál es tu profesión? ¿Cómo podemos clasificarte? ¿Dón­ de debes cumplir el servicio militar?». He aquí lo que yo oigo cada vez que se pregunta: «¿De qué teoría te sirves? ¿Quién te protege? ¿Quién te justifica?». Oigo preguntas policiales y amenazado­ ras: «¿A ojos de quién serás inocente incluso si tienes que ser condenado?». O bien: «Debe haber un grupo de personas, una sociedad o una forma de pensamien­ to que te absolverán y con las que podrás conseguir la liberación. Y si ellas te absuelven, ¡nosotros debemos condenarte!».
¿De qué le parece que hay que huir en estas pre­ guntas sobre la identidad?
Pienso que la identidad es uno de los primeros productos del poder, de ese tipo de poder que cono­ cemos en nuestra sociedad. Creo mucho en la impor­ tancia constitutiva de las formas jurídico-político-po- liciales de nuestra sociedad. ¿No es el sujeto, idéntico a sí mismo, con su historicidad propia, su génesis, sus continuidades, los efectos de su infancia prolongados hasta el último día de su vida, etcétera, el producto de un determinado tipo de poder que se ejerce sobre no­ sotros, en las formas jurídicas antiguas y en las formas policiales actuales? Cabe recordar que el poder no es un conjunto de mecanismos de negación, de rechazo o de exclusión. Pero los produce efectivamente. Es probable que in­ cluso produzca a los mismos individuos: la individua­ lidad y la identidad individual son productos del po­ der. Esta es la razón por la que desconfío de él y me esfuerzo en debilitar estas trampas. La única verdad de la Historia de la locura , o de Vigilar y castigar, es que existen personas que se sir­ ven de ellas en su lucha, y ésta es la única verdad que busco. La pregunta: «¿de dónde viene?, ¿acaso es marxista?» me parece en definitiva una cuestión de identidad, esto es, una cuestión policial.
Voy a convertirme en policía, pues me gustaría retroceder un poco, comprender de dónde procede su itinerario. En los años de la Ecole Nórmale, ¿usted e ra marxista?
Como casi todos los jóvenes de mi generación, yo me movía entre el marxismo y la fenomenología, menos aquella que Sartre o Merleau-Ponty pudieron conocer y utilizar que la fenomenología presente en el texto de Husserl de 1938, La crisis de las ciencias europeas, la Krisis, como nosotros la llamábamos. Husserl cuestionaba allí todo el sistema de saber del que Europa había sido hogar, principio y motor, y por el cual había sido tanto liberada como encarcelada. Para nosotros, algunos años después de la guerra y to ­ do lo que había sucedido, el interrogante reaparecer ía con toda su intensidad. La Krisis era el texto que se­ ñalaba, dentro de una filosofía altiva, muy académica y muy encerrada en ella misma pese a su proyecto de descripción universal, la irrupción de una historia to ­ talmente contemporánea. Algo se estaba desmoro­ nando, en torno a Husserl, en torno al discurso que la universidad alemana mantenía con esfuerzo desde hacía tantos años. Este desmoronamiento se percibía bruscamente en el discurso del filósofo. Nos pregun­ tábamos qué eran este saber y esta racionalidad, tan profundamente vinculados a nuestro destino y a tan­ tos poderes, y tan impotentes ante la Historia. Y las ciencias humanas eran evidentemente obje­ tos que se encontraban cuestionados por este proce­ so. Mis primeros balbuceos se produjeron entonces: ¿qué son las ciencias humanas? ¿A partir de qué son posibles? ¿Cómo hemos llegado a construir tales dis­ cursos y a dotarnos de semejantes objetos? Retomaba estas preguntas, tratando de liberarme del marco filo ­ sófico husserliano. ' Asistíamos, al mismo tiempo, al lento ascenso del marxismo en el interior de una práctica que podemos denominar tradicional y universitaria de la filosofía. Para las generaciones de antes de la guerra, el marxis­ mo representaba casi siempre una alternativa al tra­ bajo universitario. Lucien Herr, una gran figura histó ­ rica, se mostraba como un bibliotecario impávido en la Ecole Nórmale, mientras que, a última hora del día, con la biblioteca cuidadosamente cerrada, bajaba a animar las reuniones socialistas sin que, en principio, nadie lo supiera.
¿Era distinta la situación cuando usted estu­ diaba?
Sí, después de la guerra, el marxismo entró en la Universidad. En un momento determinado, se pu­ do citar a Marx en los ejercicios de oposición. Esto co­ rrespondía a la estrategia del Partido para con los apa­ ratos del Estado. Recuerdo que Althusser me envió amablemente a impartir cursos de filosofía y de filo­ sofía política a ¡los candidatos a la Ecole Nationale d’Administration de la CGT! De hecho, la entrada del Partido Comunista en el aparato del Estado, sólo al­ canzó pleno éxito en la institución universitaria. La aceptación del marxismo en la Universidad, y la admisión por parte del Partido Comunista de prácti­ cas universitarias normalmente reconocidas creó una situación muy favorable para nosotros. Llegar a ser ca­ tedrático de filosofía hablando de Marx..., ¡qué fáci­ les eran las cosas! Entonces libramos pseudoluchas: por el derecho de citar a Engels igual que a Marx, pa­ ra que el presidente del tribunal de oposición acep­ tara que hablásemos de Lenin. Éstos eran nuestros pe­ queños combates y nos parecían muy importantes. Sólo a medida que uno entraba en esta unión en­ tre la Universidad y el Partido Comunista descubría con horror sus similitudes: las mismas jerarquías, las mismas obligaciones, las mismas ortodoxias. No se podía encontrar algo más próximo a la Universidad que la estructura del Partido, al menos en sus bajas esferas donde se movían los intelectuales. Redactar una disertación para el presidente de un tribunal de oposición, o escribir -como hice- artículos que fir­ maba un dirigente del Partido, ¡era exactamente el mismo ejercicio! Fue ahí cuando comencé a sentir una suerte de ahogo debido a la facilidad misma de estas operacio ­ nes. Creíamos que esto iba a ser la lucha, y todo esta­ ba tranquilo. Lo que me había interesado y estimula ­ do era el espejismo de la lucha que nos habían pro­ metido. ¡Teníamos que serlos soldados avanzados de la Universidad puesta a disposición del pueblo, o de la vanguardia del proletariado! Y nos encontrábamos una y otra vez, siempre los mismos. Entonces, me fui a Suecia y luego a Polonia.
¿Fue en Polonia donde dejó de ser marxista?
Sí, porque allí vi funcionar un Partido Comu­ nista en el poder, controlando un aparato de Estado e identificándose con él. Lo que había percibido vaga ­ mente durante los años 1950-1955 se me mostraba en toda su realidad brutal, histórica y profunda. Ya no se trataba de imaginaciones de estudiante, de juegos en el interior de la Universidad, sino de la gravedad de un país dominado por un partido. Desde aquel momento, puedo decir que no soy marxista, en el sentido que no puedo aceptar el fun­ cionamiento de los partidos comunistas tal como son propuestos tanto en la Europa del Este como del Oeste. Si en Marx hay cosas verdaderas, se pueden utilizar como instrumentos sin tener que citarlas, ¡ya las reconocerá quien quiera! O quien sea capaz...
¿Hay otros momentos en que el hecho de vivir en el extranjero haya contribuido en la elaboración d e su pensamiento?
Sí, Túnez fue para mí, entre 1966 y 1968, una experiencia simétrica a la polaca. Conocía a mi socie­ dad desde el ángulo de un privilegiado; hasta el mo­ mento nunca había tenido demasiados problemas, ni políticos ni económicos. Y sólo en Polonia, es decir, en un Estado socialista, había percibido lo que podía ser una opresión. De la sociedad capitalista había co­ nocido únicamente el lado amable y fácil, mientras que en Túnez descubrí lo que podían ser los restos de una colonización capitalista, y el nacimiento de un de ­ sarrollo de tipo asimismo capitalista, con todos los fe­ nómenos de explotación y opresión económica y po­ lítica. Dos meses antes de Mayo del 68 viví en Túnez una huelga estudiantil que bañó literalmente de san ­ gre la Universidad. Los estudiantes eran conducidos al sótano donde había una cafetería y volvían a subir con el rostro ensangrentado porque habían sido apo­ rreados. Hubo centenares de arrestos y muchos de mis alumnos fueron condenados a diez, doce o cator­ ce años de prisión. Fue para mí, sin duda, un mes de mayo mucho más difícil de lo que hubiera sido vivir­ lo en Francia. La doble experiencia de Polonia y Túnez equili­ braba mi experiencia política y, por otra parte, me re­ mitía a cuestiones que ni siquiera había podido sos­ pechar en mis puras especulaciones: la importancia del ejercicio del poder, esas líneas de contacto entre el cuerpo, la vida, el discurso y el poder político. Sentí una suerte de experiencia física del poder, de las relaciones entre cuerpo y poder en los silencios y los gestos cotidianos de un polaco que se sabe vigi­ lado, que espera estar en la calle para poder decir al­ go, porque sabe bien que en el piso de un extranjero hay micrófonos por todas partes; en la forma en que se baja la voz cuando se está en un restaurante; en la manera como se quema una carta; en resumen, en to­ dos esos pequeños gestos asfixiantes, tanto como en la violencia cruda y salvaje de la policía tunecina aba­ tiéndose sobre una facultad. Luego, esos momentos me han obsesionado consi­ derablemente, incluso si no extraje su lección teóric a hasta mucho más tarde. Me di cuenta de que tendría que haber hablado mucho antes sobre los problemas de relación entre el poder y el cuerpo a los que di sali­ da, finalmente, en Vigilar y castigar.
No obstante, para muchas personas, Mayo del 68 constituyó también una experiencia de la violencia física del poder y de su relación con el cuerpo. Inclu so con cierto retraso, ¿usted lo percibió?
Regresé a Francia en noviembre de 1968, y tu­ ve la impresión de que toda esa experiencia estaba profundamente comprometida y codificada por un dis­ curso marxista al que muy pocos escapaban. Por el contrario, tanto en Túnez como en Polonia, esta ex­ periencia se me había revelado independientemente de toda codificación del discurso marxista. Si habí a discurso marxista, en Polonia estaba del lado del p o­ der, del lado de la violencia. En los años posteriores a Mayo del 68, los que se llamaban revolucionarios sin referirse explícitamente al marxismo, conservaban, de todos modos, una fuer­ te filiación a la mayoría de los análisis marxistas. Y cuando intervenían o planteaban cuestiones, cuando discutían, los efectos del poder estaban siempre vi n­ culados al marxismo. En Vincennes, durante el in­ vierno de 1968-1969, decir en voz alta y clara: «No soy marxista», era materialmente muy difícil... Lo que me impresionó en Vincennes, en las «AG» y otras cosas de este tipo a las que asistía, era la increíble pro­ ximidad entre lo que allí sucedía y lo que había visto y oído en el PC, en su período más estaliniano. Natu­ ralmente, las formas no eran las mismas y los rituales eran distintos. Pero los efectos de poder, los terrores , los prestigios, las jerarquías, las obediencias, las apa­ tías, las pequeñas ignominias, etcétera, eran lo mismo. Un estalinismo difuso, en ebullición, pero seguia sien­ do él... Y me decía: ¡qué poco han cambiado!
Volvamos a su recorrido ...
¿Sabe?, ese recorrido ha sido zigzagueante. Las palabras y las cosas es un libro en cierto modo margi­ nal, si bien está relacionado con los demás. Es mar­ ginal porque no estaba en la línea de mi problema. Al estudiar la historia de la locura, me había planteado naturalmente el problema del funcionamiento del sa­ ber médico dentro del cual, a partir del siglo XIX, se habían encontrado delimitadas las relaciones del loco y del no-loco. Por otra parte, el saber médico conducía al pro­ blema de esta rápida evolución, que se produjo a fi­ nales del siglo XVIII, y que dio lugar no sólo a la psi- quíatría y la psicopatología, sino también a la biología y las ciencias humanas. Era el paso de un tipo de em­ pirismo a otro. Tomen un libro de medicina de 1780 y cualquier libro de 1820: hemos pasado de un mun­ do a otro ... Hay que haber leído realmente muy poco este tipo de obras, ya sean de gramática, de medicina o de economía política, para creer que deliro cuand o hablo de un corte a finales del siglo XVIII. En el fondo, Las palabras y las cosas no hace más que constatar este corte, e intenta establecer el balan­ ce en un determinado número de discursos, esencial­ mente los que giran en torno al hombre, al trabajo, la ciudad, el lenguaje... Este corte es mi problema, n o mi solución. Insisto tanto en él porque se trata de un maldito rompecabezas, y no una manera de resolver las cosas.
¿Cómo se puede explicar este corte? ¿A qué co­ rresponde?
De hecho, tardé siete años en darme cuenta de que la solución no estaba donde yo la buscaba, en algo de tipo ideológico, progreso de la racionalidad o modo de producción. Era en las tecnologías de poder y en sus transformaciones, desde el siglo XVII hasta la actua­ lidad, donde había que ver la base a partir de la cual era posible el cambio. Las palabras y las cosas se situa­ ba en el nivel de la constatación del corte y de la nece­ sidad de ir en busca de una explicación. Vigilar y cas­ tigar es la genealogía o, en otros términos, el análisis de las condiciones históricas que posibilitaron este corte. Empecé a comprender cómo se había construido el personaje no sólo del loco sino también del hombre normal, a través de una determinada antropología de la razón y de la sinrazón. Mediante esas investigaciones, me pareció que la posición central del hombre era en definitiva algo propio del discurso científico, del dis­ curso de las ciencias humanas o del discurso filosófico del siglo XIX. Centrarlo todo en la figura del hombre, no es una inclinación del discurso filosófico desde su origen, sino una flexión reciente cuyo origen se locali­ za perfectamente. Y podemos advertir que está desa­ pareciendo, probablemente desde finales del siglo XIX.
¿Acepta usted que el descubrimiento de este corte, el acento puesto sobre los efectos de poder de los diferentes saberes, es su descubrimiento, su aportación personal?
¡De ningún modo! Está en la línea de todo un conjunto, sea La genealogía de la moral de Nietzsche o la Krisis de Husserl. La historia del poder de la ver­ dad en una sociedad como la nuestra, es una cuestión a la que se le da vueltas sin cesar desde hace un siglo. No he hecho más que abordarla a mi manera, y en La arqueología del saber he enunciado algunas reglas que me he dado. No son conmovedoras ni revolu­ cionarias, pero como parecía que no se entendía lo que hacía, creí necesario darlas. No soy como esos vigilantes que afirman ser siem­ pre los primeros en ver amanecer. Lo que me inte­ resa, es comprender en qué consiste este umbral de modernidad que podemos advertir entre los siglos XVII y XIX. A partir de este umbral, el discurso europeo desarrolló poderes de universalización gigantescos. En nuestros días, con sus nociones fundamentales y sus reglas; esenciales, puede ser portador de cualquier tipo de verdad, incluso si ésta debe volverse en contra de Europa, en contra de Occidente. En el fondo, tengo un único objeto de estudio his- tóricó: el umbral de la modernidad. ¿Quiénes somos, nosotros que hablamos un lenguaje tal que tiene po­ deres que se nos imponen a nosotros mismos en nues­ tra sociedad, y se imponen a otras sociedades? ¿Cuál es este lenguaje que puede volverse contra nosotros, que nosotros podemos volver contra nosotros mis­ mos? ¿Cuál es este arrebato formidable del paso a la universalidad del discurso occidental? He aquí mi problema histórico.
¿Una manera distinta de concebir la relación entre saber y poder?
Durante siglos, podríamos decir desde Platón, el saber se ha dado como estatuto de ser de una esen­ cia fundamentalmente diferente del poder. Si llegas a rey, estarás loco, serás apasionado y ciego. Renuncia al poder y a la ambición, renuncia a vencer y, enton ­ ces, podrás contemplar la verdad. Desde antiguo ha habido un funcionamiento del sistema de saber en su oposición o su independencia respecto del poder. Hoy, por el contrario, lo que se pregunta es la posi­ ción de los intelectuales y de los sabios en la sociedad, en los sistemas políticos y de producción. El saber aparece vinculado en profundidad a una serie de efec­ tos de poder. La arqueología es esencialmente este descubrimiento. El tipo de discurso que, desde hace siglos, funciona en Occidente como discurso de verdad, y que ahora ha pasado a la escala mundial, es un tipo de discurso liga­ do a una serie de fenómenos de poder y de relaciones de poder. La verdad tiene poder: posee efectos prácti­ cos, efectos políticos. La exclusión del loco, por ejem­ plo, es uno de los innumerables efectos de poder del discurso racional. ¿Cómo operan tales efectos? ¿De qué manera devienen posibles? Esto es lo que trato de comprender.
¿Puede existir una sociedad sin poder? ¿Esta pregunta tiene sentido, o no?
Creo que el problema no debe plantearse en los términos de: «¿Es necesario el poder, o no lo es?». El poder llega tan lejos, penetra tan profundamente, es transmitido por una redecilla capilar tan estrec ha que cabe preguntarse dónde podría no haberlo. Sin embargo, su análisis apenas ha sido tomado en consi­ deración por los estudios históricos. La segunda mi­ tad del siglo XIX descubrió los mecanismos de la ex­ plotación; tal vez la labor de la segunda mitad del XX es descubrir los mecanismos del poder. Pues nosotros somos, todos, no sólo el blanco de un poder, sino también el intermediario, ¡o el punto del que emana un determinado poder! Lo que queda por descubrir en nosotros no es lo que está alienado o lo que es inconsciente, sino esas pequeñas válvulas y esos pequeños relés, los minúscu­ los engranajes y las sinapsis microscópicas por las cuales pasa el poder y se encuentra reconducido por él mismo.
Desde esta perspectiva, ¿hay algo que pueda es­ capar al poder?
Lo que escapa al poder es el contrapoder, el cuaf, sin embargó, también está dentro del mismo juego. Por ello es necesario recuperar el problema de la guerra, del enfrentamiento. Es necesario retomar los análisis tácticos y estratégicos a un nivel extraordi­ nariamente bajo, ínfimo y cotidiano. Hay que repen­ sar la batalla universal escapando de las perspectiv as del Apocalipsis: en efecto, desde el siglo XIX, hemos vivido dentro de una estructura de pensamiento apo­ calíptica. Hegel, Marx o Nietzsche, o Heidegger en otro sentido, nos prometieron el futuro, el alba, la aurora, el amanecer, el ocaso, la noche, etcétera. Esta temporalidad cíclica y binaria a la vez gobernaba nuestro pensamiento político, dejándonos desarma­ dos cuando se trata de pensar de otro modo. Y es posible tener un pensamiento político que no pertenezca al orden de la descripción triste: helo aquí, y está claro que no es ninguna barbaridad. El pesi­ mismo de la derecha consiste en decir: mirad qué ca­ nallas son los hombres. El pesimismo de la izquierda, por su parte, proclama: ¡mirad qué repugnante es el poder! ¿Podemos escapar de estos pesimismos sin caer en la promesa revolucionaria, en el anuncio del ocaso o de la mañana? Creo que en estos momentos la apuesta está ahí.
Ello conduce a su concepción de la historia. Sar­ tre decía: «Foucault no tiene sentido de la historia»...
¡Ésta es una frase que me encanta! Quisiera que sirviera de prolegómeno a a todo lo que hago, pues creo que es profundamente verdadera. Si tener sentido de la historia, es leer cpn una atención res pe­ tuosa las obras de los grandes historiadores, pasarlos por la derecha con una pizca de fenomenología exis- tencial, y por la izquierda con un poco de materialis ­ mo histórico, si tener sentido de la historia, es tomar la historia acabada, aceptada en la Universidad, añadien­ do sólo que se trata de una historia burguesa que no tiene en cuenta la aportación marxista, entonces, ¡e s cierto que carezco totalmente de sentido de la histo­ ria! Sartre tiene tal vez sentido de la historia, pero no hace historia. ¿Qué ha aportado a la historia? ¡Nada! A pesar de todo, creo que él quería decir otra co­ sa. Quería decir que yo no respeto este significado de la historia admitido por toda una filosofía posthege- liana, en la que están implicados procesos que deben ser siempre los mismos como, por ejemplo, la lucha de clases... En segundo lugar, tener sentido de la his­ toria, con esa forma de historia, significa ser capaz de efectuar siempre una totalización, al nivel de una so­ ciedad, o de una cultura, o de una conciencia: poco importa. Desde esta óptica, un estudio histórico es tá terminado cuando este proceso se inscribe en una conciencia que extrae su significado en el mismo mo­ vimiento por el cual está determinada... ¡Es cierto que de,ningún modo tengo sentido de la historia!
¿Cómo definiría usted la historia?
Hago de ella un uso rigurosamente instrumen­ tal. A partir de una cuestión concreta, que encuentro en la actualidad, se perfila para mí la posibilidad de una historia. Pero la utilización académica de la his ­ toria es fundamentalmente conservadora: la función esencial de encontrar el pasado de algo es permitir su supervivencia. La historia del asilo, por ejemplo, tal como se ha hecho a menudo -yo no he sido el pri­ mero- estaba destinada básicamente a mostrar su necesidad, su fatalidad histórica. Lo que yo intento, por el contrario, es mostrar la imposibilidad de ello, la formidable imposibilidad so­ bre la que reposa el funcionamiento del asilo, por ejemplo. Las historias que hago no son explicativas, nunca muestran la necesidad de algo, sino más bien la serie de engranajes mediante los cuales se produce lo imposible, y reconduce su propio escándalo, su pro­ pia paradoja, hasta ahora. Me interesa particularmen­ te todo lo irregular, lo arriesgado y lo imprevisib le que pueda haber en un proceso histórico.
Los historiadores descartan, por lo general, lo que pone de relieve la excepción...
Porque una de las tareas de la historia que tie­ ne como función conservar las cosas es precisamente borrar esas irregularidades o azares, esos aconteci ­ mientos fuera de la noma. Se borra todo esto para permanecer en una forma de necesidad que, si se ins­ cribe en un vocabulario marxista, pasa por ser polí ti­ camente revolucionaría pero, me parece que, final­ mente, tiene efectos completamente distintos. Considero que mi tarea es dar las máximas opor­ tunidades a la multiplicidad y a la ocasión, a lo impo­ sible, lo imprevisible... Esta manera de interrogar la historia a partir de esos juegos de posibilidad y de im­ posibilidad es a mis ojos lá más fecunda, cuando se quiere hacer una historia política y una política histó­ rica. En el límite, se puede pensar que al final lo que ha devenido necesario es lo más imposible. Hay que dar el máximo de oportunidades a lo imposible y de­ cirse: ¿cómo se ha producido realmente esta cosa im­ posible?
Mostrar que el asilo o la prisión no tienen nada de ineluctable, es también combatirlos...
Creo, siguiendo a Nietzsche, que la verdad de­ be comprenderse en términos de guerra. La verdad de la verdad es la guerra. El conjunto de procesos por los cuales la verdad prevalece son mecanismos de po­ der que le aseguran el poder.
¿Es una guerra permanente?
Pienso que sí.
¿Quiénes son sus enemigos en esta guerra
No son personas, sino más bien líneas que se en­ cuentran en los discursos -probablemente incluso en los míos-, de los cuales quiero desistir y desmar­ carme. Sin embargo, se trata ciertamente de guerra, ya que mi discurso es instrumental, como lo es un ejército, o simplemente un arma. O también un saco de pólvora o un cóctel Molotov. Ve usted, ya vuelve la historia del artificiero...
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