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Gabriel Garc铆a M谩rquez Cien a帽os de soledad
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Para Jomi Garc铆a Ascot y Mar铆a Luisa Elio
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 3 I Muchos a帽os despu茅s, frente al pelot贸n de fusilamiento, el coronel Aureliano Buend铆a hab铆a de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llev贸 a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y ca帽abrava construidas a la orilla de un r铆o de aguas di谩fanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehist贸ricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carec铆an de nombre, y para mencionarlas hab铆a que se帽alar铆as con el dedo. Todos los a帽os, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el im谩n. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorri贸n, que se present贸 con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostraci贸n p煤blica de lo que 茅l mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes met谩licos, y todo el mundo se espant贸 al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se ca铆an de su sitio, y las maderas cruj铆an por la desesperaci贸n de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hac铆a mucho tiempo aparec铆an por donde m谩s se les hab铆a buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detr谩s de los fierros m谩gicos de Melqu铆ades. 芦Las cosas, tienen vida propia-pregonaba el gitano con 谩spero acento-, todo es cuesti贸n de despertarles el 谩nima. 禄 Jos茅 Arcadio Buend铆a, cuya desaforada imaginaci贸n iba siempre m谩s lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun m谩s all谩 del milagro y la magia, pens贸 que era posible servirse de aquella invenci贸n in煤til para desentra帽ar el oro de la tierra. Melqu铆ades, que era un hombre honrado, le previno: 芦Para eso no sirve. 禄 Pero Jos茅 Arcadio Buend铆a no cre铆a en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, as铆 que cambi贸 su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. 脷rsula Iguar谩n, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio dom茅stico, no consigui贸 disuadirlo. 芦Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa禄, replic贸 su marido. Durante varios meses se empe帽贸 en demostrar el acierto de sus conjeturas. Explor贸 palmo a palmo la regi贸n, inclusive el fondo del r铆o, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melqu铆ades. Lo 煤nico que logr贸 desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de 贸xido, cuyo interior ten铆a la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando Jos茅 Arcadio Buend铆a y los cuatro hombres de su expedici贸n lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer. En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tama帽o de un tambor, que exhibieron como el 煤ltimo descubrimiento de los jud铆os de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y ve铆a a la gitana al alcance de su mano. 芦La ciencia ha eliminado las distancias禄, pregonaba Melqu铆ades. 芦Dentro de poco, el hombre podr谩 ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa. 禄 Un mediod铆a ardiente hicieron una asombrosa demostraci贸n con la lupa gigantesca: pusieron un mont贸n de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentraci贸n de los rayos solares. Jos茅 Arcadio Buend铆a, que a煤n no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibi贸 la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melqu铆ades, otra vez, trat贸 de disuadirlo. Pero termin贸 por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. 脷rsula llor贸 de consternaci贸n. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre hab铆a acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella hab铆a enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasi贸n para invertir铆as. Jos茅 Arcadio Buend铆a no trat贸 siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos t谩cticos con la abnegaci贸n de un cient铆fico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso 茅l mismo a la concentraci贸n de los rayos solares y sufri贸 quemaduras que se convirtieron en 煤lceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo c谩lculos sobre las posibilidades estrat茅gicas de su arma novedosa, hasta que logr贸 componer un manual de una asombrosa claridad did谩ctica y un
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 4 poder de convicci贸n irresistible. Lo envi贸 a las autoridades acompa帽ado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atraves贸 la sierra, y se extravi贸 en pantanos desmesurados, remont贸 r铆os tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperaci贸n y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, Jos茅 Arcadio Buendia promet铆a intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones pr谩cticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios a帽os esper贸 la respuesta. Por 煤ltimo, cansado de esperar, se lament贸 ante Melqu铆ades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvi贸 los doblones a cambio de la lupa, y le dej贸 adem谩s unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegaci贸n. De su pu帽o y letra escribi贸 una apretada s铆ntesis de los estudios del monje Hermann, que dej贸 a su disposici贸n para que pudiera servirse del astrolabio, la br煤jula y el sextante. Jos茅 Arcadio Buend铆a pas贸 los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construy贸 en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones dom茅sticas, permaneci贸 noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolaci贸n por tratar de establecer un m茅todo exacto para encontrar el mediod铆a. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noci贸n del espacio que le permiti贸 navegar por mares inc贸gnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relaci贸n con seres espl茅ndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue 茅sa la 茅poca en que adquiri贸 el h谩bito de hablar a solas, pase谩ndose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras 脷rsula y los ni帽os se part铆an el espinazo en la huerta cuidando el pl谩tano y la malanga, la yuca y el 帽ame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ning煤n anuncio, su actividad febril se interrumpi贸 y fue sustituida por una especie de fascinaci贸n. Estuvo varios d铆as como hechizado, repiti茅ndose a s铆 mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar cr茅dito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, solt贸 de un golpe toda la carga de su tormento. Los ni帽os hab铆an de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sent贸 a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginaci贸n, y les revel贸 su descubrimiento. -La tierra es redonda como una naranja. 脷rsula perdi贸 la paciencia. 芦Si has de volverte loco, vu茅lvete t煤 solo-grit贸-. Pero no trates de inculcar a los ni帽os tus ideas de gitano. 禄 Jos茅 Arcadio Buend铆a, impasible, no se dej贸 amedrentar por la desesperaci贸n de su mujer, que en un rapto de c贸lera le destroz贸 el astrolabio contra el suelo. Construy贸 otro, reuni贸 en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostr贸, con teor铆as que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que Jos茅 Arcadio Buend铆a hab铆a perdido el juicio, cuando lleg贸 Melqu铆ades a poner las cosas en su punto. Exalt贸 en p煤blico la inteligencia de aquel hombre que por pura especulaci贸n astron贸mica hab铆a construido una teor铆a ya comprobada en la pr谩ctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiraci贸n le hizo un regalo que hab铆a de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia. Para esa 茅poca, Melqu铆ades hab铆a envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parec铆a tener la misma edad de Jos茅 Arcadio Buendia. Pero mientras 茅ste conservaba su fuerza descomunal, que le permit铆a derribar un caballo agarr谩ndolo por las orejas, el gitano parec铆a estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de m煤ltiples y raras enfermedades contra铆das en sus incontables viajes alrededor del mundo. Seg煤n 茅l mismo le cont贸 a Jos茅 Arcadio Buendia mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo segu铆a a todas partes, husme谩ndole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y cat谩strofes hab铆an flagelado al g茅nero humano. Sobrevivi贸 a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipi茅lago de Malasia, a la lepra en Alejandr铆a, al beriberi en el Jap贸n, a la peste bub贸nica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que dec铆a poseer las claves de Nostradamus, era un hombre l煤gubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asi谩tica que parec铆a conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verd铆n de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabidur铆a y de su 谩mbito misterioso, ten铆a un peso humano, una condici贸n terrestre que lo
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 5 manten铆a enredado en los min煤sculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufr铆a por los m谩s insignificantes percances econ贸micos y hab铆a dejado de re铆r desde hac铆a mucho tiempo, porque el escorbuto le hab铆a arrancado los dientes. El sofocante mediod铆a en que revel贸 sus secretos, Jos茅 Arcadio Buend铆a tuvo la certidumbre de que aqu茅l era el principio de una grande amistad. Los ni帽os se asombraron con sus relatos fant谩sticos. Aureliano, que no ten铆a entonces m谩s de cinco a帽os, hab铆a de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad met谩lica y reverberante de la ventana, alumbrando con su pro-funda voz de 贸rgano los territorios m谩s oscuros de la imaginaci贸n, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. Jos茅 Arcadio, su hermano mayor, hab铆a de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. 脷rsula, en cambio, conserv贸 un mal recuerdo de aquella visita, porque entr贸 al cuarto en el momento en que Melqu铆ades rompi贸 por distracci贸n un frasco de bicloruro de mercurio. -Es el olor del demonio-dijo ella.-En absoluto-corrigi贸 Melqu铆ades-. Est谩 comprobado que el demonio tiene propiedades sulf煤ricas, y esto no es m谩s que un poco de solim谩n. Siempre did谩ctico, hizo una sabia exposici贸n sobre las virtudes diab贸licas del cinabrio, pero 脷rsula no le hizo caso, sino que se llev贸 los ni帽os a rezar. Aquel olor mordiente quedar铆a para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melqu铆ades. El rudimentario laboratorio-sin contar una profusi贸n de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores-estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitaci贸n del huevo filos贸fico, y un destilador construido por los propios gitanos seg煤n las descripciones modernas del alambique de tres brazos de Mar铆a la jud铆a. Adem谩s de estas cosas, Melqu铆ades dej贸 muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las f贸rmulas de Mois茅s y Z贸simo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permit铆an a quien supiera interpretarlos intentar la fabricaci贸n de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las f贸rmulas para doblar el oro, Jos茅 Arcadio Buend铆a cortej贸 a 脷rsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogile. 脷rsula cedi贸, como ocurr铆a siempre, ante la inquebrantable obstinaci贸n de su marido. Entonces Jos茅 Arcadio Buend铆a ech贸 treinta doblones en una cazuela, y los fundi贸 con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente m谩s parecido al caramelo vulgar que al oro magn铆fico. En azarosos y desesperados procesos de destilaci贸n, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio herm茅tico y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de r谩bano, la preciosa herencia de 脷rsula qued贸 reducida a un chicharr贸n carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero. Cuando volvieron los gitanos, 脷rsula hab铆a predispuesto contra ellos a toda la poblaci贸n. Pero la curiosidad pudo m谩s que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos m煤sicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibici贸n del m谩s fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melqu铆ades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus enc铆as destruidas por el escorbuto, sus mejillas fl谩ccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirti贸 en p谩nico cuando Melqu铆ades se sac贸 los dientes, intactos, engastados en las enc铆as, y se los mostr贸 al p煤blico por un instante un instante fugaz en que volvi贸 a ser el mismo hombre decr茅pito de los a帽os anteriores y se los puso otra vez y sonri贸 de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio Jos茅 Arcadio Buend铆a consider贸 que los conocimientos de Melqu铆ades hab铆an llegado a extremos intolerables, pero experiment贸 un saludable alborozo cuando el gitano le explic贸 a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareci贸 a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la ma帽ana perdi贸 todo inter茅s en las investigaciones de alquimia; sufri贸 una nueva crisis de mal humor, no volvi贸 a comer en forma regular y se pasaba el d铆a dando vueltas por la casa. 芦En el mundo est谩n ocurriendo cosas incre铆bles-le dec铆a a 脷rsula-. Ah铆 mismo, al otro lado del r铆o, hay toda clase de aparatos m谩gicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros. 禄 Quienes lo conoc铆an desde los tiempos de la fundaci贸n de Macondo, se asombraban de cu谩nto hab铆a cambiado bajo la influencia de Melqu铆ades.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 6 Al principio, Jos茅 Arcadio Buend铆a era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de ni帽os y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo f铆sico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Ten铆a una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un casta帽o gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde viv铆an en comunidad pac铆fica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los 煤nicos animales prohibidos no s贸lo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea. La laboriosidad de 脷rsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ning煤n momento de su vida se la oy贸 cantar, parec铆a estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de ol谩n. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los r煤sticos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca. Jos茅 Arcadio Buend铆a, que era el hombre m谩s emprendedor que se ver铆a jam谩s en la aldea, hab铆a dispuesto de tal modo la posici贸n de las casas, que desde todas pod铆a llegarse al r铆o y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y traz贸 las calles con tan buen sentido que ninguna casa recib铆a m谩s sol que otra a la hora del calor. En pocos a帽os, Macondo fue una aldea m谩s ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta a帽os y donde nadie hab铆a muerto. Desde los tiempos de la fundaci贸n, Jos茅 Arcadio Buend铆a construy贸 trampas y jaulas. En poco tiempo llen贸 de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no s贸lo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos p谩jaros distintos lleg贸 a ser tan aturdidor, que 脷rsula se tap贸 los o铆dos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que lleg贸 la tribu de Melqu铆ades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendi贸 de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ci茅naga, y los gitanos confesaron que se hab铆an orientado por el canto de los p谩jaros. Aquel esp铆ritu de iniciativa social desapareci贸 en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los c谩lculos astron贸micos, los sue帽os de trasmutaci贸n y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, Jos茅 Arcadio Buend铆a se convirti贸 en un hombre de aspecto holgaz谩n, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que 脷rsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No falt贸 quien lo considerara v铆ctima de alg煤n extra帽o sortilegio. Pero hasta los m谩s convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se ech贸 al hombro sus herramientas de desmontar, y pidi贸 el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos. Jos茅 Arcadio Buend铆a ignoraba por completo la geograf铆a de la regi贸n. Sab铆a que hacia el Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en 茅pocas pasadas-seg煤n le hab铆a contado el primer Aureliano Buend铆a, su abuelo-sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a ca帽onazos, que luego hac铆a remendar y rellenar de paja para llev谩rselos a la reina Isabel. En su juventud, 茅l y sus hombres, con mujeres y ni帽os y animales y toda clase de enseres dom茅sticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintis茅is meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque s贸lo pod铆a conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ci茅naga grande, que seg煤n testimonio de los gitanos carec铆a de l铆mites. La ci茅naga grande se confund铆a al Occidente con una extensi贸n acu谩tica sin horizontes, donde hab铆a cet谩ceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perd铆an a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cintur贸n de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los c谩lculos de Jos茅 Arcadio Buend铆a, la 煤nica posibilidad de contacto con la civilizaci贸n era la ruta del Norte. De modo que dot贸 de herramientas de desmonte y armas de cacer铆a a los mismos hombres que lo acompa帽aron en la fundaci贸n de Macondo; ech贸 en una mochila sus instrumentos de orientaci贸n y sus mapas, y emprendi贸 la temeraria aventura. Los primeros d铆as no encontraron un obst谩culo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del r铆o hasta el lugar en que a帽os antes hab铆an encontrado la armadura del guerrero, y all铆 penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al t茅rmino de la primera semana,
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 7 mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los pr贸ximos d铆as. Trataban de aplazar con esa precauci贸n la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul ten铆a un 谩spero sabor de almizcle. Luego, durante m谩s de diez d铆as, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvi贸 blando y h煤medo, como ceniza volc谩nica, y la vegetaci贸n fue cada vez m谩s insidiosa y se hicieron cada vez m谩s lejanos los gritos de los p谩jaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvi贸 triste para siempre. Los hombres de la expedici贸n se sintieron abrumados por sus recuerdos m谩s antiguos en aquel para铆so de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hund铆an en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como son谩mbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberaci贸n de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No pod铆an regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volv铆a a cerrar en poco tiempo, con una vegetaci贸n nueva que casi ve铆an crecer ante sus ojos. 芦No importa-dec铆a Jos茅 Arcadio Buend铆a-. Lo esencial es no perder la orientaci贸n. 禄 Siempre pendiente de la br煤jula, sigui贸 guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la regi贸n encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada traves铆a, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinaci贸n. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la ma帽ana, estaba un enorme gale贸n espa帽ol. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escu谩lidas del velamen, entre jarcias adornadas de orqu铆deas. El casco, cubierto con una tersa coraza de r茅mora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parec铆a ocupar un 谩mbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los p谩jaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no hab铆a nada m谩s que un apretado bosque de flores. El hallazgo del gale贸n, indicio de la proximidad del mar, quebrant贸 el 铆mpetu de Jos茅 Arcadio Buend铆a. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin en-contrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obst谩culo insalvable. Muchos a帽os despu茅s, el coronel Aureliano Buend铆a volvi贸 a travesar la regi贸n, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo 煤nico que encontr贸 de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. S贸lo entonces convencido de que aquella historia no hab铆a sido un engendro de la imaginaci贸n de su padre, se pregunt贸 c贸mo hab铆a podido el gale贸n adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero Jos茅 Arcadio Buend铆a no se plante贸 esa inquietud cuando encontr贸 el mar, al cabo de otros cuatro d铆as de viaje, a doce kil贸metros de distancia del gale贸n. Sus sue帽os terminaban frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merec铆a los riesgos y sacrificios de su aventura. -隆Carajo!-grit贸-. Macondo est谩 rodeado de agua por todas partes. La idea de un Macondo peninsular prevaleci贸 durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibuj贸 Jos茅 Arcadio Buend铆a al regreso de su expedici贸n. Lo traz贸 con rabia, exa-gerando de mala fe las dificultades de comunicaci贸n, como para castigarse a s铆 mismo por la absoluta falta de sentido con que eligi贸 el lugar. 芦Nunca llegaremos a ninguna parte-se la-mentaba ante 脷rsula-. Aqu铆 nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia. 禄 Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llev贸 a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar m谩s propicio. Pero esta vez, 脷rsula se anticip贸 a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. Jos茅 Arcadio Buend铆a no supo en qu茅 momento, ni en virtud de qu茅 fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una mara帽a de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusi贸n. 脷rsula lo observ贸 con una atenci贸n inocente, y hasta sinti贸 por 茅l un poco de piedad, la ma帽ana en que lo encontr贸 en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sue帽os de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dej贸 terminar. Lo dej贸 clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin ha-cerle ning煤n reproche, pero sabiendo ya que 茅l sab铆a (porque se lo oy贸 decir en sus sordos mon贸logos) que los hombres del pueblo no lo secundar铆an en su empresa. S贸lo cuando empez贸 a
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 8 desmontar la puerta del cuartito, 脷rsula se atrevi贸 a preguntarle por qu茅 lo hac铆a, y 茅l le contest贸 con una cierta amargura: 芦Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos. 禄 脷rsula no se alter贸. -No nos iremos-dijo-. Aqu铆 nos quedamos, porque aqu铆 hemos tenido un hijo. -Todav铆a no tenemos un muerto-dijo 茅l-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra. 脷rsula replic贸, con una suave firmeza:-Si es necesario que yo me muera para que se queden aqu铆, me muero. Jos茅 Arcadio Buend铆a no crey贸 que fuera tan r铆gida la voluntad de su mujer. Trat贸 de seducirla con el hechizo de su fantas铆a, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos l铆quidos m谩gicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vend铆an a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero 脷rsula fue insensible a su clarividencia. -En vez de andar pensando en tus alocadas noveler铆as, debes ocuparte de tus hijos-replic贸-. M铆ralos c贸mo est谩n, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros. Jos茅 Arcadio Buend铆a tom贸 al pie de la letra las palabras de su mujer. Mir贸 a trav茅s de la ventana y vio a los dos ni帽os descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresi贸n de que s贸lo en aquel instante hab铆an empezado a existir, concebidos por el conjuro de 脷rsula. Algo ocurri贸 entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraig贸 de su tiempo actual y lo llev贸 a la deriva por una regi贸n inexplorada de los re cuerdos. Mientras 脷rsula segu铆a barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida 茅l permaneci贸 contemplando a los ni帽os con mirada absorta hasta que los ojos se le humedecieron y se los sec贸 con el dorso de la mano, y exhal贸 un hondo suspiro de resignaci贸n. -Bueno-dijo-. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones. Jos茅 Arcadio, el mayor de los ni帽os, hab铆a cumplido catorce a帽os. Ten铆a la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el car谩cter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza f铆sica, ya desde entonces era evidente que carec铆a de imaginaci贸n. Fue concebido y dado a luz durante la penosa traves铆a de la sierra, antes de la fundaci贸n de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no ten铆a ning煤n 贸rgano de animal. Aureliano, el primer ser humano que naci贸 en Macondo, iba a cumplir seis a帽os en marzo. Era silencioso y retra铆do. Hab铆a llorado en el vientre de su madre y naci贸 con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo mov铆a la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atenci贸n concentrada en el techo de palma, que parec铆a a punto de derrumbarse bajo la tremenda presi贸n de la lluvia. 脷rsula no volvi贸 a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un d铆a en que el peque帽o Aureliano, a la edad de tres a帽os, entr贸 a la cocina en el momento en que ella retiraba del fog贸n y pon铆a en la mesa una olla de caldo hirviendo. El ni帽o, perplejo en la puerta, dijo: 芦Se va a caer. 禄 La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el ni帽o hizo el anuncio, inici贸 un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se despedaz贸 en el suelo. 脷rsula, alarmada, le cont贸 el episodio a su marido, pero 茅ste lo interpret贸 como un fen贸meno natural. As铆 fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un per铆odo de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quim茅ricas. Pero desde la tarde en que llam贸 a los ni帽os para que lo ayudaran a desempacar las cosas del laboratorio, les dedic贸 sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inveros铆miles y gr谩ficos fabulosos, les ense帽贸 a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habl贸 de las maravillas del mundo no s贸lo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos incre铆bles los l铆mites de su imaginaci贸n. Fue as铆 como los ni帽os terminaron por aprender que en el extremo meridional del 脕frica hab铆a hombres tan inteligentes y pac铆ficos que su 煤nico entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Sal贸nica. Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los ni帽os, que muchos a帽os m谩s tarde, un segundo antes de que el oficial de los ej茅rcitos regulares diera la orden de fuego al pelot贸n de fusilamiento, el coronel Aureliano Buend铆a volvi贸 a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpi贸 la lecci贸n de f铆sica, y se qued贸 fascinado, con la mano en el aire y los ojos inm贸viles, oyendo a la distancia los p铆fanos y tambores y sonajas de los gitanos
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 9 que una vez m谩s llegaban a la aldea, pregonando el 煤ltimo y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis. Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres j贸venes que s贸lo conoc铆an su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y m煤sicas sembraron en las calles un p谩nico de alborotada alegr铆a, con sus loros pintados de todos los colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina que pon铆a un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la m谩quina m煤ltiple que serv铆a al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones m谩s, tan ingeniosas e ins贸litas, que Jos茅 Arcadio Buend铆a hubiera querido inventar la m谩quina de la memoria para poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macondo se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria. Llevando un ni帽o de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de esti茅rcol y s谩ndalo que exhalaba la muchedumbre, Jos茅 Arcadio Buend铆a andaba como un loco buscando a Melqu铆ades por todas partes, para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigi贸 a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por 煤ltimo lleg贸 hasta el lugar donde Melqu铆ades sol铆a plantar su tienda, y encontr贸 un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se hab铆a tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando Jos茅 Arcadio Buend铆a se abri贸 paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espect谩culo, y alcanz贸 a hacer la pregunta. El gitano le envolvi贸 en el clima at贸nito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitr谩n pestilente y humeante sobre el cual qued贸 flotando la resonancia de su respuesta: 芦Melqu铆ades muri贸. 禄 Aturdido por la noticia, Jos茅 Arcadio Buend铆a permaneci贸 inm贸vil, tratando de sobreponerse a la aflicci贸n, hasta que el grupo se dispers贸 reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evapor贸 por completo. M谩s tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melqu铆ades hab铆a sucumbido a las fiebres en los m茅danos de Singapur, y su cuerpo hab铆a sido arrojado en el lugar m谩s profundo del mar de Java. A los ni帽os no les interes贸 la noticia. Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, seg煤n dec铆an, perteneci贸 al rey Salom贸n. Tanto insistieron, que Jos茅 Arcadio Buend铆a pag贸 los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde hab铆a un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dej贸 escapar un aliento glacial. Dentro s贸lo hab铆a un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crep煤sculo. Desconcertado, sabiendo que los ni帽os esperaban una explicaci贸n inmediata, Jos茅 Arcadio Buend铆a se atrevi贸 a murmurar: -Es el diamante m谩s grande del mundo.-No-corrigi贸 el gitano-. Es hielo. Jos茅 Arcadio Buend铆a, sin entender, extendi贸 la mano hacia el t茅mpano, pero el gigante se la apart贸. 芦Cinco reales m谩s para tocarlo禄, dijo. Jos茅 Arcadio Buend铆a los pag贸, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el coraz贸n se le hinchaba de temor y de j煤bilo al contacto del misterio. Sin saber qu茅 decir, pag贸 otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El peque帽o Jos茅 Arcadio se neg贸 a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retir贸 en el acto. 芦Est谩 hirviendo禄, exclam贸 asustado. Pero su padre no le prest贸 atenci贸n. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvid贸 de la frustraci贸n de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melqu铆ades abandonado al apetito de los calamares. Pag贸 otros cinco reales, y con la mano puesta en el t茅mpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclam贸: -脡ste es el gran invento de nuestro tiempo.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 10 II Cuando el pirata Francis Drake asalt贸 a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de 脷rsula Iguar谩n se asust贸 tanto con el toque de rebato y el estampido de los ca帽ones, que perdi贸 el control de los nervios y se sent贸 en un fog贸n encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa in煤til para toda la vida. No pod铆a sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo extra帽o debi贸 quedarle en el modo de andar, porque nunca volvi贸 a caminar en p煤blico. Renunci贸 a toda clase de h谩bitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo desped铆a un olor a chamusquina. El alba la sorprend铆a en el patio sin atreverse a dormir, porque so帽aba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se met铆an por la ventana del dormitorio y la somet铆an a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragon茅s con quien ten铆a dos hijos, se gast贸 media tienda en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por 煤ltimo liquid贸 el negocio y llev贸 la familia a vivir lejos del mar, en una rancher铆a de indios pac铆ficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construy贸 a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas. En la escondida rancher铆a viv铆a de mucho tiempo atr谩s un criollo cultivador de tabaco, don Jos茅 Arcadio Buend铆a, con quien el bisabuelo de 脷rsula estableci贸 una sociedad tan productiva que en pocos a帽os hicieron una fortuna. Varios siglos m谩s tarde, el tataranieto del criollo se cas贸 con la tataranieta del aragon茅s. Por eso, cada vez que 脷rsula se sal铆a de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos a帽os de casualidades, y maldec铆a la hora en que Francis Drake asalt贸 a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un v铆nculo m谩s s贸lido que el amor: un com煤n remordimiento de conciencia. Eran primos entre s铆. Hab铆an crecido juntos en la antigua rancher铆a que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Ten铆an el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la verg眉enza de engendrar iguanas. Ya exist铆a un precedente tremendo. Una t铆a de 脷rsula, casada con un t铆o de Jos茅 Arcadio Buend铆a tuvo un hijo que pas贸 toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que muri贸 desangrado despu茅s de haber vivido cuarenta y dos a帽os en el m谩s puro estado de virginidad porque naci贸 y creci贸 con una cola cartilaginosa en forma de tirabuz贸n y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dej贸 ver nunca de ninguna mujer, y que le costo la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cort谩rsela con una hachuela de destazar. Jos茅 Arcadio Buend铆a, con la ligereza de sus diecinueve a帽os, resolvi贸 el problema con una sola frase: 芦No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar. 禄 As铆 que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que dur贸 tres d铆as. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de 脷rsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pron贸sticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, 脷rsula se pon铆a antes de acostarse un pantal贸n rudimentario que su madre le fabric贸 con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. As铆 estuvieron varios meses. Durante el d铆a, 茅l pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parec铆a un sustituto del acto de amor, hasta que la intuici贸n popular olfate贸 que algo irregular estaba ocurriendo, y solt贸 el rumor de que 脷rsula segu铆a virgen un a帽o despu茅s de casada, porque su marido era impotente. Jos茅 Arcadio Buend铆a fue el 煤ltimo que conoci贸 el rumor. -Ya ves, 脷rsula, lo que anda diciendo la gente-le dijo a su mujer con mucha calma.-D茅jalos que hablen-dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 11 De modo que la situaci贸n sigui贸 igual por otros seis meses, hasta el domingo tr谩gico en que Jos茅 Arcadio Buend铆a le gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apart贸 de Jos茅 Arcadio Buend铆a para que toda la gallera pudiera o铆r lo que iba a decirle. -Te felicito-grit贸-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer. Jos茅 Arcadio Buend铆a, sereno, recogi贸 su gallo. 芦Vuelvo en seguida禄, dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar: -Y t煤, anda a tu casa y 谩rmate, porque te voy a matar. Diez minutos despu茅s volvi贸 con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se hab铆a concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de Jos茅 Arcadio Buend铆a, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma direcci贸n certera con que el primer Aureliano Buend铆a extermin贸 a los tigres de la regi贸n, le atraves贸 la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cad谩ver en la gallera, Jos茅 Arcadio Buend铆a entr贸 en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantal贸n de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le orden贸: 芦Qu铆tate eso. 禄 脷rsula no puso en duda la decisi贸n de su marido. 芦T煤 ser谩s responsable de lo que pase禄, murmur贸. Jos茅 Arcadio Buend铆a clav贸 la lanza en el piso de tierra. -Si has de parir iguanas, criaremos iguanas-dijo-. Pero no habr谩 m谩s muertos en este pueblo por culpa tuya. Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar. El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les qued贸 un malestar en la conciencia. Una noche en que no pod铆a dormir, 脷rsula sali贸 a tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba l铆vido, con una expresi贸n muy triste, tratando de cegar con un tap贸n de esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino l谩stima. Volvi贸 al cuarto a contarle a su esposo lo que hab铆a visto, pero 茅l no le hizo caso. 芦Los muertos no salen-dijo-. Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia. 禄 Dos noches despu茅s, 脷rsula volvi贸 a ver a Prudencio Aguilar en el ba帽o, lav谩ndose con el tap贸n de esparto la sangre cris-talizada del cuello. Otra noche lo vio pase谩ndose bajo la lluvia. Jos茅 Arcadio Buend铆a, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, sali贸 al patio armado con la lanza. All铆 estaba el muerto con su expresi贸n triste. -Vete al carajo-le grit贸 Jos茅 Arcadio Buend铆a-. Cuantas veces regreses volver茅 a matarte. Prudencio Aguilar no se fue, ni Jos茅 Arcadio Buend铆a se atrevi贸 arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien. Lo atormentaba la inmensa desolaci贸n con que el muerto lo hab铆a mirado desde la lluvia, la honda nostalgia con que a帽oraba a los vivos, la ansiedad con que registraba la casa buscando agua para mojar su tap贸n de esparto. 芦Debe estar sufriendo mucho-le dec铆a a 脷rsula-. Se ve que est谩 muy solo. 禄 Ella estaba tan conmovida que la pr贸xima vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendi贸 lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una noche en que lo encontr贸 lav谩ndose las heridas en su propio cuarto, Jos茅 Arcadio Buend铆a no pudo resistir m谩s. -Est谩 bien, Prudencio-le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo m谩s lejos que podamos, y no regresaremos jam谩s. Ahora vete tranquilo. Fue as铆 como emprendieron la traves铆a de la sierra. Varios amigos de Jos茅 Arcadio Buend铆a, j贸venes como 茅l, embullados con la aventura, desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra que nadie les hab铆a prometido. Antes de partir, Jos茅 Arcadio Buend铆a enterr贸 la lanza en el patio y degoll贸 uno tras otro sus magn铆ficos gallos de pelea, confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo 煤nico que se llev贸 脷rsula fue un ba煤l con sus ropas de reci茅n casada, unos pocos 煤tiles dom茅sticos y el cofrecito con las piezas de oro que hered茅 de su padre. No se trazaron un itinerario definido. Solamente procuraban viajar en sentido contrario al camino de Riohacha para no dejar ning煤n rastro ni encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce meses, con el est贸mago estragado por la carne de mico y el caldo de culebras, 脷rsula dio a luz un hijo con todas sus partes humanas. Hab铆a hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchaz贸n le desfigur贸 las piernas, y las varices se le reventaban como burbujas. Aunque daba l谩stima verlos con los vientres templados y los ojos l谩nguidos, los
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 12 ni帽os resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte del tiempo les result贸 divertido. Una ma帽ana, despu茅s de casi dos a帽os de traves铆a, fueron los primeros mortales que vieron la vertiente occidental de la sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acu谩tica de la ci茅naga grande, explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una noche, despu茅s de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos ya de los 煤ltimos ind铆genas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla de un r铆o pedregoso cuyas aguas parec铆an un torrente de vidrio helado. A帽os despu茅s, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buend铆a trat贸 de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por sorpresa, y a los seis d铆as de viaje comprendi贸 que era una locura. Sin embargo, la noche en que acamparon junto al r铆o, las huestes de su padre ten铆an un aspecto de n谩ufragos sin escapatoria, pero su n煤mero hab铆a aumentado durante la traves铆a y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos. Jos茅 Arcadio Buend铆a so帽贸 esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Pregunt贸 qu茅 ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca hab铆a o铆do, que no ten铆a significado alguno, pero que tuvo en el sue帽o una resonancia sobrenatural: Macondo. Al d铆a siguiente convenci贸 a sus hombres de que nunca encontrar铆an el mar. Les orden贸 derribar los 谩rboles para hacer un claro junto al r铆o, en el lugar m谩s fresco de la orilla, y all铆 fundaron la aldea. Jos茅 Arcadio Buendia no logr贸 descifrar el sue帽o de las casas con paredes de espejos hasta el d铆a en que conoci贸 el hielo. Entonces crey贸 entender su profundo significado. Pens贸 que en un futuro pr贸ximo podr铆an fabricarse bloques de hielo en gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejar铆a de ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torc铆an de calor, para convertirse en una ciudad invernal. Si no persever贸 en sus tentativas de construir una f谩brica de hielo, fue porque entonces estaba positivamente entusiasmado con la educaci贸n de sus hijos, en especial la de Aureliano, que hab铆a revelado desde el primer momento una rara intuici贸n alqu铆mica. El laboratorio hab铆a sido desempolvado. Revisando las notas de Melqu铆ades, ahora serenamente, sin la exaltaci贸n de la novedad, en prolongadas y pacientes sesiones trataron de separar el oro de 脷rsula del cascote adherido al fondo del caldero. El joven Jos茅 Arcadio particip贸 apenas en el proceso. Mientras su padre s贸lo ten铆a cuerpo y alma para el atanor, el voluntarioso primog茅nito, que siempre fue demasiado grande para su edad, se convirti贸 en un adolescente monumental. Cambi贸 de voz. El bozo se le pobl贸 de un vello incipiente. Una noche 脷rsula entr贸 en el cuarto cuando 茅l se quitaba la ropa para dormir, y experiment贸 un confuso sentimiento de verg眉enza y piedad: era el primer hombre que ve铆a desnudo, despu茅s de su esposo, y estaba tan bien equipado para la vida, que le pareci贸 anormal. 脷rsula, encinta por tercera vez, vivi贸 de nuevo sus terrores de reci茅n casada. Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios dom茅sticos y sab铆a leer el porvenir en la baraja. 脷rsula le habl贸 de su hijo. Pensaba que su desproporci贸n era algo tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo. La mujer solt贸 una risa expansiva que repercuti贸 en toda la casa como un reguero de vidrio. 芦Al contrario-dijo-. Ser谩 feliz禄. Para confirmar su pron贸stico llev贸 los naipes a la casa pocos d铆as despu茅s, y se encerr贸 con Jos茅 Arcadio en un dep贸sito de granos contiguo a la cocina. Coloc贸 las barajas con mucha calma en un viejo mes贸n de carpinter铆a, hablando de cualquier cosa, mientras el muchacho esperaba cerca de ella m谩s aburrido que intrigado. De pronto extendi贸 la mano y lo toc贸. 芦Qu茅 b谩rbaro禄, dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir. Jos茅 Arcadio sinti贸 que los huesos se le llenaban de espuma, que ten铆a un miedo l谩nguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna insinuaci贸n. Pero Jos茅 Arcadio la sigui贸 buscando toda la noche en el olor de humo que ella ten铆a en las axilas y que se le qued贸 metido debajo del pellejo. Quer铆a estar con ella en todo momento, quer铆a que ella fuera su madre, que nunca salieran del granero y que le dijera qu茅 b谩rbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qu茅 b谩rbaro. Un d铆a no pudo soportar m谩s y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento no la dese贸. La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tom贸 el caf茅 y abandon贸 la casa deprimido. Esa noche, en el espanto de la vigilia, la volvi贸 a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quer铆a como era en el granero, sino como hab铆a sido aquella tarde. D铆as despu茅s, de un modo intempestivo, la mujer lo llam贸 a su casa, donde estaba sola con su madre, y lo hizo entrar en el dormitorio con el pretexto de ense帽arle un truco de barajas. Entonces lo toc贸 con tanta libertad que 茅l sufri贸 una desilusi贸n despu茅s del estremecimiento
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 13 inicial, y experiment贸 m谩s miedo que placer. Ella le pidi贸 que esa noche fuera a buscarla. 脡l estuvo de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no seria capaz de ir. Pero esa noche, en la cama ardiente, comprendi贸 que ten铆a que ir a buscarla aunque no fuera capaz. Se visti贸 a tientas, oyendo en la oscuridad la reposada respiraci贸n de su hermano, la tos seca de su padre en el cuarto vecino, el asma de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su coraz贸n y el desmesurado bullicio del mundo que no hab铆a advertido hasta entonces, y sali贸 a la calle dormido. Deseaba de todo coraz贸n que la puerta estuviera atrancada, y no simplemente ajustada, como ella le hab铆a prometido. Pero estaba abierta. La empuj贸 con la punta de los dedos y los goznes soltaron un quejido l煤gubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus entra帽as. Desde el instante en que entr贸, de medio lado y tratando de no hacer ruido, sinti贸 el olor. Todav铆a estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer colgaban las hamacas en posiciones que 茅l ignoraba y que no pod铆a determinar en las tinieblas, as铆 que le faltaba atravesarla a tientas, empujar la puerta del dormitorio y orientarse all铆 de tal modo que no fuera a equivocarse de cama. Lo consigui贸. Tropez贸 con los hicos de las hamacas, que estaban m谩s bajas de lo que 茅l hab铆a supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvi贸 en el sue帽o y dijo con una especie de desilusi贸n: 芦Era mi茅rcoles. 禄 Cuando empuj贸 la puerta del dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De pronto, en la oscuridad absoluta, comprendi贸 con una irremediable nostalgia que estaba completamente desorientado. En la estrecha habitaci贸n dorm铆an la madre, otra hija con el marido y dos ni帽os, y la mujer que tal vez no lo esperaba. Habr铆a podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa, tan enga帽oso y al mismo tiempo tan definido como hab铆a estado siempre en su pellejo. Permaneci贸 inm贸vil un largo rato, pregunt谩ndose asombrado c贸mo hab铆a hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropez贸 la cara. No se sorprendi贸, porque sin saberlo lo hab铆a estado esperando. Entonces se confi贸 a aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dej贸 llevar hasta un lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de papas y lo voltearon al derecho y al rev茅s, en una oscuridad insondable en la que le sobraban los brazos, donde ya no ol铆a m谩s a mujer, sino a amon铆aco, y donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de 脷rsula, confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hac铆a mucho tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se hab铆a imaginado que en realidad se pudiera hacer, sin saber c贸mo lo estaba haciendo porque no sab铆a d贸nde es-taban los pies v d贸nde la cabeza, ni los pies de qui茅n ni la cabeza de qui茅n, y sintiendo que no pod铆a resistir m谩s el rumor glacial de sus ri帽ones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa. Se llamaba Pilar Ternera. Hab铆a formado parte del 茅xodo que culmin贸 con la fundaci贸n de Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre que la viol贸 a los catorce a帽os y sigui贸 am谩ndola hasta los veintid贸s, pero que nunca se decidi贸 a hacer p煤blica la situaci贸n porque era un hombre ajeno. Le prometi贸 seguirla hasta el fin del mundo, pero m谩s tarde, cuando arreglara sus asuntos, y ella se hab铆a cansado de esperarlo identific谩ndolo siempre con los hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le promet铆an por los caminos de la tierra y los caminos del mar, para dentro de tres d铆as, tres meses o tres a帽os. Hab铆a perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el h谩bito de la ternura, pero conservaba intacta la locura del coraz贸n, Trastornado por aquel juguete prodigioso, Jos茅 Arcadio busc贸 su rastro todas las noches a trav茅s del laberinto del cuarto. En cierta ocasi贸n encontr贸 la puerta atrancada, y toc贸 varias veces, sabiendo que si hab铆a tenido el arresto de tocar la primera vez ten铆a que tocar hasta la 煤ltima, y al cabo de una espera interminable ella le abri贸 la puerta. Durante el d铆a, derrumb谩ndose de sue帽o, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior. Pero cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, 茅l no ten铆a que hacer ning煤n esfuerzo para disimular su tensi贸n, porque aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no ten铆a nada que ver con el poder invisible que lo ense帽aba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del coraz贸n, y le hab铆a permitido entender por qu茅 los hombres le tienen miedo a la muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendi贸 la alegr铆a de todos cuando su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que hab铆an logrado vulnerar el cascote met谩lico y separar el oro de 脷rsula. En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo hab铆an conseguido. 脷rsula estaba feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invenci贸n de la alquimia, mientras la gente de la aldea se
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 14 apretujaba en el laboratorio, y les serv铆an dulce de guayaba con galletitas para celebrar el prodigio, y Jos茅 Arcadio Buend铆a les dejaba ver el crisol con el oro rescatado, como si acabara de inventar铆o. De tanto mostrarlo, termin贸 frente a su hijo mayor, que en los 煤ltimos tiempos apenas se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el mazacote seco y amarillento, y le pregunt贸: 芦驴Qu茅 te parece?禄 Jos茅 Arcadio, sinceramente, contest贸: -Mierda de perro. Su padre le dio con el rev茅s de la mano un violento golpe en la boca que le hizo saltar la sangre y las l谩grimas. Esa noche Pilar Ternera le puso compresas de 谩rnica en la hinchaz贸n, adivinando el frasco y los algodones en la oscuridad, y le hizo todo lo que quiso sin que 茅l se molestara, para amarlo sin lastimarlo Lograron tal estado de intimidad que un momento despu茅s, sin darse cuenta, estaban hablando en murmullos. -Quiero estar solo contigo-dec铆a 茅l-. Un d铆a de estos le cuento todo a todo el mundo y se acaban los escondrijos. Ella no trat贸 de apaciguarlo. -Ser铆a muy bueno-dijo-. Si estamos solos, dejamos la l谩mpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y t煤 me dices en la oreja todas las porquer铆as que se te ocurran. Esta conversaci贸n, el rencor mordiente que sent铆a contra su padre, y la inminente posibilidad del amor desaforado, le inspiraron una serena valent铆a. De un modo espont谩neo, sin ninguna preparaci贸n, le cont贸 todo a su hermano. Al principio el peque帽o Aureliano s贸lo comprend铆a el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro que implicaban las aventuras de su hermano, pero no lograba concebir la fascinaci贸n del objetivo. Poco a poco se fue contaminando de ansiedad. Se hac铆a contar las minuciosas peripecias, se identificaba con el sufrimiento y el gozo del hermano, se sent铆a asustado y feliz. Lo esperaba despierto hasta el amanecer, en la cama solitaria que parec铆a tener una estera de brasas, y segu铆an hablando sin sue帽o hasta la hora de levantarse, de modo que muy pronto padecieron ambos la misma somnolencia, sintieron el mismo desprecio por la alquimia y la sabidur铆a de su padre, y se refugiaron en la soledad. 芦Estos ni帽os andan como zurumb谩ticos-dec铆a 脷rsula-. Deben tener lombrices. 禄 Les prepar贸 una repugnante p贸cima de paico machacado, que ambos bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus bacinillas once veces en un solo d铆a, y expulsaron unos par谩sitos rosados que mostraron a todos con gran j煤bilo, porque les permitieron desorientar a 脷rsula en cuanto al origen de sus distraimientos y languideces. Aureliano no s贸lo pod铆a entonces entender, sino que pod铆a vivir como cosa propia las experiencias de su hermano, porque en una ocasi贸n en que 茅ste explicaba con muchos pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpi贸 para preguntarle: 芦驴Qu茅 se siente?禄 Jos茅 Arcadio le dio una respuesta inmediata: -Es como un temblor de tierra. Un jueves de enero, a las dos de la madrugada, naci贸 Amaranta. Antes de que nadie entrara en el cuarto, 脷rsula la examin贸 minuciosamente. Era liviana y acuosa como una lagartija, pero todas sus partes eran humanas, Aureliano no se dio cuenta de la novedad sino cuando sinti贸 la casa llena de gente. Protegido por la confusi贸n sali贸 en busca de su hermano, que no estaba en la cama desde las once, y fue una decisi贸n tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse c贸mo har铆a para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta que la proximidad del alba lo oblig贸 a regresar. En el cuarto de su madre, jugando con la hermanita reci茅n nacida y con una cara que se le ca铆a de inocencia, encontr贸 a Jos茅 Arcadio. 脷rsula hab铆a cumplido apenas su reposo de cuarenta d铆as, cuando volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis y malabaristas que llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de Melqu铆ades, hab铆an demostrado en poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en funci贸n de su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad de circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del transporte, como un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterr贸 sus 煤ltimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo, Jos茅 Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor pod铆a ser un sentimiento m谩s reposado y profundo que la felicidad de-
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 15 saforada pero moment谩nea de sus noches secretas. Pilar, sin embargo, rompi贸 el encanto. Estimulada por el entusiasmo con que Jos茅 Arcadio disfrutaba de su compa帽铆a, equivoc贸 la forma y la ocasi贸n, y de un solo golpe le ech贸 el mundo encima. 芦Ahora si eres un hombre禄, le dijo. Y corno 茅l no entendi贸 lo que ella quer铆a decirle, se lo explic贸 letra por letra: -Vas a tener un hijo. Jos茅 Arcadio no se atrevi贸 a salir de su casa en varios d铆as. Le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio, donde los ar-tefactos de alquimia hab铆an revivido con la bendici贸n de 脷rsula. Jos茅 Arcadio Buend铆a recibi贸 con alborozo al hijo extraviado y lo inici贸 en la b煤squeda de la piedra filosofal, que hab铆a por fin emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que pas贸 veloz al nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor y a varios ni帽os de la aldea que hac铆an alegres saludos con la mano, y Jos茅 Arcadio Buend铆a ni siquiera la mir贸. 芦D茅jenlos que sue帽en-dijo-. Nosotros volaremos mejor que ellos con recurso s m谩s cient铆ficos que ese miserable sobrecamas. 禄 A pesar de su fingido inter茅s, Jos茅 Arcadio no entendi贸 nunca los podere 5 del huevo filos贸fico, que simplemente le parec铆a un frasco mal hecho. No lograba escapar de su preocupaci贸n. Perdi贸 el apetito y el sue帽o, sucumbi贸 al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y fue tal su trastorno que el propio Jos茅 Arcadio Buend铆a lo relev贸 de los deberes en el laboratorio creyendo que hab铆a tomado la alquimia demasiado a pecho. Aureliano, por supuesto, comprendi贸 que la aflicci贸n del hermano no ten铆a origen en la b煤squeda de la piedra filosofal, pero no consigui贸 arrancarle una confidencia. Rabia perdido su antigua espontaneidad. De c贸mplice y comunicativo se hizo herm茅tico y hostil. Ansioso de soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandon贸 la cama como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la feria. Despu茅s de deambular por entre toda suerte de m谩quinas de artificio, Sin interesarse por ninguna, se fij贸 en algo que no estaba en juego; una gitana muy joven, casi una ni帽a, agobiada de abalorios, la mujer m谩s bella que Jos茅 Arcadio hab铆a visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el triste espect谩culo del hombre que se convirti贸 en v铆bora por desobedecer a sus padres. Jos茅 Arcadio no puso atenci贸n. Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre-v铆bora, se hab铆a abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en que se encontraba la gitana, y se hab铆a detenido detr谩s de ella. Se apret贸 contra sus espaldas. La muchacha trat贸 de separarse, pero Jos茅 Arcadio se apret贸 con m谩s fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo sinti贸. Se qued贸 inm贸vil contra 茅l, temblando de sorpresa y pavor, sin poder creer en la evidencia, y por 煤ltimo volvi贸 la cabeza y lo mir贸 con una sonrisa tr茅mula. En ese instante dos gitanos metieron al hombre-v铆bora en su jaula y la llevaron al interior de la tienda. El gitano que dirig铆a el espect谩culo anunci贸: -Y ahora, se帽oras y se帽ores, vamos a mostrar la prueba terrible de la mujer que tendr谩 que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento cincuenta a帽os, como castigo por haber visto lo que no deb铆a. Jos茅 Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitaci贸n. Fueron a la carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpi帽os superpuestos, de sus numerosos pollerines de encaje almidonado, de su in煤til cors茅 alambrado, de su carga de abalorios, y qued贸 pr谩cticamente convertida en nada. Era una ranita l谩nguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en di谩metro a los brazos de Jos茅 Arcadio, pero ten铆a una decisi贸n y un calor que compensaban su fragilidad. Sin embargo, Jos茅 Arcadio no pod铆a responderle porque estaban en una especie de carpa p煤blica, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar una partida de dados. La l谩mpara colgada en la vara central iluminaba todo el 谩mbito. En una pausa de las caricias, Jos茅 Arcadio se estir贸 desnudo en la cama, sin saber qu茅 hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una gitana de carnes espl茅ndidas entr贸 poco despu茅s acompa帽ada de un hombre que no hacia parte de la far谩ndula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin propon茅rselo, la mujer mir贸 a Jos茅 Arcadio y examin贸 con una especie de fervor pat茅tico su magnifico animal en reposo. -Muchacho-exclam贸-, que Dios te la conserve. La compa帽era de Jos茅 Arcadio les pidi贸 que los dejaran tranquilos, y la pareja se acost贸 en el suelo, muy cerca de la cama.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 16 La pasi贸n de los otros despert贸 la fiebre de Jos茅 Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un fichero de domin贸, y su piel se deshizo en un sudor p谩lido y sus ojos se llenaron de l谩grimas y todo su cuerpo exhal贸 un lamento l煤gubre y un vago olor de lodo. Pero soport贸 el impacto con una firmeza de car谩cter y una valent铆a admirables. Jos茅 Arcadio se sinti贸 entonces levantado en vilo hacia un estado de inspiraci贸n ser谩fica, donde su coraz贸n se desbarat贸 en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los o铆dos y le sal铆an por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del s谩bado Jos茅 Arcadio se amarr贸 un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos. Cuando 脷rsula descubri贸 su ausencia, lo busc贸 por toda la aldea. En el desmantelado campamento de los gitanos no hab铆a m谩s que un reguero de desperdicios entre las cenizas todav铆a humeantes de los fogones apagados. Alguien que andaba por ah铆 buscando abalorios entre la basura le dijo a 脷rsula que la noche anterior hab铆a visto a su hijo en el tumulto de la fa-r谩ndula, empujando una carretilla con la jaula del hombre-v铆bora. 芦隆Se meti贸 de gitano!禄, le grit贸 ella a su marido, quien no hab铆a dado la menor se帽al de alarma ante la desaparici贸n. -Ojal谩 fuera cierto-dijo Jos茅 Arcadio Buend铆a, machacando en el mortero la materia mil veces machacada y recalentada y vuelta a machacar-. As铆 aprender谩 a ser hombre. 脷rsula pregunt贸 por d贸nde se hab铆an ido los gitanos. Sigui贸 preguntando en el camino que le indicaron, y creyendo que todav铆a ten铆a tiempo de alcanzarlos, sigui贸 alej谩ndose de la aldea, hasta que tuvo conciencia de estar tan lejos que ya no pens贸 en regresar. Jos茅 Arcadio Buend铆a no descubri贸 la falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dej贸 la materia recalent谩ndose en una cama de esti茅rcol, y fue a ver qu茅 le pasaba a la peque帽a Amaranta que estaba ronca de llorar. En pocas horas reuni贸 un grupo de hombres bien equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se ofreci贸 para amamantar铆a, y se perdi贸 por senderos invisibles en pos de 脷rsula. Aureliano los acompa帽贸. Unos pescadores ind铆genas, cuya lengua desconoc铆an, les indicaron por se帽as al amanecer que no hab铆an visto pasar a nadie. Al cabo de tres d铆as de b煤squeda in煤til, regresaron a la aldea. Durante varias semanas, Jos茅 Arcadio Buend铆a se dej贸 vencer por la consternaci贸n. Se ocupaba como una madre de la peque帽a Amaranta. La ba帽aba y cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada cuatro veces al d铆a y hasta le cantaba en la noche las canciones que 脷rsula nunca supo cantar. En cierta ocasi贸n, Pilar Ternera se ofreci贸 para hacer los oficios de la casa mientras regresaba 脷rsula. Aureliano, cuya misteriosa intuici贸n se hab铆a sensibilizado en la desdicha, experiment贸 un fulgor de clarividencia al verla entrar. Entonces supo que de alg煤n modo inexplicable ella ten铆a la culpa de la fuga de su hermano y la consiguiente desaparici贸n de su madre, y la acos贸 de tal modo, con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvi贸 a la casa. El tiempo puso las cosas en su puesto. Jos茅 Arcadio Buend铆a y su hijo no supieron en qu茅 momento estaban otra vez en el laboratorio, sacudiendo el polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una vez m谩s a la paciente manipulaci贸n de la materia dormida desde hac铆a varios meses en su cama de esti茅rcol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre, observaba con curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta ocasi贸n, meses despu茅s de la partida de 脷rsula, em-pezaron a suceder cosas extra帽as. Un frasco vac铆o que durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se hizo tan pesado que fue imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la mesa de trabajo hirvi贸 sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. Jos茅 Arcadio Buend铆a y su hijo observaban aquellos fen贸menos con asustado alborozo, sin lograr explic谩rselos, pero interpret谩ndolos como anuncios de la materia. Un d铆a la canastilla de Amaranta empez贸 a moverse con un impulso propio y dio una vuelta completa en el cuarto, ante la consternaci贸n de Aureliano, que se apresur贸 a detenerla. Pero su padre no se alter贸. Puso la canastilla en su puesto y la amarr贸 a la pata de una mesa, convencido de que el acontecimiento esperado era inminente. Fue en esa ocasi贸n cuando Aureliano le oy贸 decir: -Si no temes a Dios, t茅mele a los metales. De pronto, casi cinco meses despu茅s de su desaparici贸n, volvi贸 脷rsula. Lleg贸 exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la aldea. Jos茅 Arcadio Buend铆a apenas si pudo resistir el impacto. 芦隆Era esto-gritaba-. Yo sabia que iba a ocurrir. 禄 Y lo cre铆a de veras, porque en sus prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su coraz贸n que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal, ni la liberaci贸n
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 17 del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora hab铆a ocurrido: el regreso de 脷rsula. Pero ella no compart铆a su alborozo. Le dio un beso convencional, como si no hubiera estado ausente m谩s de una hora, y le dijo: -As贸mate a la puerta. Jos茅 Arcadio Buend铆a tard贸 mucho tiempo para restablecerse la perplejidad cuando sali贸 a la calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Tra铆an mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios dom茅sticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Ven铆an del otro lado de la ci茅naga, a s贸lo dos d铆as de viaje, donde hab铆a pueblos que recib铆an el correo todos los meses y conoc铆an las m谩quinas del bienestar. 脷rsula no hab铆a alcanzado a los gitanos, pero encontr贸 la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada b煤squeda de los grandes inventos.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 18 III El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos semanas de nacido. 脷rsula lo admiti贸 de mala gana, vencida una vez m谩s por la terquedad de su marido que no pudo tolerar la idea de que un reto帽o de su sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condici贸n de que se ocultara al ni帽o su verdadera identidad. Aunque recibi贸 el nombre de Jos茅 Arcadio, terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones. Hab铆a por aquella 茅poca tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la casa, que el cuidado de los ni帽os qued贸 relegado a un nivel secundario. Se los encomendaron a Visitaci贸n, una india guajira que lleg贸 al pueblo con un hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hac铆a varios a帽os. Ambos eran tan d贸ciles y serviciales que 脷rsula se hizo cargo de ellos para que la ayudaran en los oficios dom茅sticos. Fue as铆 como Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira antes que el castellano, y aprendieron a tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de ara帽as sin que 脷rsula se diera cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con 脷rsula divulgaron la buena calidad de su suelo y su posici贸n privilegiada con respecto a la ci茅naga, de modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirti贸 muy pronto en un pueblo activo, con tiendas y talleres de artesan铆a, y una ruta de comercio permanente por donde llegaran los primeros 谩rabes de pantuflas y argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por guacamayas. Jos茅 Arcadio Buend铆a no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad inmediata que entonces le result贸 m谩s fant谩stica que el vasto universo de su imaginaci贸n, perdi贸 todo inter茅s por el laboratorio de alquimia, puso a descansar la materia extenuada por largos meses de manipulaci贸n, y volvi贸 a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que decid铆a el trazado de las calles y la posici贸n de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de privilegios que no tuvieran todos. Adquiri贸 tanta autoridad entre los reci茅n llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin consult谩rselo, y se determin贸 que fuera 茅l quien dirigiera la repartici贸n de la tierra. Cuando volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria ambulante transformada en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron recibidos con alborozo porque se pens贸 que Jos茅 Arcadio regresaba con ellos. Pero Jos茅 Arcadio no volvi贸, ni llevaron al hombre-v铆bora que seg煤n pensaba 脷rsula era el 煤nico que podr铆a darles raz贸n de su hijo, as铆 que no se les permiti贸 a los gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo en el futuro, porque se los consider贸 como mensajeros de la concupiscencia y la perversi贸n. Jos茅 Arcadio Buend铆a, sin embargo, fue expl铆cito en el sentido de que la antigua tribu de Melqu铆ades, que tanto contribuy贸 al engrandecimiento de la aldea can su milenaria sabidur铆a y sus fabulosos inventos, encontrar铆a siempre las puertas abiertas. Pero la tribu de Melqu铆ades, seg煤n contaron los trotamundos, hab铆a sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los limites del conocimiento humano. Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantas铆a, Jos茅 Arcadio Buend铆a impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual s贸lo se permiti贸 una licencia: la liberaci贸n de los p谩jaros que desde la 茅poca de la fundaci贸n alegraban el tiempo con sus flautas, y la instalaci贸n en su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes de madera labrada que los 谩rabes cambiaban por guacamayas, y que Jos茅 Arcadio Buend铆a sincroniz贸 con tanta precisi贸n, que cada media hora el pueblo se alegraba con los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la culminaci贸n de un mediod铆a exacto y un谩nime con el valse completo. Fue tambi茅n Jos茅 Arcadio Buend铆a quien decidi贸 por esos a帽os que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubri贸 sin revelarlos nunca las m茅todos para hacerlos eternos. Muchos a帽os despu茅s, cuando Macondo fue un campamento de casas de madera y techos de cinc, todav铆a perduraban en las calles m谩s antiguas los almendros rotos y polvorientas, aunque nadie sab铆a entonces qui茅n los hab铆a sembrado. Mientras su padre pon铆a en arden el pueblo y su madre consolidaba el patrimonio dom茅stico con su maravillosa industria de gallitos y peces azucarados que dos veces al d铆a sal铆an
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 19 de la casa ensartadas en palos de balso, Aureliano viv铆a horas interminables en el laboratorio abandonada, aprendiendo por pura investigaci贸n el arte de la plater铆a. Se hab铆a estirado tanto, que en poco tiempo dej贸 de servirle la ropa abandonada por su hermano y empez贸 a usar la de su padre, pero fue necesario que Visitaci贸n les cosiera alforzas a las camisas y sisas a las pantalones, porque Aureliano no hab铆a sacada la corpulencia de las otras. La adolescencia le hab铆a quitada la dulzura de la voz y la hab铆a vuelta silencioso y definitivamente solitario, pero en cambio le hab铆a restituido la expresi贸n intensa que tuvo en los ajos al nacer. Estaba tan concentrado en sus experimentos de plater铆a que apenas si abandonaba el laboratorio para comer. Preocupada por su ensimismamiento, Jos茅 Arcadio Buend铆a le dio llaves de la casa y un poco de dinero, pensando que tal vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gast贸 el dinero en 谩cida muri谩tico para preparar agua regia y embelleci贸 las llaves con un ba帽o de oro. Sus exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya hab铆an empezada a mudar los dientes y todav铆a andaban agarrados toda el d铆a a las mantas de los indios, tercos en su decisi贸n de no hablar el castellano, sino la lengua guajira. 芦No tienes de qu茅 quejarte-le dec铆a 脷rsula a su marido-. Los hijos heredan las locuras de sus padres. 禄 Y mientras se lamentaba de su mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran alga tan espantosa coma una cola de cerdo, Aureliano fij贸 en ella una mirada que la envolvi贸 en un 谩mbito de incertidumbre. -Alguien va a venir-le dijo. 脷rsula, como siempre que 茅l expresaba un pron贸stico, trat贸 de desalentar铆a can su l贸gica casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de forasteras pasaban a diaria por Macondo sin suscitar inquietudes ni anticipar anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda l贸gica, Aureliano estaba seguro de su presagio. -No s茅 qui茅n ser谩-insisti贸-, pero el que sea ya viene en camino. El domingo, en efecto, lleg贸 Rebeca. No ten铆a m谩s de once a帽os. Hab铆a hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes de pieles que recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de Jos茅 Arcadio Buend铆a, pero que no pudieron explicar con precisi贸n qui茅n era la persona que les hab铆a pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el baulito de la ropa un peque帽o mecedor de madera can florecitas de calores pintadas a mano y un talego de lona que hac铆a un permanente ruido de clac clac clac, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dirigida a Jos茅 Arcadio Buend铆a estaba escrita en t茅rminos muy cari帽osas por alguien que lo segu铆a queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sent铆a obligado por un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre huerfanita desamparada, que era prima de 脷rsula en segundo grado y por consiguiente parienta tambi茅n de Jos茅 Arcadio Buend铆a, aunque en grado m谩s lejano, porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santa reino, cuyas restas adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los nombres mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero ni Jos茅 Arcadio Buend铆a ni 脷rsula recordaban haber tenida parientes con esos nombres ni conoc铆an a nadie que se llamara cama el remitente y mucha menos en la remota poblaci贸n de Manaure. A trav茅s de la ni帽a fue imposible obtener ninguna informaci贸n complementaria. Desde el momento en que lleg贸 se sent贸 a chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todas con sus grandes ajos espantados, sin que diera se帽al alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba un traje de diagonal te帽ido de negro, gastada por el uso, y unas desconchadas botines de charol. Ten铆a el cabello sostenido detr谩s de las orejas can mo帽as de cintas negras. Usaba un escapulario con las im谩genes barradas por el sudor y en la mu帽eca derecha un colmillo de animal carn铆voro montada en un soporte de cobre cama amuleto contra el mal de ajo. Su piel verde, su vientre redondo y tenso como un tambor, revelaban una mala salud y un hambre m谩s viejas que ella misma, pera cuando le dieran de comer se qued贸 can el plato en las piernas sin probarla. Se lleg贸 inclusive a creer que era sordomuda, hasta que los indios le preguntaran en su lengua si quer铆a un poco de agua y ella movi贸 los ojos coma si los hubiera reconocido y dijo que si can la cabeza. Se quedaron con ella porque no hab铆a m谩s remedio. Decidieran llamarla Rebeca, que de acuerda con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano tuvo la paciencia de leer frente a ella todo el santoral y no logr贸 que reaccionara can ning煤n nombre. Como en aquel tiempo no hab铆a cementerio en Macondo, pues hasta entonces no hab铆a muerta nadie, conservaron la talega con los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultar铆as, y durante mucho tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se supon铆a, siempre con su
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 20 cloqueante cacareo de gallina clueca. Pas贸 mucho tiempo antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rinc贸n m谩s apartado de la casa. Nada le llamaba la atenci贸n, salvo la m煤sica de los relojes, que cada media hora buscaba con ajos asustados, como si esperara encontrarla en alg煤n lugar del aire. No lograron que comiera en varios d铆as. Nadie entend铆a c贸mo no se hab铆a muerta de hambre, hasta que los ind铆genas, que se daban cuenta de todo porque recorr铆an la casa sin cesar can sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca s贸lo le gustaba comer la tierra h煤meda del patio y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las u帽as. Era evidente que sus padres, o quienquiera que la hubiese criado, la hab铆an reprendido por ese h谩bito, pues lo practicaba a escondidas y con conciencia de culpa, procurando trasponer las raciones para comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y untaban aj铆 picante en las paredes, creyendo derrotar con esos m茅todos su vicio perniciosa, pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra, que 脷rsula se vio forzada a emplear recursos m谩s dr谩sticas. Pon铆a jugo de naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al serena toda la noche, y le daba la p贸cima al d铆a siguiente en ayunas. Aunque nadie le hab铆a dicho que aqu茅l era el remedio espec铆fico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier sustancia amarga en el est贸mago vac铆o ten铆a que hacer reaccionar al h铆gado. Rebeca era tan rebelde y tan fuerte a pesar de su raquitismo, que ten铆an que barbear铆a como a un becerro para que tragara la medicina, y apenas si pod铆an reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados jerogl铆ficos que ella alternaba con mordiscas y escupitajos, y que seg煤n dec铆an las escandalizadas ind铆genas eran las obscenidades m谩s gruesas que se pod铆an concebir en su idioma. Cuando 脷rsula lo supo, complement贸 el tratamiento con correazos. No se estableci贸 nunca si lo que surti贸 efecto fue el ruibarbo a las tollinas, o las dos cosas combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas Rebeca empez贸 a dar muestras de restablecimiento. Particip贸 en los juegos de Arcadio y Amaranta, que la recibieron coma una hermana mayor, y comi贸 con apetito sirvi茅ndose bien de los cubiertos. Pronto se revel贸 que hablaba el castellano con tanta fluidez cama la lengua de los indios, que ten铆a una habilidad notable para los oficias manuales y que cantaba el valse de los relojes con una letra muy graciosa que ella misma hab铆a inventado. No tardaron en considerarla como un miembro m谩s de la familia. Era con 脷rsula m谩s afectuosa que nunca lo fueron sus propios hijos, y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y t铆o a Aureliano y abuelito a Jos茅 Arcadio Buend铆a. De modo que termin贸 por merecer tanto como los otros el nombre de Rebeca Buend铆a, el 煤nico que tuvo siempre y que llev贸 can dignidad hasta la muerte. Una noche, por la 茅poca en que Rebeca se cur贸 del vicio de comer tierra y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros ni帽os, la india que dorm铆a con ellos despert贸 par casualidad y oy贸 un extra帽o ruido intermitente en el rinc贸n. Se incorpor贸 alarmada, creyendo que hab铆a entrada un animal en el cuarto, y entonces vio a Rebeca en el mecedor, chup谩ndose el dedo y con los ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad. Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su destino, Visitaci贸n reconoci贸 en esos ojos los s铆ntomas de la enfermedad cuya amenaza los hab铆a obligada, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran pr铆ncipes. Era la peste del insomnio. Cataure, el indio, no amaneci贸 en la casa. Su hermana se qued贸, porque su coraz贸n fatalista le indicaba que la dolencia letal hab铆a de perseguir铆a de todos modos hasta el 煤ltimo rinc贸n de la tierra. Nadie entendi贸 la alarma de Visitaci贸n. 芦Si no volvemos a dormir, mejor-dec铆a Jos茅 Arcadio Buend铆a, de buen humor-. As铆 nos rendir谩 m谩s la vida. 禄 Pero la india les explic贸 que lo m谩s temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sent铆a cansancio alguno, sino su inexorable evoluci贸n hacia una manifestaci贸n m谩s cr铆tica: el olvido. Quer铆a decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noci贸n de las cosas, y por 煤ltimo la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. Jos茅 Arcadio Buend铆a, muerta de risa, consider贸 que se trataba de una de tantas dolencias inventadas por la superstici贸n de los ind铆genas. Pero 脷rsula, por si acaso, tom贸 la precauci贸n de separar a Rebeca de los otros ni帽os. Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitaci贸n parec铆a aplacado, Jos茅 Arcadio Buend铆a se encontr贸 una noche dando vueltas en la cama sin poder dormir. 脷rsula, que tambi茅n hab铆a despertado, le pregunt贸 qu茅 le pasaba, y 茅l le contest贸:
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 21 芦Estoy pensando otra vez en Prudencia Aguilar. 禄 No durmieron un minuto, pero al d铆a siguiente se sent铆an tan descansadas que se olvidaron de la mala noche. Aureliano coment贸 asombrado a la hora del almuerzo que se sent铆a muy bien a pesar de que hab铆a pasado toda la noche en el laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a 脷rsula el d铆a de su cum-plea帽os. No se alarmaran hasta el tercer d铆a, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin sue帽o, y cayeran en la cuenta de que llevaban m谩s de cincuenta horas sin dormir. -Los ni帽os tambi茅n est谩n despiertos-dijo la india con su convicci贸n fatalista-. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste. Hab铆an contra铆do, en efecto, la enfermedad del insomnio. 脷rsula, que hab铆a aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, prepar贸 e hizo beber a todos un brebaje de ac贸nito, pero no consiguieran dormir, sino que estuvieron todo el d铆a so帽ando despiertos. En ese estada de alucinada lucidez no s贸lo ve铆an las im谩genes de sus propios sue帽os, sino que los unos ve铆an las im谩genes so帽adas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su mecedor en un rinc贸n de la cocina, Rebeca so帽贸 que un hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un bot贸n de aro, le llevaba una rama de rosas. Lo acompa帽aba una mujer de manas delicadas que separ贸 una rosa y se la puso a la ni帽a en el pelo. 脷rsula comprendi贸 que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirm贸 su certidumbre de que nunca los hab铆a visto. Mientras tanto, por un descuido que Jos茅 Arcadio Buend铆a no se perdon贸 jam谩s, los animalitos de caramelo fabricados en la casa segu铆an siendo vendidos en el pueblo. Ni帽as y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendi贸 despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarm贸. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces hab铆a tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieran nada m谩s que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los brazos cruzados, contando el n煤mero de notas que ten铆a el valse de los relajes. Los que quer铆an dormir, no por cansancio, sino por nostalgia de los sue帽os, recurrieron a toda clase de m茅todos agotadores. Se reun铆an a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismas chistes, a complicar hasta los l铆mites de la exasperaci贸n el cuento del gallo cap贸n, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si quer铆an que les contara el cuento del gallo cap贸n, y cuando contestaban que s铆, el narrador dec铆a que no hab铆a pedido que dijeran que s铆, sino que si quer铆an que les contara el cuento del gallo cap贸n, y cuando contestaban que no, el narrador dec铆a que no les hab铆a pedida que dijeran que no, sino que si quer铆an que les contara el cuento del gallo cap贸n, y cuando se quedaban callados el narrador dec铆a que no les hab铆a pedido que se quedaran callados, sino que si quer铆an que les contara el cuento del gallo cap贸n, Y nadie pod铆a irse, porque el narrador dec铆a que no les hab铆a pedido que se fueran, sino que si quer铆an que les contara el cuento del gallo cap贸n, y as铆 sucesivamente, en un c铆rculo vicioso que se prolongaba por noches enteras. Cuando Jos茅 Arcadio Buend铆a se dio cuenta de que la peste hab铆a invadida el pueblo, reuni贸 a las jefes de familia para explicarles lo que sab铆a sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ci茅naga. Fue as铆 como se quitaron a los chivos las campanitas que los 谩rabes cambiaban por guacamayas y se pusieron a la entrada del pueblo a disposici贸n de quienes desatend铆an los consejos y s煤plicas de los centinelas e insist铆an en visitar la poblaci贸n. Todos los forasteros que por aquel tiempo recorr铆an las calles de Macondo ten铆an que hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaba sano. No se les permit铆a comer ni beber nada durante su estancia, pues no hab铆a duda de que la enfermedad s贸lo s茅 transmit铆a por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al per铆metro de la poblaci贸n. Tan eficaz fue la cuarentena, que lleg贸 el d铆a en que la situaci贸n de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organiz贸 la vida de tal modo que el trabajo recobr贸 su ritmo y nadie volvi贸 a preocuparse por la in煤til costumbre de dormir. Fue Aureliano quien concibi贸 la f贸rmula que hab铆a de defenderlos durante varias meses de las evasiones de la memoria. La descubri贸 por casualidad. Insomne experto, por haber sido uno de las primeros, hab铆a aprendido a la perfecci贸n el arte de la plater铆a. Un d铆a estaba buscando el peque帽o yunque que utilizaba para laminar los metales, y no record贸 su nombre. Su padre se lo dijo: 芦tas禄. Aureliano escribi贸 el nombre en un papel que peg贸 con goma en la base del yunquecito: tas. As铆 estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurri贸 que fuera aquella
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 22 la primera manifestaci贸n del olvido, porque el objeto ten铆a un nombre dif铆cil de recordar. Pero pocos d铆as despu茅s descubri贸 que ten铆a dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marc贸 con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la inscripci贸n para identificarlas. Cuando su padre le comunic贸 su alarma por haber olvidado hasta los hechos m谩s impresionantes de su ni帽ez, Aureliano le explic贸 su m茅todo, y Jos茅 Arcadio Buend铆a lo puso en pr谩ctica en toda la casa y m谩s tarde la impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marc贸 cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marc贸 los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Paca a poca, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que pod铆a llegar un d铆a en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue m谩s expl铆cito. El letrero que colg贸 en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: 脡sta es la vaca, hay que orde帽arla todas las ma帽anas para que produzca leche y a la leche hay que hervir铆a para mezclarla con el caf茅 y hacer caf茅 con leche. As铆 continuaron viviendo en una realidad escurridiza, moment谩neamente capturada por las palabras, pero que hab铆a de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita. En la entrada del camino de la ci茅naga se hab铆a puesto un anuncio que dec铆a Macondo y otro m谩s grande en la calle central que dec铆a Dios existe. En todas las casas se hab铆an escrita claves para memorizar los objetas y los sentimientos. Pero el sistema exig铆a tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos pr谩ctica pero m谩s reconfortante. Pilar Ternera fue quien m谩s contribuy贸 a popularizar esa mistificaci贸n, cuando concibi贸 el artificio de leer el pasado en las barajas como antes hab铆a le铆do el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que hab铆a llegada a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigue帽a que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al 煤ltimo martes en que cant贸 la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas pr谩cticas de consolaci贸n, Jos茅 Arcadio Buend铆a decidi贸 entonces construir la m谩quina de la memoria que una vez hab铆a deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las ma帽anas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones m谩s necesarias para vivir. Hab铆a logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareci贸 par el camino de la ci茅naga un anciano estrafalario con la campanita triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada can cuerdas y un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de Jas茅 Arcadio Buend铆a. Visitaci贸n no lo conoci贸 al abrirle la puerta, y pens贸 que llevaba el prop贸sito de vender algo, ignorante de que nada pod铆a venderse en un pueblo que se hund铆a sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decr茅pito. Aunque su voz estaba tambi茅n cuarteada par la incertidumbre y sus manas parec铆an dudar de la existencia de las cosas, era evidente que ven铆an del mundo donde todav铆a los hombres pod铆an dormir y recordar. Jos茅 Arcadio Buend铆a lo encontr贸 sentado en la sala, abanic谩ndose con un remendado sombrero negra, mientras le铆a can atenci贸n compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo salud贸 con amplias muestras de afecto, temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirti贸 su falsedad. Se sinti贸 olvidado, no con el olvido remediable del coraz贸n, sino con otro olvido m谩s cruel e irrevocable que 茅l conoc铆a muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendi贸. Abri贸 la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de entre ellos sac贸 un malet铆n con muchos frascos. Le dio a beber a Jos茅 Arcadio Buend铆a una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a s铆 mismo en una sala absurda donde los objetas estaban marcados, y antes de avergonzarse de las solemnes tonter铆as escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al reci茅n llegado en un deslumbrante resplandor de alegr铆a. Era Melqu铆ades. Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, Jos茅 Arcadio Buend铆a y Melqu铆ades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Hab铆a estado en la muerte, en efecto, pero hab铆a regresada porque no pudo soportar la soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 23 fidelidad a la vida, decidi贸 refugiarse en aquel rinc贸n del mundo todav铆a no descubierto por la muerte, dedicada a la explotaci贸n de un laboratorio de daguerrotipia. Jos茅 Arcadio Buend铆a no hab铆a o铆do hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a s铆 mismo y a toda su familia plasmadas en una edad eterna sobre una l谩mina de metal tornasol, se qued贸 mudo de estupor. De esa 茅poca databa el oxidado daguerrotipo en el que apareci贸 Jos茅 Arcadio Buend铆a con el pelo erizada y ceniciento, el acartonada cuello de la camisa prendido con un bot贸n de cobre, y una expresi贸n de solemnidad asombrada, y que 脷rsula describ铆a muerta de risa como 芦un general asustado. En verdad, Jos茅 Arcadio Buend铆a estaba asustado la di谩fana ma帽ana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poca a poca a medida que su imagen pasaba a las placas met谩licas. Por una curiosa inversi贸n de la costumbre, fue 脷rsula quien le sac贸 aquella idea de la cabeza, como fue tambi茅n ella quien olvid贸 sus antiguos resquemores y decidi贸 que Melqu铆ades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permiti贸 que le hicieran un daguerrotipo porque (seg煤n sus propias palabras textuales) no quer铆a quedar para burla de sus nietos. Aquella ma帽ana visti贸 a los ni帽os con sus rapas mejores, les empolv贸 la cara y les dio una cucharada de jarabe de tu茅tano a cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inm贸viles durante casi das minutos frente a la aparatosa c谩mara de Melqu铆ades. En el daguerrotipo familiar, el 煤nico que existi贸 jam谩s, Aureliano apareci贸 vestido de terciopelo negra, entre Amaranta y Rebeca. Ten铆a la misma languidez y la misma mirada clarividente que hab铆a de tener a帽os m谩s tarde frente al pelot贸n de fusilamiento. Pero a煤n no hab铆a sentido la premonici贸n de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ci茅naga por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compart铆a con el disparatado laboratorio de Melqu铆ades, apenas si se le o铆a respirar. Parec铆a refugiado en otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las predicciones de Nostradamus, entre un estr茅pito de frascos y cubetas, y el desastre de los 谩cidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos y traspi茅s que daban a cada instante. Aquella consagraci贸n al trabajo, el buen juicio can que administraba sus intereses, le hab铆an permitido a Aureliano ganar en poco tiempo m谩s dinero que 脷rsula con su deliciosa fauna de caramelo, pero todo el mundo se extra帽aba de que fuera ya un hambre hecho y derecho y no se le hubiera conocido mujer. En realidad no la hab铆a tenido. Meses despu茅s volvi贸 Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi doscientos a帽os que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones compuestas par 茅l mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde Manaure hasta los confines de la ci茅naga, de modo que si alguien ten铆a un recado que mandar a un acontecimiento que divulgar, le pagaba das centavos para que lo incluyera en su repertorio. Fue as铆 como se enter贸 脷rsula de la muerte de su madre par pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la esperanza de que dijeran algo de su hijo Jos茅 Arcadio. Francisca el Hombre, as铆 llamado porque derrot贸 al diablo en un duelo de improvisaci贸n de cantos, y cuyo verdadero nombre no conoci贸 nadie, desapareci贸 de Macondo durante la peste del insomnio y una noche reapareci贸 sin ning煤n anuncio en la tienda de Catarino. Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qu茅 hab铆a pasado en el mundo. En esa ocasi贸n llegaron con 茅l una mujer tan gorda que cuatro indios ten铆an que llevarla cargada en un mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado que la proteg铆a del sol con un paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de Catarme. Encontr贸 a Francisco el Hombre, como un camale贸n monol铆tico, sentado en medio de un c铆rculo de curiosas. Cantaba las noticias con su vieja voz descordada, acompa帽谩ndose con el mismo acorde贸n arcaico que le regal贸 Sir Walter Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el comp谩s con sus grandes pies caminadores agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y sal铆an algunos hombres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la matrona del mecedor. Catarino, can una rosa de fieltro en la oreja, vend铆a a la concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasi贸n para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no deb铆a. Hacia la media noche el calor era insoportable. Aureliano escuch贸 las noticias hasta el final sin encontrar ninguna que le interesara a su familia. Se dispon铆a a regresar a casa cuando la matrona le hizo una se帽al con la mano. -Entra t煤 tambi茅n-le dijo-. S贸lo cuesta veinte centavos. Aureliano ech贸 una moneda en la alcanc铆a que la matrona ten铆a en las piernas y entr贸 en el cuarto sin saber para qu茅. La mulata adolescente, con sus teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta y tres hombres hab铆an pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y amasado en sudores y suspiros, el aire de la habitaci贸n empezaba a convertirse en lodo. La muchacha quit贸 la s谩bana empapada y le pidi贸 a Aureliano que la tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 24 exprimieron, torci茅ndola por los extremos, hasta que recobr贸 su peso natural. Voltearan la estera, y el sudor sal铆a del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operaci贸n no terminara nunca. Conoc铆a la mec谩nica te贸rica del amar, pero no pod铆a tenerse en pie a causa del desaliento de sus rodillas, y aunque ten铆a la piel erizada y ardiente no pod铆a resistir a la urgencia de expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha acab贸 de arreglar la cama y le orden贸 que se desvistiera, 茅l le hizo una explicaci贸n atolondrada: 芦Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte centavos en la alcanc铆a y que no me demorara. 禄 La muchacha comprendi贸 su ofuscaci贸n. 芦Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un poca m谩s 禄, dijo suavemente. Aureliano se desvisti贸, atormentado por el pudor, sin poder quitarse la idea de que su desnudez no resist铆a la comparaci贸n can su hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, 茅l se sinti贸 cada vez m谩s indiferente, y terriblemente sola. 芦Echar茅 otros veinte centavos禄, dijo con voz de-solada. La muchacha se lo agradeci贸 en silencio. Ten铆a la espalda en carne viva. Ten铆a el pellejo pegado a las costillas y la respiraci贸n alterada por un agotamiento insondable. Dos a帽os antes, muy lejos de all铆, se hab铆a quedado dormida sin apagar la vela y hab铆a despertado cercada por el fuego. La casa donde viv铆a can la abuela que la hab铆a criada qued贸 reducida a cenizas. Desde entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acost谩ndola por veinte centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada. Seg煤n los c谩lculos de la muchacha, todav铆a la faltaban unos diez a帽os de setenta hombres por noche, porque ten铆a que pagar adem谩s los gastos de viaje y alimentaci贸n de ambas y el sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona toc贸 la puerta por segunda vez, Aureliano sali贸 del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por el deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una mezcla de deseo y conmiseraci贸n. Sent铆a una necesidad irresistible de amarla y protegerla. Al amanecer, extenuado por el insomnio y la fiebre, tom贸 la serena decisi贸n de casarse con ella para liberarla del des-potismo de la abuela y disfrutar todas las noches de la satisfacci贸n que ella le daba a setenta hombres. Pera a las diez de la ma帽ana, cuando lleg贸 a la tienda de Catarino, la muchacha se hab铆a ido del pueblo. El tiempo aplac贸 su prop贸sito atolondrado, pero agrav贸 su sentimiento de frustraci贸n. Se refugi贸 en el trabajo. Se resign贸 a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la verg眉enza de su inutilidad. Mientras tanto, Melqu铆ades termin贸 de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandon贸 el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de Jos茅 Arcadio Buend铆a, quien hab铆a resuelto utilizarlo para obtener la prueba cient铆fica de la existencia de Dios. Mediante un complicada proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa, estaba segura de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si exist铆a, o poner t茅rmino de una vez por todas a la suposici贸n de su existencia. Melqu铆ades profundiz贸 en las interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixi谩ndose dentro de su descolorido chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus min煤sculas manas de gorri贸n, cuyas sortijas hab铆an perdido la lumbre de otra 茅poca. Una noche crey贸 encontrar una predicci贸n sobre el futuro de Macondo. Ser铆a una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ning煤n rastro de la estirpe de las Buend铆a. 芦Es una equivocaci贸n-tron贸 Jos茅 Arcadio Buend铆a-. No ser谩n casas de vidrio sino de hielo, coma yo lo so帽茅 y siempre habr谩 un Buend铆a, por los siglos de los siglos. 禄 En aquella casa extravagante, 脷rsula pugnaba por preservar el sentido com煤n, habiendo ensanchado el negocio de animalitos de caramelo con un horno que produc铆a toda la noche canastos y canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y bizcochuelos, que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ci茅naga. Hab铆a llegado a una edad en que ten铆a derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez m谩s activa. Tan ocupada estaba en sus pr贸speras empresas, que una tarde mir贸 por distracci贸n hacia el patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la masa, y vio das adolescentes desconocidas y hermosas bardando en bastidor a la luz del crep煤sculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se hab铆an quitado el luto de la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres a帽os, y la ropa de color parec铆a haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de lo que pudo es-perarse, era la m谩s bella. Ten铆a un cutis di谩fano, unos ojos grandes y reposados, y unas manos m谩gicas que parec铆an elaborar con hilos invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era un poco sin gracia, pero ten铆a la distinci贸n natural, el estiramiento interior de la abuela muerta. Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso f铆sico de su padre, Arcadio parec铆a una ni帽a. Se hab铆a dedicado a aprender el arte de la plater铆a con Aureliano, quien adem谩s lo hab铆a ense帽ado a leer y escribir. 脷rsula se dio cuenta de pronto que la casa se hab铆a llenado de gente, que sus hijos estaban a punto de casarse y tener hijos, y que se ver铆an obligadas a dispersarse por falta
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 25 de espacio. Entonces sac贸 el dinero acumulado en largos a帽os de dura labor, adquiri贸 compromisos con sus clientes, y emprendi贸 la ampliaci贸n de la casa. Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra m谩s c贸moda y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediod铆a por un jard铆n de rasas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir das hornos, destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le ley贸 el porvenir a Jos茅 Arcadio, y construir otro das veces m谩s grande para que nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del casta帽o, un ba帽o para las mujeres y otra para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero alambrado, un establo de orde帽a y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se instalaran a su gusta los p谩jaros sin rumbo. Seguida por docenas de alba帽iles y carpinteros, como si hubiera contra铆do la fiebre alucinante de su esposa, 脷rsula ordenaba la posici贸n de la luz y la conducta del calor, y repart铆a el espacio sin el menor sentido de sus l铆mites. La primitiva construcci贸n de los fundadores se llen贸 de herramientas y materiales, de obreros agobiados por el sudar, que le ped铆an a todo el mundo el favor de no estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el talego de huesas humanos que los persegu铆a por todas partes can su sorda cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitr谩n, nadie entendi贸 muy bien c贸mo fue surgiendo de las entra帽as de la tierra no s贸lo la casa m谩s grande que habr铆a nunca en el pueblo, sino la m谩s hospitalaria y fresca que hubo jam谩s en el 谩mbito de la ci茅naga. Jos茅 Arcadio Buend铆a, tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue quien menos lo entendi贸. La nueva casa estaba casi terminada cuando 脷rsula lo sac贸 de su mundo quim茅rico para informarle que hab铆a orden de pintar la fachada de azul, y no de blanca como ellos quer铆an. Le mostr贸 la disposici贸n oficial escrita en un papel. Jos茅 Arcadio Buend铆a, sin comprender lo que dec铆a su esposa, descifr贸 la firma. -驴Qui茅n es este tipo?-pregunt贸. -El corregidor-dijo 脷rsula desconsolada-. Dicen que es una autoridad que mand贸 el gobierno. Don Apolinar Moscote, el corregidor, hab铆a llegado a Macondo sin hacer ruido. Se baj贸 en el Hotel de Jacob-instalado por uno de los primeras 谩rabes que llegaron haciendo cambalache de chucher铆as por guacamayas-y al d铆a siguiente alquil贸 un cuartito con puerta hacia la calle, a dos cuadras de la casa de los Buend铆a. Puso una mesa y una silla que les compr贸 a Jacob, clav贸 en la pared un escudo de la rep煤blica que hab铆a tra铆do consigo, y pint贸 en la puerta el letrero: Co-rregidor. Su primera disposici贸n fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar el aniversario de la independencia nacional. Jos茅 Arcadio Buend铆a, con la copia de la orden en la mano, lo encontr贸 durmiendo la siesta en una hamaca que hab铆a colgada en el escueto despacho. 芦驴Usted escribi贸 este papel?禄, le pregunt贸. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, t铆mido, de complexi贸n sangu铆nea, contest贸 que s铆. 芦驴Can qu茅 derecho?禄, volvi贸 a preguntar Jos茅 Arcadio Buend铆a. Don Apolinar Moscote busc贸 un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostr贸: 芦He sido nombrada corregidor de este pueblo. 禄 Jos茅 Arcadio Buend铆a ni siquiera mir贸 el nombramiento. -En este pueblo no mandamos con papeles-dijo sin perder la calma-. Y para que lo sepa de una vez, no necesitamos ning煤n corregidor porque aqu铆 no hay nada que corregir. Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizada recuento de c贸mo hab铆an fundado la aldea, de c贸mo se hab铆an repartido la tierra, abierto los caminos e introducido las mejoras que les hab铆a ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. 芦Somos tan pac铆ficos que ni siquiera nos hemos muerto de muerte natural-dijo-. Ya ve que todav铆a no tenemos cementerio. 禄 No se doli贸 de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces las hubiera dejado crecer en paz, y esperaba que as铆 los siguiera dejando, porque ellas no hab铆an fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que deb铆an hacer. Don Apolinar Moscote se hab铆a puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ning煤n momento la pureza de sus ademanes. -De modo que si usted se quiere quedar aqu铆, como otro ciudadana com煤n y corriente, sea muy bienvenido-concluy贸 Jos茅 Arcadio Buend铆a-. Pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca como una paloma. Don Apolinar Moscote se puso p谩lido. Dio un paso atr谩s y apret贸 las mand铆bulas para decir con una cierta aflicci贸n:
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 26-Quiero advertirle que estoy armado. Jos茅 Arcadio Buend铆a no supo en qu茅 momento se le subi贸 a las manos la fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarr贸 a don Apolinar Moscote par la solapa y lo levant贸 a la altura de sus ajos. -Esto lo hago-le dijo-porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir carg谩ndolo muerto por el resto de mi vida. As铆 la llev贸 por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus das pies en el camino de la ci茅naga. Una semana despu茅s estaba de regreso con seis soldados descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas. M谩s tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los ba煤les y los utensilios dom茅sticas. Instal贸 la familia en el Hotel de Jacob, mientras consegu铆a una casa, y volvi贸 a abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a los invasores, fueron can sus hijas mayores a ponerse a disposici贸n de Jos茅 Arcadio Buend铆a. Pera 茅l se opuso, seg煤n explic贸, porque don Apolinar Moscote hab铆a vuelto can su mujer y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia. As铆 que decidi贸 arreglar la situaci贸n por las buenas. Aureliano lo acompa帽贸. Ya para entonces hab铆a empezado a cultivar el bigote negro de puntas engomadas, y ten铆a la voz un poco estent贸rea que hab铆a de caracterizarlo en la guerra. Desarmadas, sin hacer caso de la guardia, entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar Moscote no perdi贸 la serenidad. Les present贸 a dos de sus hijas que se encontraban all铆 por casualidad: Amparo, de diecis茅is a帽os, morena como su madre, y Remedios, de apenas nueve a帽os, una preciosa ni帽a can piel de lirio y ojos verdes. Eran graciosas y bien educadas. Tan pronto cama ellos entraron, antes de ser presentadas, les acercaron sillas para que se sentaran. Pera ambas permanecieron de pie. -Muy bien, amiga-dijo Jos茅 Arcadio Buend铆a-, usted se queda aqu铆, pero no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideraci贸n a su se帽ora esposa y a sus hijas. Don Apolinar Moscote se desconcert贸, pero Jos茅 Arcadio Buend铆a no le dio tiempo de replicar. 芦S贸lo le ponemos das condiciones-agreg贸-. La primera: que cada quien pinta su casa del color que le d茅 la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el orden. 禄 El corregidor levant贸 la mano derecha can todas los dedos extendidos. -驴Palabra de honor?-Palabra de enemigo-dijo Jos茅 Arcadio Buend铆a. Y a帽adi贸 en un tono amargo-: Porque una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigas. Esa misma tarde se fueran los soldados. Pacos d铆as despu茅s Jos茅 Arcadio Buend铆a le consigui贸 una casa a la familia del corregidor. Todo el mundo qued贸 en paz, menos Aureliano. La imagen de Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le qued贸 doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensaci贸n f铆sica que casi le molestaba para caminar, como una piedrecita en el zapato.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 27 IV La casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile. 脷rsula hab铆a concebido aquella idea desde la tarde en que vio a Rebeca y Amaranta convertidas en adolescentes, y casi puede decirse que el principal motivo de la construcci贸n fue el deseo de procurar a las muchachas un lugar digno donde recibir las visitas. Para que nada restara esplendor a ese prop贸sito, trabaj贸 coma un galeote mientras se ejecutaban las reformas, de modo que antes de que estuvieran terminadas hab铆a encargado costosas menesteres para la decoraci贸n y el servicio, y el invento maravilloso que hab铆a de suscitar el asombro del pueblo y el j煤bilo de la juventud: la pianola. La llevaron a pedazos, empacada en varios cajones que fueron descargados junto con los muebles vieneses, la cristaler铆a de Bohemia, la vajilla de la Compa帽铆a de las Indias, los manteles de Holanda y una rica variedad de l谩mparas y palmatorias, y floreros, paramentos y tapices. La casa importadora envi贸 por su cuenta un experto italiana, Pietro Crespi, para que armara y afinara la pianola, instruyera a los compradores en su manejo y las ense帽ara a bailar la m煤sica de moda impresa en seis rollos de papel. Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre m谩s hermoso y mejor educada que se hab铆a visto en Macondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del calor sofocante trabajaba con la almilla brocada y el grueso saca de pa帽o oscuro. Empapado en sudar, guardando una distancia reverente con los due帽os de la casa, estuvo varias semanas encerrado en la sala, con una consagraci贸n similar a la de Aureliano en su taller de orfebre. Una ma帽ana, sin abrir la puerta, sin convocar a ning煤n testigo del milagro, coloc贸 el primer rollo en la pianola, y el martilleo atormentador y el estr茅pito constante de los listones de madera cesaron en un silencio de asombro, ante el orden y la limpieza de la m煤sica. Todos se precipitaron a la sala. Jos茅 Arcadio Buend铆a pareci贸 fulminado no por la belleza de la melod铆a, sino par el tecleo aut贸nomo de la pianola, e instal贸 en la sala la c谩mara de Melqu铆ades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del ejecutante invisible. Ese d铆a el italiano almorz贸 con ellos. Rebeca y Amaranta, sirviendo la mesa, se intimidaron con la fluidez con que manejaba los cubiertos aquel hombre ang茅lico de manos p谩lidas y sin anillos. En la sala de estar, contigua a la sala de visita, Pietro Crespi las ense帽贸 a bailar. Les indicaba los pasos sin tocarlas, marcando el comp谩s con un metr贸nomo, baja la amable vigilancia de 脷rsula, que no abandon贸 la sala un solo instante mientras sus hijas recib铆an las lecciones. Pietro Crespi llevaba en esos d铆as unos pantalones especiales, muy flexibles y ajustados, y unas zapatillas de baile. 芦No tienes por qu茅 preocuparte tanto-le dec铆a Jos茅 Arcadio Buend铆a a su mujer-. Este hombre es marica. 禄 Pero ella no desisti贸 de la vigilancia mientras no termin贸 el aprendizaje y el italiano se march贸 de Macondo. Entonces empez贸 la organizaci贸n de la fiesta. 脷rsula hizo una lista severa de los invitados, en la cual los 煤nicos escogidos fueron los descendientes de los fundadores, salvo la familia de Pilar Ternera, que ya hab铆a tenido otros dos hijos de padres desconocidos. Era en realidad una selecci贸n de clase, s贸lo que determinada por sentimientos de amistad, pues los favorecidos no s贸lo eran los m谩s antiguos allegados a la casa de Jos茅 Arcadio Buend铆a desde antes de emprender el 茅xodo que culmin贸 con la fundaci贸n de Macondo, sino que sus hijos y nietos eran los compa帽eros habituales de Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus hijas eran las 煤nicas que visitaban la casa para bordar con Rebeca y Amaranta. Don Apolinar Moscote, el gobernante ben茅volo cuya actuaci贸n se reduc铆a a sostener con sus escasos recursos a dos polic铆as armados con bolillos de palo, era una autoridad ornamental. Para sobrellevar los gastos dom茅sticos, sus hijas abrieron un taller de costura, donde lo mismo hac铆an flores de fieltro que bocadillos de guayaba y esquelas de amor por encargo. Pero a pesar de ser recatadas y serviciales, las m谩s bellas del pueblo y las m谩s diestras en los bailes nuevos, no consiguieron que se les tomara en cuenta para la fiesta. Mientras 脷rsula y las muchachas desempacaban muebles, pul铆an las vajillas y colgaban cuadros de doncellas en barcas cargadas de rosas, infundiendo un soplo de vida nueva a los espacios pelados que construyeron los alba帽iles, Jos茅 Arcadio Buend铆a renunci贸 a la persecuci贸n de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destrip贸 la pianola para descifrar su magia
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 28 secreta. Dos d铆as antes de la fiesta, empantanado en un reguero de clavijas y martinetes sobrantes, chapuceando entre un enredijo de cuerdas que desenrollaba por un extremo y se volv铆an a enrollar por el otro, consigui贸 malcomponer el instrumento. Nunca hubo tantos sobresaltos y correndillas como en aquellos d铆as, pero las nuevas l谩mparas de alquitr谩n se en-cendieron en la fecha y a la hora previstas. La casa se abri贸, todav铆a olorosa a resinas y a cal h煤meda, y los hijos y nietos de los fundadores conocieron el corredor de los helechos y las begonias, los aposentos silenciosos, el jard铆n saturado por la fragancia de las rosas, y se reunieron en la sala de visita frente al invento desconocido que hab铆a sido cubierto con una s谩bana blanca. Quienes conoc铆an el pianoforte, popular en otras poblaciones de la ci茅naga, se sintieron un poco descorazonados, pero m谩s amarga fue la desilusi贸n de 脷rsula cuando coloc贸 el primer rollo para que Amaranta y Rebeca abrieran el baile, y el mecanismo no funcion贸. Melqu铆ades, ya casi ciego, desmigaj谩ndose de decrepitud, recurri贸 a las artes de su antiqu铆sima sabidur铆a para tratar de componerlo. Al fin Jos茅 Arcadio Buend铆a logr贸 mover por equivocaci贸n un dispositivo atascado, y la m煤sica sali贸 primero a borbotones, y luego en un manantial de notas enrevesadas. Golpeando contra las cuerdas puestas sin orden ni concierto y templadas con temeridad, los martinetes se desquiciaron. Pero los porfiados descendientes de los veinti煤n intr茅pidos que desentra帽aron la sierra buscando el mar por el Occidente, eludieron los escollos del trastrueque mel贸dico, y el baile se prolong贸 hasta el amanecer. Pietro Crespi volvi贸 a componer la pianola. Rebeca y Amaranta lo ayudaron a ordenar las cuerdas y lo secundaron en sus risas por lo enrevesado de los valses. Era en extremo afectuoso, y de 铆ndole tan honrada, que 脷rsula renunci贸 a la vigilancia. La v铆spera de su viaje se improvis贸 con la pianola restaurada un baile para despedirlo, y 茅l hizo con Rebeca una demostraci贸n virtuosa de las danzas modernas. Arcadio y Amaranta los igualaron en gracia y destreza. Pero la exhibici贸n fue interrumpida porque Pilar Ternera, que estaba en la puerta con los curiosos, se pele贸 a mordiscos y tirones de pelo con una mujer que se atrevi贸 a comentar que el joven Arcadio ten铆a nalgas de mujer. Hacia la medianoche, Pietro Grespi se despidi贸 con un discursito sentimental y prometi贸 volver muy pronto. Rebeca lo acompa帽贸 hasta la puerta, y luego de haber cerrado la casa y apagado las l谩mparas, se fue a su cuarto a llorar. Fue un llanto inconsolable que se prolong贸 por varios d铆as, y cuya causa no conoci贸 ni siquiera Amaranta. No era extra帽o su her-metismo. Aunque parec铆a expansiva y cordial, ten铆a un car谩cter solitario y un coraz贸n impenetrable. Era una adolescente espl茅ndida, de huesos largos y firmes, pero se empecinaba en seguir usando el mecedorcito de madera con que lleg贸 a la casa, muchas veces reforzado y ya desprovisto de brazos. Nadie hab铆a descubierto que a煤n a esa edad, conservaba el h谩bito de chuparse el dedo. Por eso no perd铆a ocasi贸n de encerrarse en el ba帽o, y hab铆a adquirido la costumbre de dormir con la cara vuelta contra la pared. En las tardes de lluvia, bordando con un grupo de amigas en el corredor de las begonias, perd铆a el hilo de la conversaci贸n y una l谩grima de nostalgia le salaba el paladar cuando ve铆a las vetas de tierra h煤meda y los mont铆culos de barro construidos por las lombrices en el jard铆n. Esos gustos secretos, derrotados en otro tiempo por las naranjas con ruibarbo, estallaron en un anhelo irreprimible cuando empez贸 a llorar. Volvi贸 a comer tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el mal sabor ser铆a el mejor remedio contra la tentaci贸n. Y en efecto no pudo soportar la tierra en la boca. Pero insisti贸, vencida por el ansia creciente, y poco a poco fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los minerales primarios, la satisfacci贸n sin resquicios del alimento original. Se echaba pu帽ados de tierra en los bolsillos, y los com铆a a granitos sin ser vista, con un confuso sentimiento de dicha y de rabia, mientras adiestraba a sus amigas en las puntadas m谩s dif铆ciles y conversaba de otros hombres que no merec铆an el sacrificio de que se comiera por ellos la cal de las paredes. 'Los pu帽ados de tierra hac铆an menos remoto y m谩s cierto al 煤nico hombre que merec铆a aquella degradaci贸n, como si el suelo que 茅l pisaba con sus finas botas de charol en otro lugar del mundo, le transmitiera a ella el peso y la temperatura de su sangre en un sabor mineral que dejaba un rescoldo 谩spero en la boca y un sedimento de paz en el coraz贸n. Una tarde, sin ning煤n motivo, Amparo Moscote pidi贸 permiso para conocer la casa. Amaranta y Rebeca, desconcertadas por la visita imprevista, la atendieron con un formalismo duro. Le mostraron la mansi贸n reformada, le hicieron o铆r los rollos de la pianola y le ofrecieron naranjada con galletitas. Amparo dio una lecci贸n de dignidad, de encanto personal, de buenas maneras, que impresion贸 a 脷rsula en los breves instantes en que asisti贸 a la visita. Al cabo de dos horas, cuando la conversaci贸n empezaba a languidecer, Amparo aprovech贸 un descuido de Amaranta y le entreg贸 una carta a Rebeca. Ella alcanz贸 a ver el nombre de la muy distinguida se帽orita do帽a Rebeca Buend铆a, escrito
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 29 con la misma letra met贸dica, la misma tinta verde y la misma disposici贸n preciosista de las palabras con que estaban escritas las instrucciones de manejo de la pianola, y dobl贸 la carta con la punta de los dedos y se la escondi贸 en el corpi帽o mirando a Amparo Moscote con una expresi贸n de gratitud sin t茅rmino ni condiciones y una callada promesa de complicidad hasta la muerte. La repentina amistad de Amparo Moscote y Rebeca Buend铆a despert贸 las esperanzas de Aureliano. El recuerdo de la peque帽a Remedios no hab铆a dejado de torturar铆a, pero no encontraba la ocasi贸n de verla. Cuando paseaba por el pueblo con sus amigos m谩s pr贸ximos, Magn铆fico Visbal y Gerineldo M谩rquez-hijos de los fundadores de iguales nombres-, la buscaba con mirada ansiosa en el taller de costura y s贸lo ve铆a a las hermanas mayores. La presencia de Amparo Moscote en la casa fue como una premonici贸n. 芦Tiene que venir con ella-se dec铆a Aureliano en voz baja-. Tiene que venir. 禄 Tantas veces se lo repiti贸, y con tanta convicci贸n, que una tarde en que armaba en el taller un pescadito de oro, tuvo la certidumbre de que ella hab铆a respondido a su llamado. Poco despu茅s, en efecto, oy贸 la vocecita infantil, y al levantar la vista con el coraz贸n helado de pavor, vio a la ni帽a en la puerta con vestido de organd铆 rosado y botitas blancas. -Ah铆 no entres, Remedios-dijo Amparo Moscote en el corredor-. Est谩n trabajando. Pero Aureliano no le dio tiempo de atender. Levant贸 el pescadito dorado prendido de una cadenita que le sal铆a por la boca, y le dijo: -Entra. Remedios se aproxim贸 e hizo sobre el pescadito algunas preguntas, que Aureliano no pudo contestar porque se lo imped铆a un asma repentina. Quer铆a quedarse para siempre, junto a ese cutis de lirio, junto a esos ojos de esmeralda, muy cerca de esa voz que a cada pregunta le dec铆a se帽or con el mismo respeto con que se lo dec铆a a su padre. Melqu铆ades estaba en el rinc贸n, sentado al escritorio, garabateando signos indescifrables. Aureliano lo odi贸. No pudo hacer nada, salvo decirle a Remedios que le iba a regalar el pescadito, y la ni帽a se asust贸 tanto con el ofrecimiento que abandon贸 a toda prisa el taller. Aquella tarde perdi贸 Aureliano la rec贸ndita paciencia con que hab铆a esperado la ocasi贸n de verla, Descuid贸 el trabajo. La llam贸 muchas veces, en desesperados esfuerzos de concentraci贸n, pero Remedios no respondi贸. La busc贸 en el taller de sus hermanas, en los visillos de su casa, en la oficina de su padre, pero solamente la encontr贸 en la imagen que saturaba su propia y terrible soledad. Pasaba horas enteras con Rebeca en la sala de visita escuchando los valses de la pianola. Ella los escuchaba porque era la m煤sica con que Pietro Crespi la hab铆a ense帽ado a bailar. Aureliano los escuchaba simplemente porque todo, hasta la m煤sica, le recordaba a Remedios. La casa se llen贸 de amor. Aureliano lo expres贸 en versos que no ten铆an principio ni fin. Los escrib铆a en los 谩speros pergaminos que le regalaba Melqu铆ades, en las paredes del ba帽o, en la piel de sus brazos, y en todos aparec铆a Remedios transfigurada: Remedios en el aire sopor铆fero de las dos de la tarde, Remedios 8n la callada respiraci贸n de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre. Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana. Sab铆a que la mula del correo no llegaba sino cada quince d铆as, pero ella la esperaba siempre, convencida de que iba a llegar un d铆a cualquiera por equivocaci贸n. Sucedi贸 todo lo contrario: una vez la mula no lleg贸 en la fecha prevista. Loca de desesperaci贸n, Rebeca se levant贸 a media noche y comi贸 pu帽ados de tierra en el jard铆n, con una avidez suicida, llorando de dolor y de furia, masticando lombrices tiernas y astill谩ndose las muelas con huesos de caracoles. Vomit贸 hasta el amanecer. Se hundi贸 en un estado de postraci贸n febril, perdi贸 la conciencia, y su coraz贸n se abri贸 en un delirio sin pudor. 脷rsula, escandalizada, forz贸 la cerradura del ba煤l, y encontr贸 en el fondo, atadas con cintas color de rosa, las diecis茅is cartas perfumadas y los esqueletos de hojas y p茅talos conservados en libros antiguos y las mariposas disecadas que al tocarlas se convirtieron en polvo. Aureliano fue el 煤nico capaz de comprender tanta desolaci贸n. Esa tarde, mientras 脷rsula trataba de rescatar a Rebeca del manglar del delirio, 茅l fue con Magn铆fico Visbal y Gerineldo M谩r-quez a la tienda de Catarino. El establecimiento hab铆a sido ensanchado con una galer铆a de cuartos de madera donde viv铆an mujeres solas olorosas a flores muertas. Un conjunto de acorde贸n y tambores ejecutaba las canciones de Francisco el Hombre, que desde hac铆a varios a帽os hab铆a desaparecido de Macondo. Los tres amigos bebieron guarapo fermentado. Magn铆fico y Gerineldo, contempor谩neos de Aureliano, pero m谩s diestros en las cosas del mundo, beb铆an met贸dicamente con las mujeres sentadas en las piernas. Una de ellas, marchita y con la dentadura orificada, le
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 30 hizo a Aureliano una caricia estremecedora. 脡l la rechaz贸. Hab铆a descubierto que mientras m谩s beb铆a m谩s se acordaba de Remedios, pero soportaba mejor la tortura de su recuerdo. No supo en qu茅 momento empez贸 a flotar. Vio a sus amigos y a las mujeres navegando en una reverberaci贸n radiante, sin peso ni volumen, diciendo palabras que no sal铆an de sus labios y haciendo se帽ales misteriosas que no correspond铆an a sus gestos. Catarino le puso una mano en la espalda y le dijo: 芦Van a ser las once. 禄 Aureliano volvi贸 la cabeza, vio el enorme rostro desfigurado con una flor de fieltro en la oreja, y entonces perdi贸 la memoria, como en los tiempos del olvido, y la volvi贸 a recobrar en una madrugada ajena y en un cuarto que le era completamente extra帽o, donde estaba Pilar Ternera en combinaci贸n, descalza, desgre帽ada, alumbr谩ndolo con una l谩mpara y pasmada de incredulidad. -1Aureliano! Aureliano se afirm贸 en los pies y levant贸 la cabeza. Ignoraba c贸mo hab铆a llegado hasta all铆, pero sab铆a cu谩l era el prop贸sito, porque lo llevaba escondido desde la infancia en un estanco inviolable del coraz贸n. -Vengo a dormir con usted-dijo. Ten铆a la ropa embadurnada de fango y de v贸mito. Pilar Ternera, que entonces viv铆a solamente con sus dos hijos menores, no le hizo ninguna pregunta. Lo llev贸 a la cama. Le limpi贸 la cara con un estropajo h煤medo, le quit贸 la ropa, y luego se desnud贸 por completo y baj贸 el mosquitero para que no la vieran sus hijos si despertaban. Se hab铆a cansado de esperar al hombre que se qued贸, a los hombres que se fueron, a los incontables hombres que erraron el camino de su casa confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera se le hab铆a agrietado la piel, se le hab铆an vaciado los senos, se le hab铆a apagado el rescoldo del coraz贸n. Busc贸 a Aureliano en la oscuridad, le puso la mano en el vientre y lo bes贸 en el cuello con una ternura maternal. 芦Mi pobre ni帽ito禄, murmur贸. Aureliano se estremeci贸. Con una destreza reposada, sin el menor tropiezo, dej贸 atr谩s los acantilados del dolor y encontr贸 a Remedios convertida en un pantano sin horizontes, olorosa a animal crudo y a ropa reci茅n planchada. Cuando sali贸 a flote estaba llorando. Primero fueron unos sollozos involuntarios y entrecortados. Despu茅s se vaci贸 en un manantial desatado, sintiendo que algo tumefacto y doloroso se hab铆a reventado en su interior. Ella esper贸, rasc谩ndole la cabeza con la yema de los dedos, hasta que su cuerpo se desocup贸 de la materia oscura que no lo dejaba vivir. Entonces Pilar Ternera le pregunt贸: 芦驴Qui茅n es?禄 Y Aureliano se lo dijo. Ella solt贸 la risa que en otro tiempo espantaba a las palomas y que ahora ni siquiera despertaba a los ni帽os. 芦Tendr谩s que acabar de criar铆a禄, se burl贸. Pero debajo de la burla encontr贸 Aureliano un remanso de comprensi贸n. Cuando abandon贸 el cuarto, dejando all铆 no s贸lo la incertidumbre de su virilidad sino tambi茅n el peso amargo que durante tantos meses soport贸 en el coraz贸n, Pilar Ternera le hab铆a hecho una promesa espont谩nea. -Voy a hablar con la ni帽a-le dijo-, y vas a ver que te la sirvo en bandeja. Cumpli贸. Pero en un mal momento, porque la casa hab铆a perdido la paz de otros d铆as. Al descubrir la pasi贸n de Rebeca, que no fue posible mantener en secreto a causa de sus gritos, Amaranta sufri贸 un acceso de calenturas. Tambi茅n ella padec铆a la espina de un amor solitario. Encerrada en el ba帽o se desahogaba del tormento de una pasi贸n sin esperanzas escribiendo cartas febriles que se conformaba con esconder en el fondo del ba煤l. 脷rsula apenas si se dio abasto para atender a las dos enfermas. No consigui贸 en prolongados e insidiosos interrogatorios averiguar las causas de la postraci贸n de Amaranta. Por 煤ltimo, en otro instante de inspiraci贸n, forz贸 la cerradura del ba煤l y encontr贸 las cartas atadas con cintas de color de rosa, hinchadas de azucenas frescas y todav铆a h煤medas de l谩grimas, dirigidas y nunca enviadas a Pietro Crespi. Llo-rando de furia maldijo la hora en que se le ocurri贸 comprar la pianola, prohibi贸 las clases de bordado y decret贸 una especie de luto sin muerto que hab铆a de prolongarse hasta que las hijas desistieron de sus esperanzas. Fue in煤til la intervenci贸n de Jos茅 Arcadio Buend铆a, que hab铆a rectificado su primera impresi贸n sobre Pietro Crespi, y admiraba su habilidad para el manejo de las m谩quinas musicales. De modo que cuando Pilar Ternera le dijo a Aureliano que Remedios estaba decidida a casarse, 茅l comprendi贸 que la noticia acabar铆a de atribular a sus padres. Pero le hizo frente a la situaci贸n. Convocados a la sala de visita para una entrevista formal, Jos茅 Arcadio Buend铆a y 脷rsula escucharon imp谩vidos la declaraci贸n de su hijo. Al conocer el nombre de la novia, sin embargo, Jos茅 Arcadio Buend铆a enrojeci贸 de indignaci贸n. 芦El amor es una peste-tron贸-. Habiendo tantas muchachas bonitas y decentes, lo 煤nico que se te ocurre es casarte con la hija del enemigo. 禄 Pero 脷rsula estuvo de acuerdo con la elecci贸n. Confes贸 su afecto hacia las siete hermanas Moscote, por su hermosura, su laboriosidad, su recato y su buena educaci贸n, y celebr贸
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 31 el acierto de su hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, Jos茅 Arcadio Buend铆a puso entonces una condici贸n: Rebeca, que era la correspondida, se casar铆a con Pietro Crespi. 脷rsula llevar铆a a Amaranta en un viaje a la capital de la provincia, cuando tuviera tiempo, para que el contacto con gente distinta la aliviara de su desilusi贸n. Rebeca recobr贸 la salud tan pronto como se enter贸 del acuerdo, y escribi贸 a su novio una carta jubilosa que someti贸 a la aprobaci贸n de sus padres y puso al correo sin servirse de intermediarios. Amaranta fingi贸 aceptar la decisi贸n y poco a poco se restableci贸 de las calenturas, pero se prometi贸 a s铆 misma que Rebeca se casar铆a solamente pasando por encima de su cad谩ver. El s谩bado siguiente, Jos茅 Arcadio Buend铆a se puso el traje de pa帽o oscuro, el cuello de celuloide y las botas de gamuza que hab铆a estrenado la noche de la fiesta, y fue a pedir la mano de Remedios Moscote. El corregidor y su esposa lo recibieron al mismo tiempo complacidos y conturbados, porque ignoraban el prop贸sito de la visita imprevista, y luego creyeron que 茅l hab铆a confundido el nombre de la pretendida. Para disipar el error, la madre despert贸 a Remedios y la llev贸 en brazos a la sala, todav铆a atarantada de sue帽o. Le preguntaron si en verdad estaba decidida a casarse, y ella contest贸 lloriqueando que solamente quer铆a que la dejaran dormir. Jos茅 Arcadio Buend铆a, comprendiendo el desconcierto de los Moscote, fue a aclarar las cosas con Aureliano. Cuando regres贸, los esposos Moscote se hab铆an vestido con ropa formal, hab铆an cambiado la posici贸n de los muebles y puesto flores nuevas en los floreros, y lo esperaban en compa帽铆a de sus hijas mayores. Agobiado por la ingratitud de la ocasi贸n y por la molestia del cuello duro, Jos茅 Arcadio Buend铆a confirm贸 que, en efecto, Remedios era la elegida. 芦Esto no tiene sentido-dijo consternado don Apolinar Moscote-. Tenemos seis hijas m谩s, todas solteras y en edad de merecer, que estar铆an encantadas de ser esposas dign铆simas de caballeros serios y trabajadores como su hijo, y Aurelito pone sus ojos precisamente en la 煤nica que todav铆a se arma en la cama. 禄 Su esposa, una mujer bien conservada, de p谩rpados y ademanes afligidos, le reproch贸 su incorrecci贸n. Cuando terminaron de tomar el batido de frutas, hab铆an aceptado com-placidos la decisi贸n de Aureliano. S贸lo que la se帽ora de Moscote suplicaba el favor de hablar a solas con 脷rsula. Intrigada, protestando de que la enredaran en asuntos de hombres, pero en realidad intimidada por la emoci贸n, 脷rsula fue a visitarla al d铆a siguiente. Media hora despu茅s regres贸 con la noticia de que Remedios era imp煤ber. Aureliano no lo consider贸 como un tropiezo grave. Hab铆a esperado tanto, que pod铆a esperar cuanto fuera necesario, hasta que la novia estuviera en edad de concebir. La armon铆a recobrada s贸lo fue interrumpida por la muerte de Melqu铆ades. Aunque era un acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses despu茅s de su regreso se hab铆a operado en 茅l un proceso de envejecimiento tan apresurado y critico, que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos in煤tiles que deambulan como sombras por los dormitorios, arrastrando los pies, recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se acuerda en realidad hasta el d铆a en que amanecen muertos en la cama. Al principio, Jos茅 Arcadio Buend铆a lo secundaba en sus tareas, entusiasmado con la novedad de la daguerrotipia y las predicciones de Nostradamus. Pero poco a poco lo fue abandonando a su soledad, porque cada vez se les hac铆a m谩s dif铆cil la comunicaci贸n. Estaba perdiendo la vista y el o铆do, parec铆a confundir a los interlocutores con personas que conoci贸 en 茅pocas remotas de la humanidad, y contestaba a las preguntas con un intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba tanteando el aire, aunque se mov铆a por entre las cosas con una fluidez inexplicable, como si estuviera dotado de un instinto de orientaci贸n fundado en presentimientos inmediatos. Un d铆a olvid贸 ponerse la dentadura postiza, que dejaba de noche en un vaso de agua junto a la cama, y no se la volvi贸 a poner. Cuando 脷rsula dispuso la ampliaci贸n de la casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al taller de Aureliano, lejos de los ruidos y el traj铆n dom茅sticos, con una ventana inundada de luz y un estante donde ella misma orden贸 los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los quebradizos papeles apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde hab铆an prendido unas plantitas acu谩ticas de min煤sculas flores amarillas. El nuevo lugar pareci贸 agradar a Melqu铆ades, porque no volvi贸 a v茅rsele ni siquiera en el comedor. S贸lo iba al taller de Aureliano, donde pasaba horas y horas garabateando su literatura enigm谩tica en los pergaminos que llev贸 consigo y que parec铆an fabricados en una materia 谩rida que se resquebrajaba como hojaldres. All铆 tomaba los alimentos que Visitaci贸n le llevaba dos veces al d铆a, aunque en los 煤ltimos tiempos perdi贸 el apetito y s贸lo se alimentaba de legumbres. Pronto adquiri贸 el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos. La piel se le cubri贸 de un musgo tierno, semejante al que prosperaba en el chaleco anacr贸nico que no se quit贸 jam谩s, y su respiraci贸n exhal贸 un tufo
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 32 de animal dormido. Aureliano termin贸 por olvidarse de 茅l, absorto en la redacci贸n de sus versos, pero en cierta ocasi贸n crey贸 entender algo de lo que dec铆a en sus bordoneantes mon贸logos, y le prest贸 atenci贸n. En realidad, lo 煤nico que pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el in-sistente martilleo de la palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nombre de Alexander Von Humboldt. Arcadio se aproxim贸 un poco m谩s a 茅l cuando empez贸 a ayudar a Aureliano en la plater铆a. Melqu铆ades correspondi贸 a aquel esfuerzo de comunicaci贸n soltando a veces frases en castellano que ten铆an muy poco que ver con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareci贸 iluminado por una emoci贸n repentina. A帽os despu茅s, frente al pelot贸n de fusilamiento, Arcadio hab铆a de acordarse del temblor con que Melqu铆ades le hizo escuchar varias p谩ginas de su escritura impenetrable, que por supuesto no entendi贸, pero que al ser le铆das en voz alta parec铆an enc铆clicas cantadas. Luego sonri贸 por primera vez en mucho tiempo y dijo en castellano: 芦Cuando me muera, quemen mercurio durante tres d铆as en mi cuarto. 禄 Arcadio se lo cant贸 a Jos茅 Arcadio Buend铆a, y 茅ste trat贸 de obtener una informaci贸n m谩s expl铆cita, pero s贸lo consigui贸 una respuesta: 芦He alcanzado la inmortalidad. 禄 Cuando la respiraci贸n de Melqu铆ades empez贸 a oler, Arcadio lo llev贸 a ba帽arse al r铆o los jueves en la ma帽ana. Pareci贸 mejorar. Se desnudaba y se met铆a en el agua junto con las muchachos, y su misterioso sentido de orientaci贸n le permit铆a elu-dir los sitios profundos y peligrosos. 芦Somos del agua禄, dijo en cierta ocasi贸n. As铆 pas贸 mucho tiempo sin que nadie lo viera en la casa, salvo la noche en que hizo un conmovedor esfuerzo por componer la pianola, y cuando iba al r铆o con Arcadio llevando bajo el brazo la totuma y la bola de jab贸n de corozo envueltas en una toalla. Un jueves, antes de que lo llamaran para ir al r铆o, Aureliano le oy贸 decir: 芦He muerto de fiebre en los m茅danos de Singapur. 禄 Ese d铆a se meti贸 en el agua par un mal camino y no lo encontraron hasta la ma帽ana siguiente, varios kil贸metros m谩s abajo, varado en un recodo luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre. Contra las escandalizadas protestas de 脷rsula, que lo llor贸 con m谩s dolor que a su propio padre, Jos茅 Arcadio Buend铆a se opuso a que lo enterraran. 芦Es inmortal-dijo-y 茅l mismo revel贸 la f贸rmula de la resurrecci贸n. 禄 Revivi贸 el olvidado atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al cad谩ver que poco a poco se iba llenado de burbujas azules. Don Apolinar Moscote se atrevi贸 a recordarle que un ahogado insepulto era un peligro para la salud p煤blica. 芦Nada de eso, puesto que est谩 vivo禄, fue la r茅plica de Jos茅 Arcadio Buend铆a, que complet贸 las setenta y dos horas de sahumerios mercuriales cuando ya el cad谩ver empezaba a reventarse en una floraci贸n l铆vida, cuyos silbidos tenues impregnaron la casa de un vapor pestilente. S贸lo entonces permiti贸 que lo enterraran, pero no de cualquier modo, sino con los honores reservados al m谩s grande benefactor de Macondo. Fue el primer entierro y el m谩s concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas un siglo despu茅s por el carnaval funerario de la Mam谩 Grande. Lo sepultaran en una tumba erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una l谩pida donde qued贸 escrito lo 煤nico que se supo de 茅l: MESQU脥ADES. Le hicieron sus nueve noches de velorio. En el tumulto que se reun铆a en el patio a tomar caf茅, contar chistes y jugar barajas, Amaranta encontr贸 una ocasi贸n de confesarle su amor a Pietro Crespi, que pocas semanas antes hab铆a formalizado su compromiso con Rebeca y estaba instalando un almac茅n de instrumentos m煤sicos y juguetes de cuerda, en el mismo sector donde vegetaban los 谩rabes que en otro tiempo cambiaban baratijas por guacamayas, y que la gente conoc铆a coma la calle de los Turcos. El italiano, cuya cabeza cubierta de rizos charoladas suscitaba en las mujeres una irreprimible necesidad de suspirar, trat贸 a Amaranta como una chiquilla caprichosa a quien no val铆a la pena tomar demasiado en cuenta. Tengo un hermano menor-le dijo-. Va a venir a ayudarme en la tienda. Amaranta se sinti贸 humillada y le dijo a Pietro Crespi con un rencor virulenta, que estaba dispuesta a impedir la boda su hermana aunque tuviera que atravesar en la puerta su propio cad谩ver. Se impresion贸 tanto el italiano con el dramatismo de la amenaza, que no resisti贸 la tentaci贸n de comentarla con Rebeca. Fue as铆 como el viaje de Amaranta, siempre aplazado par las ocupaciones de 脷rsula, se arregl贸 en menos de una semana. Amaranta no opuso resistencia, pero cuando le dio a Rebeca el beso de despedida, le susurr贸 al o铆do: -No te hagas ilusiones. Aunque me lleven al fin del mundo encontrar茅 la manera de impedir que te cases, as铆 tenga que matarte. Con la ausencia de 脷rsula, can la presencia invisible de Melqu铆ades que continuaba su deambular sigiloso por las cuartos, la casa pareci贸 enorme y vac铆a. Rebeca hab铆a quedado a cargo del orden dom茅stico, mientras la india se ocupaba de la panader铆a. Al anochecer, cuando llegaba Pietro Crespi precedido de un fresco h谩lito de espliego y llevando siempre un juguete de
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 33 regalo, su novia le recib铆a la visita en la sala principal can puertas y ventanas abiertas para estar a salvo de toda suspicacia. Era una precauci贸n innecesaria, porque el italiano hab铆a demostrado ser tan respetuoso que ni siquiera tocaba la mano de la mujer que seria su esposa antes de un a帽o. Aquellas visitas fueron llenando la casa de juguetes prodigiosos. Las bailarinas de cuerda, las cajas de m煤sica, los manas acr贸batas, los caballos trotadores, los payasos tamborileros, la rica y asombrosa fauna mec谩nica que llevaba Pietro Crespi, disiparan la aflicci贸n de Jos茅 Arcadio Buend铆a por la muerte de Melqu铆ades, y la transportaron de nuevo a sus antiguas tiempos de alquimista. Viv铆a entonces en un para铆so de animales destripados, de mecanismos deshechos, tratando de perfeccionar铆as can un sistema de movimiento continua fundado en los principios del p茅ndulo. Aureliano, por su parte, hab铆a descuidado el taller para ense帽ar a leer y escribir a la peque帽a Remedios. Al principia, la ni帽a prefer铆a sus mu帽ecas al hambre que llegaba todas las tardes, y que era el culpable de que la separaran de sus juegos para ba帽arla y vestirla y sentar铆a en la sala a recibir la visita. Pero la paciencia y la devoci贸n de Aureliano terminaron par seducirla, hasta el punto de que pasaba muchas horas con 茅l estudiando el sentido de las letras y dibujando en un cuaderno con l谩pices de colores casitas can vacas en los corrales y sales redondos con rayas amarillas que se ocultaban detr谩s de las lomas. S贸lo Rebeca era infeliz con la amenaza de Amaranta. Conoc铆a el car谩cter de su hermana, la altivez de su esp铆ritu, y la asustaba la virulencia de su rencor. Pasaba horas enteras chup谩ndose el dedo en el ba帽o, aferr谩ndose a un agotador esfuerzo de voluntad para no comer tierra. En busca de un alivio a la zozobra llam贸 a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir. Despu茅s de un sartal de imprecisiones convencionales, Pilar Ternera pronostic贸: -No ser谩s feliz mientras tus padres permanezcan insepultos. Rebeca se estremeci贸. Cama en el recuerdo de un sue帽o se vio a s铆 misma entrando a la casa, muy ni帽a, con el ba煤l y el mecedorcito de madera y un talego cuyo contenido no conoci贸 jam谩s. Se acord贸 de un caballero calvo, vestido de lino y con el cuello de la camisa cerrado con un bot贸n de aro, que nada ten铆a que ver con el rey de capas. Se acord贸 de una mujer muy joven y muy bella, de manos tibias y perfumadas, que nada ten铆an en com煤n can las manos reum谩ticas de la sota de oros, y que le pon铆a flores en el cabello para sacarla a pasear en la tarde por un pueblo de calles verdes. -No entienda-dijo. Pilar Ternera pareci贸 desconcertada:-Yo tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas. Rebeca qued贸 tan preocupada con el enigma, que se lo cant贸 a Jos茅 Arcadio Buend铆a y 茅ste la reprendi贸 por dar cr茅dito a pron贸sticos de barajas, pera se dio a la silenciosa tarea de registrar armarios y ba煤les, remover muebles y voltear camas y entabladas, buscando el talega de huesos. Recordaba no haberla visto desde los tiempos de la reconstrucci贸n. Llam贸 en secreta a los alba帽iles y una de ellas revel贸 que hab铆a emparedado el talego en alg煤n dormitorio porque le estorbaba para trabajar. Despu茅s de varios d铆as de auscultaciones, can la oreja pegada a las paredes, percibieron el clac clac profundo. Perforaron el muro y all铆 estaban los huesos en el talego intacto. Ese mismo d铆a lo sepultaron en una tumba sin l谩pida, improvisada junta a la de Melqu铆ades, y Jas茅 Arcadio Buend铆a regres贸 a la casa liberado de una carga que por un momento pes贸 tanto en su conciencia como el recuerdo de Prudencio Aguilar. Al pasar por la cocina le dio un beso en la frente a Rebeca. -Qu铆tate las malas ideas de la cabeza-le dijo-. Ser谩s feliz. La amistad de Rebeca abri贸 a Pilar Ternera las puertas de la casa, cerradas por 脷rsula desde el nacimiento de Arcadio. Llegaba a cualquier hora del d铆a, como un tropel de cabras, y descargaba su energ铆a febril en los oficios m谩s pesados. A veces entraba al taller y ayudaba a Arcadio a sensibilizar las l谩minas del daguerrotipo con una eficacia y una ternura que terminaron par confundirlo. Lo aturd铆a esa mujer. La resolana de su piel, su alar a humo, el desorden de su risa en el cuarto oscuro, perturbaban su atenci贸n y la hac铆an tropezar con las cosas. En cierta ocasi贸n Aureliano estaba all铆, trabajando en orfebrer铆a, y Pilar Ternera se apoy贸 en la mesa para admirar su paciente laboriosidad. De pronto ocurri贸. Aureliano comprob贸 que Arcadio estaba en el cuarto oscuro, antes de levantar la vista y encontrarse can los ojos de Pilar Ternera, cuyo pensamiento era perfectamente visible, como expuesto a la luz del mediod铆a. -Bueno-dijo Aureliano-. D铆game qu茅 es. Pilar Ternera se mordi贸 los labios can una sonrisa triste.-Que eres bueno para la guerra-dijo-. Donde pones el ojo pones el plomo.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 34 Aureliano descans贸 con la comprobaci贸n del presagio. Volvi贸 a concentrarse en su trabaja, como si nada hubiera pasado, y su voz adquiri贸 una repasada firmeza. -Lo reconozco-dijo-. Llevar谩 mi nombre. Jos茅 Arcadio Buend铆a consigui贸 par fin lo que buscaba: conect贸 a una bailarina de cuerda el mecanismo del reloj, y el juguete bail贸 sin interrupci贸n al comp谩s de su propia m煤sica durante tres d铆as. Aquel hallazgo lo excit贸 mucho m谩s que cualquiera de sus empresas descabelladas. No volvi贸 a comer. No volvi贸 a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de 脷rsula se dej贸 arrastrar por su imaginaci贸n hacia un estado de delirio perpetuo del cual no se volver铆a a recuperar. Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los principios del p茅ndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda la que fuera 煤til puesto en movimiento. Lo fatig贸 tanto la fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entr贸 en su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo identific贸, asombrado de que tambi茅n envejecieran los muertos, Jos茅 Arcadio Buend铆a se sinti贸 sacudido por la nostalgia. 芦Prudencio-exclam贸-, 隆c贸mo has venido a parar tan lejos!禄 Despu茅s de muchos a帽os de muerte, era tan intensa la a帽oranza de las vivos, tan apremiante la necesidad de compa帽铆a, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que exist铆a dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar hab铆a terminado por querer al peor de sus enemigas. Ten铆a mucho tiempo de estar busc谩ndolo. Les preguntaba por 茅l a los muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ci茅naga, y nadie le daba raz贸n, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que lleg贸 Melqu铆ades y lo se帽al贸 con un puntito negro en las abigarrados mapas de la muerte. Jos茅 Arcadio Buend铆a convers贸 con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas despu茅s, estragado par la vigilia, entr贸 al taller de Aureliano y le pregunt贸: 芦驴Qu茅 d铆a es hay?禄 Aureliano le contest贸 que era martes. 芦Eso mismo pensaba ya-dijo Jos茅 Arcadio Buend铆a-. Pera de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. Tambi茅n hoy es lunes. 禄 Acostumbrada a sus man铆as, Aureliano no le hizo caso. Al d铆a siguiente, mi茅rcoles, Jos茅 Arcadio Buend铆a volvi贸 al taller. 芦Esta es un desastre-dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y antier. Tambi茅n hoy es lunes. 禄 Esa noche, Pietro Crespi lo encontr贸 en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio Aguilar, por Melqu铆ades, por los padres de Rebeca, por su pap谩 y su mam谩, por todos los que pod铆a recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le regal贸 un aso de cuerda que caminaba en das patas por un alambre, pero no consigui贸 distraerla de su obsesi贸n. Le pregunt贸 qu茅 hab铆a pasado con el proyecto que le expuso d铆as antes, sobre la posibilidad de construir una m谩quina de p茅ndulo que le sirviera al hombre para volar, y 茅l contest贸 que era imposible porque el p茅ndulo pod铆a levantar cualquier cosa en el aire pero no pod铆a levantarse a s铆 mismo. El jueves volvi贸 a aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. 芦隆La m谩quina del tiempo se ha descompuesto-casi solloz贸-y 脷rsula y Amaranta tan lejos!禄 Aureliano lo reprendi贸 coma a un ni帽o y 茅l adapt贸 un aire sumiso. Pas贸 seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el d铆a anterior, pendiente de descubrir en ellas alg煤n cambio que revelara el transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertas, llamando a Prudencio Aguilar, a Melqu铆ades, a todos los muertos, para que fueran a compartir su desaz贸n. Pero nadie acudi贸. El viernes, antes de que se levantara nadie, volvi贸 a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que segu铆a siendo lunes. Entonces agarr贸 la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destroz贸 hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrer铆a, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero com-pletamente incomprensible. Se dispon铆a a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidi贸 ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbar铆a, catorce para amarrar铆a, veinte para arrastrarlo hasta el casta帽o del patio, donde la dejaron atado, ladrando en lengua extra帽a y echando espumarajos verdes por la baca. Cuando llegaron 脷rsula y Amaranta todav铆a estaba atado de pies y manos al tronco del casta帽o, empapada de lluvia y en un estado de inocencia total. Le hablaran, y 茅l las mir贸 sin reconocerlas y les dijo alga incomprensible. 脷rsula le solt贸 las mu帽ecas y los tobillos, ulceradas por la presi贸n de las sagas, y lo dej贸 amarrado solamente por la cintura. M谩s tarde le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 35 V Aureliano Buend铆a y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante el altar que el padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Fue la culminaci贸n de cuatro semanas de sobresaltos en casa de los Moscote, pues la peque帽a Remedios lleg贸 a la pubertad antes de superar los h谩bitos de la infancia. A pesar de que la madre la hab铆a aleccionado sobre los cambios de la adolescencia, una tarde de febrero irrumpi贸 dando gritos de alarma en la sala donde sus hermanas conversaban con Aureliano, y les mostr贸 el calz贸n embadurnado de una pasta achocolatada. Se fij贸 un mes para la boda. Apenas si hubo tiempo de ense帽arla a lavarse, a vestirse sola, a comprender los asuntos elementales de un hogar. La pusieron a orinar en ladrillos calientes para corregirle el h谩bito de mojar la cama. Cost贸 trabajo convencerla de la inviolabilidad del secreto conyugal, porque Remedios estaba tan aturdida y al mismo tiempo tan maravillada con la revelaci贸n, que quer铆a comentar con todo el mundo los pormenores de la noche de bodas. Fue un esfuerzo agotador, pero en la fecha prevista para la ceremonia la ni帽a era tan diestra en las cosas del mundo como cualquiera de sus hermanas. Don Apolinar Moscote la llev贸 del brazo por la calle adornada con flores y guirnaldas, entre el estampido de los cohetes y la m煤sica de varias bandas, y ella saludaba con la mano y daba las gracias con una sonrisa a quienes le deseaban buena suerte desde las ventanas. Aureliano, vestido de pa帽o negro, con los mismos botines de charol con ganchos met谩licos que hab铆a de llevar pocos a帽os despu茅s frente al pelot贸n de fusilamiento, ten铆a una palidez intensa y una bola dura en la garganta cuando recibi贸 a su novia en la puerta de la casa y la llev贸 al altar. Ella se comport贸 con tanta naturalidad, con tanta discreci贸n, que no perdi贸 la compostura ni siquiera cuando Aureliano dej贸 caer el anillo al tratar de pon茅rselo. En medio del murmullo y el principio de confusi贸n de los convidados, ella mantuvo en alto el brazo con el mit贸n de encaje y permaneci贸 con el anular dispuesto, hasta que su novio logr贸 parar el anillo con el bot铆n para que no siguiera rodando hasta la puerta, y regres贸 ruborizado al altar. Su madre y sus hermanas sufrieron tanto con el temor de que la ni帽a hiciera una incorrecci贸n durante la ceremonia, que al final fueron ellas quienes cometieron la impertinencia de cargarla para darle un beso. Desde aquel d铆a se revel贸 el sentido de res-ponsabilidad, la gracia natural, el reposado dominio que siempre hab铆a de tener Remedios ante las circunstancias adversas. Fue ella quien de su propia iniciativa puso aparte la mejor porci贸n que cort贸 del pastel de bodas y se la llev贸 en un plato con un tenedor a Jos茅 Arcadio Buend铆a. Amarrado al tronco del casta帽o, encogido en un banquito de madera bajo el cobertizo de palmas, el enorme anciano descolorido por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de gratitud y se comi贸 el pastel con los dedos masticando un salmo ininteligible. La 煤nica persona infeliz en aquella celebraci贸n estrepitosa, que se prolong贸 hasta el amanecer del lunes, fue Rebeca Buend铆a. Era su fiesta frustrada. Por acuerdo de 脷rsula, su matrimonio deb铆a celebrarse en la misma fecha, pero Pietro Crespi recibi贸 el viernes una carta con el anuncio de la muerte inminente de su madre. La boda se aplaz贸. Pietro Crespi se fue para la capital de la provincia una hora despu茅s de recibir la carta, y en el camino se cruz贸 con su madre que lleg贸 puntual la noche del s谩bado y cant贸 en la boda de Aureliano el aria triste que hab铆a preparado para la boda de su hijo. Pietro Crespi regres贸 a la media noche del domingo a barrer las cenizas de la fiesta, despu茅s de haber reventado cinco caballos en el camino tratando de estar en tiempo para su boda. Nunca se averigu贸 qui茅n escribi贸 la carta. Atormentada por 脷rsula, Amaranta llor贸 de indignaci贸n y jur贸 su inocencia frente al altar que los carpinteros no hab铆an acabado de desarmar. El padre Nicanor Reyna-a quien don Apolinar Moscote hab铆a llevado de la ci茅naga para que oficiara la boda-era un anciano endurecido por la ingratitud de su ministerio. Ten铆a la piel triste, casi en los puros huesos, y el vientre pronunciado y redondo y una expresi贸n de 谩ngel viejo que era m谩s de inocencia que de bondad. Llevaba el prop贸sito de regresar a su parroquia despu茅s de la boda, pero se espant贸 con la aridez de los habitantes de Macondo, que prosperaban en el esc谩ndalo, sujetos a la ley natural, sin bautizar a los hijos ni santificar las fiestas. Pensando que a ninguna tierra le hac铆a tanta falta la simiente de Dios, decidi贸 quedarse una semana m谩s para cristianizar a circuncisos y gentiles, legalizar concubinarios y sacramentar moribundos. Pero nadie
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 36 le prest贸 atenci贸n. Le contestaban que durante muchos a帽os hab铆an estado sin cura, arreglando negocios del alma directamente con Dios, y hab铆an perdido la malicia del pecado mortal. Cansado de predicar en el desierto, el padre Nicanor se dispuso a emprender la construcci贸n de un templo, el m谩s grande del mundo con santos de tama帽o natural y vidrios de colores en las paredes, para que fuera gente desde Roma a honrar a Dios en el centro de la impiedad. Andaba por todas partes pidiendo limosnas con un platillo de cobre. Le daban mucho, pero 茅l quer铆a m谩s, porque el templo deb铆a tener una campana cuyo clamor sacara a flote a los ahogados. Suplic贸 tanto, que perdi贸 la voz. Sus huesos empezaron a llenarse de ruidos. Un s谩bado, no habiendo recogido ni siquiera el valor de las puertas, se dej贸 confundir por la desesperaci贸n. Improvis贸 un altar en la plaza y el domingo recorri贸 el pueblo con una campanita, como en los tiempos del insomnio, convocando a la misa campal. Muchos fueron por curiosidad. Otros por nostalgia. Otros para que Dios no fuera a tomar como agravio personal el desprecio a su intermediario. As铆 que a las ocho de la ma帽ana estaba medio pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cant贸 los evangelios con voz lacerada por la s煤plica. Al final, cuando los asistentes empezaron a desbandarse, levant贸 los brazos en se帽al de atenci贸n. -Un momento-dijo-. Ahora vamos a presenciar una prueba irrebatible del infinito poder de Dios. El muchacho que hab铆a ayudado a misa le llev贸 una taza de chocolate espeso y humeante que 茅l se tom贸 sin respirar. Luego se limpi贸 los labios con un pa帽uelo que sac贸 de la manga, extendi贸 los brazos y cerr贸 los ojos. Entonces el padre Nicanor se elev贸 doce cent铆metros sobre el nivel del suelo. Fue un recurso convincente. Anduvo varios d铆as por entre las casas, repitiendo la prueba de la levitaci贸n mediante el est铆mulo del chocolate, mientras el monaguillo recog铆a tanto dinero en un talego, que en menos de un mes emprendi贸 la construcci贸n del templo. Nadie puso en duda el origen divino de la demostraci贸n, salvo Jos茅 Arcadio Buend铆a, que observ贸 sin inmutarse el tropel de gente que una ma帽ana se reuni贸 en torno al casta帽o para asistir una vez m谩s a la revelaci贸n. Apenas se estir贸 un poco en el banquillo y se encogi贸 de hombros cuando el padre Nicanor empez贸 a levantarse del suelo junto con la silla en que estaba sentado. -Hoc est simplicisimun-dijo Jos茅 Arcadio Buend铆a-: homo iste statum quartum materiae invenit. El padre Nicanor levant贸 la mano y las cuatro patas de la silla se posaron en tierra al mismo tiempo. -Nego-dijo-. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio. Fue as铆 como se supo que era lat铆n la endiablada jerga de Jos茅 Arcadio Buend铆a. El padre Nicanor aprovech贸 la circunstancia de ser la 煤nica persona que hab铆a podido comunicarse con 茅l, para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. Todas las tardes se sentaba junto al casta帽o, predicando en lat铆n, pero Jos茅 Arcadio Buend铆a se empecin贸 en no admitir vericuetos ret贸ricos ni transmutaciones de chocolate, y exigi贸 como 煤nica prueba el daguerrotipo de Dios. El padre Nicanor le llev贸 entonces medallas y estampitas y hasta una reproducci贸n del pa帽o de la Ver贸nica, pero Jos茅 Arcadio Buend铆a los rechaz贸 por ser objetos artesanales sin fundamento cien-t铆fico. Era tan terco, que el padre Nicanor renunci贸 a sus prop贸sitos de evangelizaci贸n y sigui贸 visit谩ndolo por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue Jos茅 Arcadio Buend铆a quien tom贸 la iniciativa y trat贸 de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasi贸n en que el padre Nicanor llev贸 al casta帽o un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, Jos茅 Arcadio Buend铆a no acept贸, seg煤n dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que jam谩s hab铆a visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez m谩s asombrado de la lucidez de Jos茅 Arcadio Buend铆a, le pregunt贸 c贸mo era posible que lo tuvieran amarrado de un 谩rbol. -Hoc est simplicisimun-contest贸 茅l-: porque estoy loco. Desde entonces, preocupado por su propia fe, el cura no volvi贸 a visitarlo, y se dedic贸 por completo a apresurar la construcci贸n del templo. Rebeca sinti贸 renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la terminaci贸n de la obra, desde un domingo en que el padre Nicanor almorzaba en la casa y toda la familia sentada a la mesa habl贸 de la solemnidad y el esplendor que tendr铆an los actos religiosos cuando se construyera el templo. 芦La m谩s afortunada ser谩 Rebeca禄, dijo Amaranta. Y como Rebeca no entendi贸 lo que ella quer铆a decirle, se lo explic贸 con una sonrisa inocente: -Te va a tocar inaugurar la iglesia con tu boda.
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 37 Rebeca trat贸 de anticiparse a cualquier comentario. Al paso que llevaba la construcci贸n, el templo no estar铆a terminado antes de diez a帽os. El padre Nicanor no estuvo de acuerdo: la creciente generosidad de los fieles permit铆a hacer c谩lculos m谩s optimistas. Ante la sorda indignaci贸n de Rebeca, que no pudo terminar el almuerzo, 脷rsula celebr贸 la idea de Amaranta y contribuy贸 con un aporte considerable para que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor consider贸 que con otro auxilio como ese el templo estar铆a listo en tres a帽os. A partir de entonces Rebeca no volvi贸 a dirigirle la palabra a Amaranta, convencida de que su iniciativa no hab铆a tenido la inocencia que ella supo aparentar. 芦Era lo menos grave que pod铆a hacer-le replic贸 Amaranta en la virulenta discusi贸n que tuvieron aquella noche-. As铆 no tendr茅 que matarte en los pr贸ximos tres a帽os. 禄 Rebeca acept贸 el reto. Cuando Pietro Crespi se enter贸 del nuevo aplazamiento, sufri贸 una crisis de desilusi贸n, pero Rebeca le dio una prueba definitiva de lealtad. 芦Nos fugaremos cuando t煤 lo dispongas禄, le dijo. Pietro Crespi, sin embargo, no era hombre de aventuras. Carec铆a del car谩cter impulsivo de su novia, y consideraba el respeto a la palabra empe帽ada como un capital que no se pod铆a dilapidar. Entonces Rebeca recurri贸 a m茅todos m谩s audaces. Un viento misterioso apagaba las l谩mparas de la sala de visita y 脷rsula sorprend铆a a los novios bes谩ndose en la oscuridad. Pietro Crespi le daba explicaciones atolondradas sobre la mala calidad de las modernas l谩mparas de alquitr谩n y hasta ayudaba a instalar en la sala sistemas de iluminaci贸n m谩s seguros. Pero otra vez fallaba el combustible o se atascaban las mechas, y 脷rsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas del novio. Termin贸 por no aceptar ninguna explicaci贸n. Deposit贸 en la india la responsabilidad de la panader铆a y se sent贸 en un mecedor a vigilar la visita de los novios, dispuesta a no dejarse derrotar por maniobras que ya eran viejas en su juventud. 芦Pobre mam谩-dec铆a Rebeca con burlona indignaci贸n, viendo bostezar a 脷rsula en el sopor de las visitas-. Cuando se muera saldr谩 penando en ese mecedor. 禄 Al cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la lentitud de la construcci贸n que pasaba a inspeccionar todos los d铆as, Pietro Crespi resolvi贸 darle al padre Nicanor el dinero que le hac铆a falta para terminar el templo. Amaranta no se impacient贸. Mientras conversaba con las amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, trataba de concebir nuevas triqui帽uelas. Un error de c谩lculo ech贸 a perder la que consider贸 m谩s eficaz: quitar las bolitas de naftalina que Rebeca hab铆a puesto a su vestido de novia antes de guardarlo en la c贸moda del dormitorio. Lo hizo cuando faltaban menos de dos meses para la terminaci贸n del templo. Pero Rebeca estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso preparar el vestido con m谩s anticipaci贸n de lo que hab铆a previsto Amaranta. Al abrir la c贸moda y desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector, encontr贸 el raso del vestido y el punto del velo y hasta la corona de azahares pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura de haber puesto en el envoltorio dos pu帽ados de bolitas de naftalina, el desastre parec铆a tan accidental que no se atrevi贸 a culpar a Amaranta. Faltaba menos de un mes para la boda, pero Amparo Moscote se comprometi贸 a coser un nuevo vestido en una semana. Amaranta se sinti贸 desfallecer el mediod铆a lluvioso en que Amparo entr贸 a la casa envuelta en una espumarada de punto para hacerle a Rebeca la 煤ltima prueba del vestido. Perdi贸 la voz y un hilo de sudor helado descendi贸 por el cauce de su espina dorsal. Durante largos meses hab铆a temblado de pavor esperando aquella hora, porque si no conceb铆a el obst谩culo definitivo para la boda de Rebeca, estaba segura de que en el 煤ltimo instante, cuando hubieran fallado todos los recursos de su imaginaci贸n, tendr铆a valor para envenenar铆a. Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor dentro de la coraza de raso que Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de alfileres y una paciencia infinita, Amaranta equivoc贸 varias veces los puntos del crochet y se pinch贸 el dedo con la aguja, pero decidi贸 con espantosa frialdad que la fecha ser铆a el 煤ltimo viernes antes de la boda, y el modo ser铆a un chorro de l谩udano en el caf茅. Un obst谩culo mayor, tan insalvable como imprevisto, oblig贸 a un nuevo e indefinido aplazamiento. Una semana antes de la fecha fijada para la boda, la peque帽a Remedios despert贸 a media noche empapada en un caldo caliente que explot茅 en sus entra帽as con una especie de eructo desgarrador, y muri贸 tres d铆as despu茅s envenenada por su propia sangre con un par de gemelos atravesados en el vientre. Amaranta sufri贸 una crisis de conciencia. Hab铆a suplicado a Dios con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a Rebeca, que se sinti贸 culpable por la muerte de Remedios. No era ese el obst谩culo por el que tanto hab铆a suplicado. Remedios hab铆a llevado a la casa un soplo de alegr铆a. Se hab铆a instalado con su esposo en una alcoba cercana al taller, que decor贸 con las mu帽ecas y juguetes de su infancia reciente, y su alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un ventarr贸n de
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 38 buena salud por el corredor de las begonias. Cantaba desde el amanecer. Fue ella la 煤nica persona que se atrevi贸 a mediar en las disputas de Rebeca y Amaranta. Se ech贸 encima la dispendiosa tarea de atender a Jos茅 Arcadio Buend铆a. Le llevaba los alimentos, lo asist铆a en sus necesidades cotidianas, lo lavaba con jab贸n y estropajo, le manten铆a limpio de piojos y liendres los cabellos y la barba, conservaba en buen estado el cobertizo de palma y lo reforzaba con lonas impermeables en tiempos de tormenta. En sus 煤ltimos meses hab铆a logrado comunicarse con 茅l en frases de lat铆n rudimentario. Cuando naci贸 el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a la casa y bautizado en ceremonia 铆ntima con el nombre de Aureliano Jos茅, Remedios decidi贸 que fuera considerado como su lujo mayor. Su instinto maternal sorprendi贸 a 脷rsula. Aureliano, por su parte, encontr贸 en ella la justificaci贸n que le hac铆a falta para vivir. Trabajaba todo el d铆a en el taller y Remedios le llevaba a media ma帽ana un taz贸n de caf茅 sin az煤car. Ambos visitaban todas las noches a los Moscote. Aureliano jugaba con el suegro interminables partidos de domin贸, mientras Remedios conversaba con sus hermanas o trataba con su madre asuntos de gente mayor. El v铆nculo con los Buend铆a consolid贸 en el pueblo la autoridad de don Apolinar Moscote. En frecuentes viajes a la capital de la provincia consigui贸 que el gobierno construyera una escuela para que la atendiera Arcadio, que hab铆a heredado el entusiasmo did谩ctico del abuelo. Logr贸 por medio de la persuasi贸n que la mayor铆a de las casas fueran pintadas de azul para la fiesta de la independencia nacional. A instancias del padre Nicanor dispuso el traslado de la tienda de Catarino a una calle apartada, y clausur贸 varios lugares de esc谩ndalo que prosperaban en el centro de la poblaci贸n. Una vez regres贸 con seis polic铆as armados de fusiles a quienes encomend贸 el mantenimiento del orden, sin que nadie se acordara del compromiso original de no tener gente armada en el pueblo. Aureliano se complac铆a de la eficacia de su suegro. 芦Te vas a poner tan gordo como 茅l禄, le dec铆an sus amigos. Pero el sedentarismo que acentu贸 sus p贸mulos y concentr贸 el fulgor de sus ojos, no aument贸 su peso ni alter贸 la parsimonia de su car谩cter, y por el contrario endureci贸 en sus labios la l铆nea recta de la meditaci贸n solitaria y la decisi贸n implacable. Tan hondo era el cari帽o que 茅l y su esposa hab铆an logrado despertar en la familia de ambos, que cuando Remedios anunci贸 que iba a tener un hijo, hasta Rebeca y Amaranta hicieron una tregua para tejer en lana azul, por si nac铆a var贸n, y en lana rosada, por si nac铆a mujer. Fue ella la 煤ltima persona en que pens贸 Arcadio, pocos a帽os despu茅s, frente al pelot贸n de fusilamiento. 脷rsula dispuso un duelo de puertas y ventanas cerradas, sin entrada ni salida para nadie como no fuera para asuntos indispensables; prohibi贸 hablar en voz alta durante un ano, y puso el daguerrotipo de Remedios en el lugar en que se vel贸 el cad谩ver, con una cinta negra terciada y una l谩mpara de aceite encendida para siempre. Las generaciones futuras, que nunca dejaron extinguir la l谩mpara, hab铆an de desconcertarse ante aquella ni帽a de faldas rizadas, botitas blancas y lazo de organd铆 en la cabeza, que no lograban hacer coincidir con la imagen acad茅mica de una bisabuela. Amaranta se hizo cargo de Aureliano Jos茅. Lo adopt贸 como un hijo que hab铆a de compartir su soledad, y aliviarla del l谩udano involuntario que echaron sus s煤plicas desatinadas en el caf茅 de Remedios. Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra en el sombrero, y hac铆a una visita silenciosa a una Rebeca que parec铆a desangrarse dentro del vestido negro con mangas hasta los pu帽os. Habr铆a sido tan irreverente la sola idea de pensar en una nueva fecha para la boda, que el noviazgo se convirti贸 en una relaci贸n eterna, un amor de cansancio que nadie volvi贸 a cuidar, como si los enamorados que en otros d铆as descompon铆an las l谩mparas para besarse hubieran sido abandonados al albedr铆o de la muerte. Perdido el rumbo, completamente desmoralizada, Rebeca volvi贸 a comer tierra. De pronto cuando el duelo llevaba tanto tiempo que ya se hab铆an reanudado las sesiones de punto de cruz-alguien empuj贸 la puerta de la calle a las dos de la tarde, en el silencio mortal del calor, y los horcones se estremecieron con tal fuerza en los cimientos, que Amaranta y sus amigas bordando en el corredor, Rebeca chup谩ndose el dedo en el dormitorio, 脷rsula en la cocina, Aureliano en el taller y hasta Jos茅 Arcadio Buend铆a bajo el casta帽o solitario, tuvieron la impresi贸n de que un temblor de tierra estaba desquiciando la casa. Llegaba un hombre descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cab铆an por las puertas. Ten铆a una medallita de la Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho completamente bordados de tatuajes cr铆pticos, y en la mu帽eca derecha la apretada esclava de cobre de los ni帽os-en-cruz. Ten铆a el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y parado como las crines de un mulo, las mand铆bulas f茅rreas y la mirada triste. Ten铆a un cintur贸n dos veces m谩s grueso que la cincha de un caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 39 presencia daba la impresi贸n trepidatoria de un sacudimiento s铆smico. Atraves贸 la sala de visitas y la sala de estar, llevando en la mano unas alforjas medio desbaratadas, y apareci贸 como un trueno en el corredor de las begonias, donde Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las agujas en el aire. 芦Buenas禄, les dijo 茅l con la voz cansada, y tir贸 las alforjas en la mesa de labor y pas贸 de largo hacia el fondo de la casa. 芦Buenas禄, le dijo a la asustada Rebeca que lo vio pasar por la puerta de su dormitorio. 芦Buenas禄, le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos alertas en el mes贸n de orfebrer铆a. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y all铆 se par贸 por primera vez en el t茅rmino de un viaje que hab铆a empezado al otro lado del mundo. 芦Buenas禄, dijo. 脷rsula se qued贸 una fracci贸n de segundo con la boca abierta, lo mir贸 a los ojos, lanz贸 un grito y salt贸 a su cuello gritando y llorando de alegr铆a. Era Jos茅 Arcadio. Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo de que 脷rsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Hablaba el espa帽ol cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron d贸nde hab铆a estado, y contest贸: 芦Por ah铆. 禄 Colg贸 la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmi贸 tres d铆as. Cuando despert贸, y despu茅s de tomarse diecis茅is huevos crudos, sali贸 directamente hacia la tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental provoc贸 un p谩nico de curiosidad entre las mujeres. Orden贸 m煤sica y aguardiente para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con cinco hombres al mismo tiempo. 芦Es imposible禄, dec铆an, al convencerse de que no lograban moverle el brazo. 芦Tiene ni帽os-en-cruz. 禄 Catarino, que no cre铆a en artificios de fuerza, apost贸 doce pesos a que no mov铆a el mostrador. Jos茅 Arcadio lo arranc贸 de su sitio, lo levant贸 en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hombres para meterlo. En el calor de la fiesta exhibi贸 sobre el mostrador su masculinidad inveros铆mil, enteramente tatuada con una mara帽a azul y roja de letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia les pregunt贸 qui茅n pagaba m谩s. La que ten铆a m谩s ofreci贸 veinte pesos. Entonces 茅l propuso rifarse entre todas a diez pesos el n煤mero. Era un precio desorbitado, porque la mujer m谩s solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas aceptaron. Escribieron sus nombres en catorce papeletas que metieron en un sombrero, y cada mujer sac贸 una. Cuando s贸lo faltaban por sacar dos papeletas, se estableci贸 a qui茅nes correspond铆an. -Cinco pesos m谩s cada una-propuso Jos茅 Arcadio-y me reparto entre ambas. De eso viv铆a. Le hab铆a dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulaci贸n de marineros ap谩tridas. Las mujeres que se acostaron con 茅l aquella noche en la tienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no ten铆a un mil铆metro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos de los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dorm铆a todo el d铆a y pasaba la noche en el barrio de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que 脷rsula logr贸 sentarlo a la mesa, dio muestras de una simpat铆a radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en pa铆ses remotos. Hab铆a naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del Jap贸n, aliment谩ndose con el cuerpo de un compa帽ero que sucumbi贸 a la insolaci贸n, cuya carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol ten铆a un sabor granuloso y dulce. En un mediod铆a radiante del Golfo de Bengala su barco hab铆a vencido un drag贸n de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de un cruzado. Hab铆a visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de V铆ctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe. 脷rsula lloraba en la mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba Jos茅 Arcadio sus haza帽as y desventuras. 芦Y tanta casa aqu铆, hijo m铆o-sollozaba-. 隆Y tanta comida tirada a los puercos禄 Pero en el fondo no pod铆a concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el mismo atarv谩n que se com铆a medio lech贸n en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban flores. Algo similar le ocurr铆a al resto de la familia. Amaranta no pod铆a disimular la repugnancia que le produc铆an en la mesa sus eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoci贸 el secreto de su filiaci贸n, apenas si contestaba a las preguntas que 茅l le hac铆a con el prop贸sito evidente de conquistar sus afectos. Aureliano trat贸 de revivir los tiempos en que dorm铆an en el mismo cuarto, procur贸 restaurar la complicidad de la infancia, pero Jos茅 Arcadio los hab铆a olvidado porque la vida del mar le satur贸 la memoria con demasiadas cosas que recordar. S贸lo Rebeca sucumbi贸 al primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pens贸 que Pietro Crespi era un currutaco de alfe帽ique junto a aquel protomacho cuya respiraci贸n volc谩nica se percib铆a en toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasi贸n Jos茅 Arcadio la mir贸 el cuerpo con una atenci贸n descarada, y le dijo: 芦Eres muy mujer, hermanita. 禄 Rebeca perdi贸 el dominio de s铆 misma. Volvi贸 a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 40 d铆as, y se chup贸 el dedo con tanta ansiedad que se le form贸 un callo en el pulgar. Vomit贸 un l铆quido verde con sanguijuelas muertas. Pas贸 noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso de Jos茅 Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos dorm铆an la siesta, no resisti贸 m谩s y fue a su dormitorio. Lo encontr贸 en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que hab铆a colgado de los horcones con cables de amarrar barcos. La impresion贸 tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sinti贸 el impulso de retroceder. 芦Perdone-se excus贸-. No sab铆a que estaba aqu铆. 禄 Pero apag贸 la voz para no despertar a nadie. 芦Ven ac谩禄, dijo 茅l. Rebeca obedeci贸. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras Jos茅 Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: 芦Ay, hermanita: ay, hermanita. 禄 Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia cicl贸nica asombrosamente regulada la levant贸 por la cintura y la despoj贸 de su intimidad con tres zarpazos y la descuartiz贸 como a un pajarito. Alcanz贸 a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbi贸 como un papel secante la explosi贸n de su sangre. Tres d铆as despu茅s se casaron en la misa de cinco. Jos茅 Arcadio hab铆a ido el d铆a anterior a la tienda de Pietro Crespi. Lo hab铆a encontrado dictando una lecci贸n de c铆tara y no lo llev贸 aparte para hablarle. 芦Me caso con Rebeca禄, le dijo. Pietro Crespi se puso p谩lido, le entreg贸 la c铆tara a uno de los disc铆pulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron solos en el sal贸n atiborrado de instrumentos m煤sicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo: -Es su hermana. -No me importa-replic贸 Jos茅 Arcadio. Pietro Crespi se enjug贸 la frente con el pa帽uelo impregnado de espliego.-Es contra natura-explic贸-y, adem谩s, la ley lo prohibe. Jos茅 Arcadio se impacient贸 no tanto con la argumentaci贸n como con la palidez de Pietro Crespi. -Me cago dos veces en natura-dijo-. Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de ir a preguntarle nada a Rebeca. Pero su comportamiento brutal se quebrant贸 al ver que a Pietro Crespi se le humedec铆an los ojos. -Ahora-le dijo en otro tono-, que si lo que le gusta es la familia, ah铆 le queda Amaranta. El padre Nicanor revel贸 en el serm贸n del domingo que Jos茅 Arcadio y Rebeca no eran hermanos. 脷rsula no perdon贸 nunca lo que consider贸 como una inconcebible falta de respeto, y cuando regresaron de la iglesia prohibi贸 a los reci茅n casados que volvieran a pisar la casa. Para ella era como si hubieran muerto. As铆 que alquilaron una casita frente al cementerio y se instalaron en ella sin m谩s muebles que la hamaca de Jos茅 Arcadio. La noche de bodas a Rebeca le mordi贸 el pie un alacr谩n que se hab铆a metido en su pantufla. Se le adormeci贸 la lengua, pero eso no impidi贸 que pasaran una luna de miel escandalosa. Los vecinos se asustaban con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una pasi贸n tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos. Aureliano fue el 煤nico que se preocup贸 por ellos. Les compr贸 algunos muebles y les proporcion贸 dinero, hasta que Jos茅 Arcadio recuper贸 el sentido de la realidad y empez贸 a trabajar las tierras de nadie que colindaban con el patio de la casa. Amaranta, en cambio, no logr贸 superar jam谩s su rencor contra Rebeca, aunque la vida le ofreci贸 una satisfacci贸n con que no hab铆a so帽ado: por iniciativa de 脷rsula, que no sab铆a c贸mo re-parar la verg眉enza, Pietro Crespi sigui贸 almorzando los martes en la casa, sobrepuesto al fracaso con una serena dignidad. Conserv贸 la cinta negra en el sombrero como una muestra de aprecio por la familia, y se complac铆a en demostrar su afecto a 脷rsula llev谩ndole regalos ex贸ticos: sardinas portuguesas, mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasi贸n, un primoroso mande Manila. Amaranta lo atend铆a con una cari帽osa diligencia. Adivinaba sus gustos, le arrancaba los hilos descosidos en los pu帽os de la camisa, y bord贸 una docena de pa帽uelos con sus iniciales para el d铆a de su cumplea帽os. Los martes, despu茅s del almuerzo, mientras ella bordaba en el corredor, 茅l le hac铆a una alegre compa帽铆a. Para Pietro Crespi, aquella mujer que siempre consider贸 y trat贸 como una ni帽a, fue una revelaci贸n. Aunque su tipo carec铆a de gracia, ten铆a una rara sensibilidad para apreciar las cosas del mundo, y una ternura secreta. Un martes, cuando nadie dudaba de que tarde o temprano ten铆a que ocurrir,
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Cien a帽os de soledad Gabriel Garc铆a M谩rquez 41 Pietro Crespi le pidi贸 que se casara con 茅l. Ella no interrumpi贸 su labor. Esper贸 a que pasara el caliente rubor de sus orejas e imprimi贸 a su voz un sereno 茅nfasis de madurez. -Por supuesto, Crespi-dijo-, pero cuando uno se conozca mejor. Nunca es bueno precipitar las cosas. 脷rsula se ofusc贸. A pesar del aprecio que le ten铆a a Pietro Crespi, no lograba establecer si su decisi贸n era buena o mala desde el punto de vista moral, despu茅s del prolongado y ruidoso noviazgo con Rebeca. Pero termin贸 por aceptarlo como un hecho sin calificaci贸n, porque nadie comparti贸 sus dudas. Aureliano, que era el hombre de la casa, la confundi贸 m谩s con su enigm谩tica y terminante opini贸n: -脡stas no son horas de andar pensando en matrimonios. Aquella opini贸n que 脷rsula s贸lo comprendi贸 algunos meses despu茅s era la 煤nica sincera que pod铆a expresar Aureliano en ese momento, no s贸lo con respecto al matrimonio, sino a cualquier asunto que no fuera la guerra. 脡l mismo, frente al pelot贸n de fusilamiento, no hab铆a de entender muy bien c贸mo se fue encadenando la serie de sutiles pero irrevocables casualidades que lo llevaron hasta ese punto. La muerte de Remedios no le produjo la conmoci贸n que tem铆a. Fue m谩s bien un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvi贸 en una frustraci贸n solitaria y pasiva, semejante a la que experiment贸 en los tiempos en que estaba resignado a vivir sin mujer. Volvi贸 a hundirse en el trabajo, pero conserv贸 la costumbre de jugar domin贸 con su suegro. En una casa amordazada por el luto, las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los dos hombres. 芦Vuelve a casarte, Aurelito-le dec铆a el suegro-. Tengo seis hijas para escoger. 禄 En cierta ocasi贸n, en v铆speras de las elecciones, don Apolinar Moscote regres贸 de uno de sus frecuentes viajes, preocupado por la situaci贸n pol铆tica del pa铆s. Los liberales estaban decididos a lanzarse a la guerra. Como Aureliano ten铆a en esa 茅poca nociones muy confusas sobre las diferencias entre conservadores y liberales, su suegro le daba lecciones esquem谩ticas. Los liberales, le dec铆a, eran masones; gente de mala 铆ndole, partidaria de ahorcar a los curas, de im-plantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los leg铆timos, y de despedazar al pa铆s en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que hab铆an recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden p煤blico y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el pa铆s fuera descuartizado en entidades aut贸nomas. Por sentimientos humanitarios, Aureliano simpatizaba con la actitud liberal respecto de los derechos de los hijos naturales, pero de todos modos no en-tend铆a c贸mo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no pod铆an tocarse con las manos. Le pareci贸 una exageraci贸n que su suegro se hiciera enviar para las elecciones seis soldados armados con fusiles, al mando de un sargento, en un pueblo sin pasiones pol铆ticas. No s贸lo llegaron, sino que fueron de casa en casa decomisando armas de cacer铆a, machetes y hasta cuchillos de cocina, antes de repartir entre los hombres mayores de veinti煤n a帽os las papeletas azules con los nombres de los candidatos conservadores, y las papeletas rojas con los nombres de los candidatos liberales. La v铆spera de las elecciones el propio don Apolinar Moscote ley贸 un bando que prohib铆a desde la medianoche del s谩bado, y por cuarenta y ocho horas, la venta de bebidas alcoh贸licas y la reuni贸n de m谩s de tres personas que no fueran de la misma familia. Las elecciones transcurrieron sin incidentes. Desde las ocho de la ma帽ana del domingo se instal贸 en la plaza la urna de madera custodiada por los seis soldados. Se vot贸 con entera libertad, como pudo comprobarlo el propio Aureliano, que estuvo casi todo el d铆a con su suegro vigilando que nadie votara m谩s de una vez. A las cuatro de la tarde, un repique de redoblante en la plaza anunci贸 el t茅rmino de la jornada, y don Apolinar Moscote sell贸 la urna con una etiqueta cruzada con su firma. Esa noche, mientras jugaba domin贸 con Aureliano, le orden贸 al sargento romper la etiqueta para contar los votos. Hab铆a casi tantas papeletas rojas como azules, pero el sargento s贸lo dej贸 diez rojas y complet贸 la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una etiqueta nueva y al d铆a siguiente a primera hora se la llevaron para la capital de la provincia. 芦Los liberales ir谩n a la guerra禄, dijo Aureliano. Don Apolinar no desatendi贸 sus fichas de domin贸. 芦Si lo dices por los cambios de papeletas, no ir谩n-dijo-. Se dejan algunas rojas para que no haya reclamos. 禄 Aureliano comprendi贸 las desventajas de la oposici贸n. 芦Si yo fuera liberal-dijo-ir铆a a la guerra por esto de las papeletas. 禄 Su suegro lo mir贸 por encima del marco de los anteojos. -Ay, Aurelito-dijo-, si t煤 fueras liberal, aunque fueras mi yerno, no hubieras visto el cambio de las papeletas.
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