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87
Francisco Álvarez
Por cauce horizontal y paralelo, mi mano, cabalgando en tu figura, baja de la cadera a la cintura, ronda los senos y ensortija el pelo. Tu intimidad sensual levanta el vuelo descubriendo vibrante una estructura con ansiedad de entrega y de aventura y la agresión de una leona en celo. He de hacer de tu cuerpo una mordaza, y formarán tus labios un camino de humedad, arrastrándose en mi piel. Verás mi círculo de amor que abraza tu temblor en furioso torbellino, y plantaré mi flor en tu vergel.
Juntos
Salvador García Ramírez
Amarillas las fachadas, amarillas las barandas, las terrazas y las pérgolas, las janelas amarillas. Amarillos los toldos, el blando acantilado, el sol en el Algarve, el banco en que te escribo. Amarillo tu vestido, los manteles y los pórticos, los zócalos, los caminos: amarillos, amarillos. Amarillas las playas, la hamaca, las retamas, las velas por el agua, las barcas amarillas. Amarillos los limones, amarillas las sombrillas, el jarrón, los veladores, las mimosas amarillas.
Amarelo
Alfredo Lavergne
Pasar Por uno de esos caseríos Marcados con un nombre De alguien De un sueño De un héroe De un santo De un error De una esperanza De una visión de otro mundo O con una palabra en la lengua del pueblo vencido. Soy Uno de los que pasa Por encima de esos bautizos.
Bitácora
Lope de Vega
HABLA EL RÍO ¡Quítenme aquesta puente que me mata, señores regidores de la villa, miren que me ha quebrado una costilla, que aunque me viene grande me maltrata! De bola en bola tanto se dilata, que no la alcanza a ver mi verde orilla; mejor es que la lleven a Sevilla, si cabe en el camino de la Plata. Pereciendo de sed en el estío, es falsa la causal y el argumento de que en las tempestades tengo brío. Pues yo con la mitad estoy contento, tráiganle sus mercedes otro río que le sirva de huésped de aposento.
Laméntase manzanares de tener tan gran puente
Genaro Ortega Gutiérrez
Es preciso romper el tabú de la intangibilidad de la poesía, ungir con óleo amarillento sus llagas tendidas, inmediatas, y que cese el goteo de las horas en el patio. Versos entendidos como un arte de seducción indisoluble de sus paisajes, extraviados por el mapamundi de los acontecimientos. Palabras de fuste que han quedado varadas en el lodo del camino. Poemas que tiemblan del mismo modo con que nos crece dentro la enredadera de un viaje, o el óxido descalzo de los hijos muertos.
Mazorcas y no bocas
Luis de Góngora
Al sol peinaba Clori sus cabellos Con peine de marfil, con mano bella; Mas no se parecía el peine en ella Como se obscurecía el sol en ellos. Cogió sus lazos de oro, y al cogellos, Segunda mayor luz descubrió aquella Delante quien el Sol es una estrella Y esfera España de sus rayos bellos. Divinos ojos, que en su dulce Oriente Dan luz al mundo, quitan luz al cielo, Y espera idolatrallos Occidente. Esto Amor solicita con su vuelo, Que en tanto mar será un arpón luciente De la Cerda inmortal mortal anzuelo.
A doña brianda de la cerda
Juan Luis Panero
Terribles son las palabras de los amantes, aunque estén bañadas de falsa alegría, cuando llega la desolada hora de la separación. Fuera la lluvia galopa tercamente y su eco retumba tras la ventana. Los poderosos pájaros de la dicha un breve instante anidaron en sus brazos y dorados plumajes cubrieron los cabellos que ahora sudor y hastío sólo guardan. La estatua que quiso ser eterna herida de reproches tiembla y cae. Ya el combate de anhelo ha terminado y húmedos restos las sábanas acogen. Hombre y mujer en traje y documento ceremoniosamente se despiden. Sus manos por costumbre se enlazan y banales sonrisas desfiguran sus labios. Terribles son las palabras de los amantes cuando llega la desolada hora de la separación. Esqueletos de amor buscan nuevo refugio y un jirón de ternura cuelga del viejo y gris perchero.
Qué bien lo hemos pasado
Ricardo Dávila Díaz Flores
Eras como el agua: No te detenías ante la piedra y rodeabas jardines y vientos para llegar a la rama o al canto. Igual que las niñas jugabas al filo de las ventanas, peligrosa, desnuda, estrella que brinca descalza. Tu alma era tu red y caíste en ella tantas veces que aprendiste mi nombre. “He vuelto a caer”, me decías. Eras el pie que tropezaba con la misma huella y te buscabas en mi piel cada noche (¿En qué parte de mis latidos entraba tu risa, en qué lugar de mi voz erraba tu nombre, a qué hora decidías venir que mis brazos se abrían antes de verte?) Besabas como buscando salidas, como un ciego que salta de una avioneta y espera. Después me mirabas con la mirada cerrada y sólo tú sabes lo que mirabas por dentro. Caías directa a mi tierra buscando raíces como la lluvia: llovías entre niebla, caricias y rayos y te ibas azul, transparente y lejana. Soñabas lo que soñó la poesía y te dio miedo que se cumplieran las palabras entre tus piernas. Dijiste que nunca te di nada. Es verdad, yo sólo te rodeé con tus brazos, te rodeé con tu alma, para que no te pasara nada mientras te dabas. Eras ritmo, mujer, música. Yo sólo abrí la puerta, acerqué la silla y me senté a escucharte.
Balada del amor pasado
Gustavo Adolfo Bécquer
¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero de los senderos busca; las huellas de unos pies ensangrentados sobre la roca dura; los despojos de un alma hecha jirones en las zarzas agudas, te dirán el camino que conduce a mi cuna. ¿Adónde voy? El más sombrío y triste de los páramos cruza, valle de eternas nieves y de eternas melancólicas brumas; en donde esté una piedra solitaria sin inscripción alguna, donde habite el olvido, allí estará mi tumba.
Rima lxvi
Gustavo Adolfo Bécquer
Su mano entre mis manos, sus ojos en mis ojos, la amorosa cabeza apoyada en mi hombro, Dios sabe cuántas veces con paso perezoso hemos vagado juntos bajo los altos olmos que de su casa prestan misterio y sombra al pórtico. * Y ayer... un año apenas, pasado como un soplo, con qué exquisita gracia, con qué admirable aplomo, me dijo al presentarnos un amigo oficioso: ?¡Creo que en alguna parte he visto a usted! ¡Ah, bobos, que sois de los salones comadres de buen tono, y andabais allí a caza de galantes embrollos: qué historia habéis perdido, qué manjar tan sabroso para ser devorado sotto voce en un coro detrás del abanico de plumas y de oro...! * Discreta y casta luna, copudos y altos olmos, paredes de su casa, umbrales de su pórtico, callad, y que el secreto no salga de vosotros. Callad, que por mi parte yo lo he olvidado todo; y ella... ella, no hay máscara semejante a su rostro.
Rima xl
Juan Ramón Mansilla
Ha sido hermoso verte en la ventana, pegada al cristal como quien contempla un amanecer y recibe el sol clemente del invierno. He movido los ojos hacia ti como ahora mismo muevo mis palabras. Es extraño: tu imagen sale de un lienzo pintado por tu ausencia.. La oscuridad se cierne lentamente y dentro de poco será ya noche. Con la fatiga se disolverán las luces y las cosas. Todo excepto aquello que es inmune a las sombras y a las llamas, vivo como tu imagen empañando el cristal esta mañana y ahora.
Ventana
Ramón López Velarde
Del fondo de mi alma oscura van hasta ti mis dolores como una sarta de flores en empobrecida blancura. Del ensueño a la luz pura, en capilla de colores, comulgué con tus amores en un cáliz de amargura. Al reír mis quince años de los pesares huraños, tu amor imposible vino a traerme la tristeza del monje que oculto reza en el claustro capuchino. La muerte ama con el vago amor y las ansias puras con que ama las alburas de las estrellas, el lago. Del invierno al frío halago, en las gavetas oscuras besan a las sepulturas las flores del jaramago. Y con afán imposible ama la yedra flexible, en el cálido misterio de las paredes ruinosas, las ramazones musgosas del vetusto monasterio. Así también, alma mía, en una muerte profunda, de mi pasión moribunda, la yerta melancolía. Te adoro en la sombría nostalgia meditabunda que en el recuerdo se inunda de tu pasada alegría. Se consume tu existencia como el dolor de una esencia; y en el litúrgico llanto, como responso de muerte, tan solo puedo quererte con amor de camposanto. Conservas, mustios despojos de la pretérita gracia, tus palideces de acacia y el carmín de tus sonrojos. Fui, al besar tus labios rojos, claveles de aristocracia, alumno de la desgracia en la escuela de tus ojos. En el dulce misticismo de un simbólico bautismo inundaron mi cabeza tus manos espirituales con los divinos raudales de tu inefable tristeza.
Rosa mística
Federico García Lorca
Yo me arrimé a un pino verde por ver si la divisaba, y sólo divisé el polvo del coche que la llevaba. Anda jaleo, jaleo: ya se acabó el alboroto y vamos al tiroteo. No salgas, paloma, al campo, mira que soy cazador, y si te tiro y te mato para mí será el dolor, para mí será el quebranto, Anda, jaleo, jaleo: ya se acabó el alboroto y vamos al tiroteo. En la calle de los Muros han matado una paloma. Yo cortaré con mis manos las flores de su corona. Anda jaleo, jaleo: ya se acabó el alboroto y vamos al tiroteo.
Anda jaleo
Nimia Vicéns
Ahora estoy con el árbol Besador de la brisa Cazador de los pólenes viajeros Mano en caricia abierta de hojas hacia el cielo desde su mundo exacto circunscrito al rumor. Sobre la superficie inmensa de este mundo —planta piedra y ceniza— cuán pequeño el espacio del árbol Y qué alto de ramas y verdad y poesía Y de Dios... Y raíces dónde acunó en tersura la semilla y arraigó de la entraña de la tierra su proyectado mundo de frescura Si casi cabría el corazón del hombre con su semilla de trémula esperanza con la raíz incierta de su pie descalzo Pero... el hombre El pobre hombre no es como el árbol El árbol no conoce el dolor, de la espera y la duda Crece sin prisa hacia la flor y el fruto A esperar la hermosura.
Del árbol y del hombre
Gabriela Mistral
Yo la encontré por mi destino, de pie a mitad de la pradera, gobernadora del que pase, del que le hable y que la vea. Y ella me dijo: "Sube al monte. Yo nunca dejo la pradera, y me cortas las flores blancas como nieves, duras y tiernas." Me subí a la ácida montaña, busqué las flores donde albean, entre las rocas existiendo medio dormidas y despiertas. Cuando bajé, con carga mía, la hallé a mitad de la pradera, y fui cubriéndola frenética, con un torrente de azucenas. Y sin mirarse la blancura, ella me dijo: "Tú acarrea ahora sólo flores rojas. Yo no puedo pasar la pradera." Trepe las penas con el venado, y busqué flores de demencia, las que rojean y parecen que de rojez vivan y mueran.
La flor del aire
Marilina Rébora
Quisiera estar de acuerdo con la ley de la vida —tal vez, la de la selva, al instinto fiada—, según la cual se vive de acuerdo a la comida: la bestia menos fuerte ha de ser devorada. Y quisiera también aceptar la partida —ya que sin consentirlo nos viene la llegada—, sufrir, sin execrar al que odia u olvida, como al rico que abruma a quien no tiene nada. Y tan profunda siento la triste disidencia que rechazo reacia tan duras condiciones: mas vivir no es posible opuesta a la existencia, las manos temblorosas apretando las sienes, pese al compás armónico de nuestros corazones y al amor que te tengo y que también me tienes.
La ley de la vida
Infantiles
Arriba canta el pájaro y abajo canta el agua. (Arriba y abajo, se me abre el alma.) Entre dos melodías la columna de plata. Hoja, pájaro, estrella; baja flor, raíz, agua. Entre dos conmociones la columna de plata. (Y tú, tronco ideal, entre mi alma y mi alma.) Mece a la estrella el trino, la onda a la flor baja. (Abajo y arriba, me tiembla el alma.)
Álamo blanco
Claribel Alegría
Mi laberinto es circular voy cavando en el aire con los ojos clavados en la muerte que me bebe y me bebe en cada vuelta.
Mi laberinto
José Asunción Silva
Juan Lanas, el mozo de esquina, es absolutamente igual al Emperador de la China: los dos son el mismo animal. Juan Lanas cubre su pelaje con nuestra manta nacional; el gran magnate lleva un traje de seda verde excepcional. Del uno cuidan cien dragones de porcelana y de cristal; Juan Lanas carga maldiciones y gruesos fardos por un real, pero si alguna mandarina siguiendo el instinto sexual al Emperador se avecina en el traje tradicional que tenía nuestra madre Eva en aquella tarde fatal en que se comieron la breva del árbol del Bien y del Mal, y si al mismo Juan una Juana se entrega por modo brutal y palpita la bestia humana en un solo espasmo sexual, Juan Lanas, el mozo de esquina, es absolutamente igual al Emperador de la China: los dos son el mismo animal.
Egalité...
Gonzalo Rojas
Muchacha imperfecta busca hombre imperfecto de 32, exige lectura de Ovidio, ofrece: a) dos pechos de paloma, b) toda su piel liviana para los besos, c) mirada verde para desafiar el infortunio de las tormentas; no va a las casas ni tiene teléfono, acepta imantación por pensamiento. No es Venus; tiene la voracidad de Venus.
Enigma de la deseosa
José Ángel Buesa
Aquí, solo en la noche, ya es posible la muerte. Morir es poca cosa si tu amor está lejos. Puedo cerrar los ojos y apagar las estrellas. Puedo cerrar los ojos y pensar que ya he muerto. Puedo matar tu nombre pensando que no existes. Ahora, solo en la noche, sé que todo lo puedo. Puedo extender los brazos y morir en la sombra, y sentir el tamaño del mundo en mi silencio. Puedo cruzar los brazos mirándote desnuda, y navegar por ríos que nacen en tu sueño. Sé que todo lo puedo porque la noche es mía, la gran noche que tiembla de un extraño deseo. Sé que todo lo puedo, porque puedo olvidarte: Sí. En esta sombra, solo, sé que todo lo puedo. Y ya ves: me contento con cerrar bien los ojos y apagar las estrellas y pensar que me he muerto.
Nocturno viii
Garcilaso de la Vega
Señora mía, si yo de vos ausente en esta vida turo y no me muero, paréceme que ofendo a lo que os quiero, y al bien de que gozaba en ser presente; tras éste luego siento otro accidente, que es ver que si de vida desespero, yo pierdo cuanto bien bien de vos espero; y ansí ando en lo que siento diferente. En esta diferencia mis sentidos están, en vuestra ausencia y en porfía, no sé ya que hacerme en tal tamaño. Nunca entre sí los veo sino reñidos; de tal arte pelean noche y día, que sólo se conciertan en mi daño.
Soneto ix
Amado Nervo
Atiborrado de filosofía, por culpa del afán que me devora, yo, que ya me sabía dos gramos del vivir, nada sé ahora. De tanto preguntar el camino a los sabios que pasaban, me quedé sin llegar, mientras tantos imbéciles llegaban...
En panne
Fray Luis de León
Inspira nuevo canto, Calíope, en mi pecho aqueste día, que de los Borjas canto, y Enríquez, la alegría del rico don que el cielo les invía. Hermoso sol luciente, que el día das y llevas, rodeado de la luz resplandeciente más de lo acostumbrado, sal y verás nacido tu traslado; o, si te place agora en la región contraria hacer manida, detente allá en buen hora, que con la luz nacida podrá ser nuestra esfera esclarecida. Alma divina, en velo de femeniles miembros encerrada, cuando veniste al suelo, robaste de pasada la celestial riquísima morada. Diéronte bien sin cuento con voluntad concorde y amorosa quien rige el movimiento sexto con la diosa, de la tercera rueda poderosa. De tu belleza rara el envidioso viejo mal pagado torció el paso y la cara, y el fiero Marte airado el camino dejó desocupado. Y el rojo y crespo Apolo, que tus pasos guiando descendía contigo al bajo polo, la cítara hería y con divino canto ansí decía: «Deciende en punto bueno, espíritu real, al cuerpo hermoso, que en el ilustre seno te espera, deseoso por dar a tu valor digno reposo. Él te dará la gloria que en el terreno cerco es más tenida, de agüelos larga historia, por quien la no hundida Nave, por quien la España fue regida. Tú dale en cambio desto de los eternos bienes la nobleza, deseo alto, honesto, generosa grandeza, claro saber, fe llena de pureza. En tu rostro se vean de su beldad sin par vivas señales; los tus dos ojos sean dos luces inmortales, que guíen al sumo bien a los mortales. El cuerpo delicado, como cristal lucido y transparente, tu gracia y bien sagrado, tu luz, tu continente, a sus dichosos siglos represente. La soberana agüela, dechado de virtud y hermosura, la tía, de quien vuela la fama, en quien la dura muerte mostró lo poco que el bien dura, con todas cuantas precio de gracia y de belleza hayan tenido, serán por ti en desprecio, y puestas en olvido, cual hace la verdad con lo fingido. ¡Ay tristes! ¡ay dichosos los ojos que te vieren! huyan luego, si fueren poderosos, antes que prenda el fuego, contra quien no valdrá ni oro ni ruego. Ilustre y tierna planta, dulce gozo de tronco generoso, creciendo te levanta a estado el más dichoso de cuantos dio ya el cielo venturoso.»
Oda iv - canción al nacimiento
Miguel Florián
Amo las gaviotas que se alejan con una rosa inmóvil en su espacio. Más allá de todo dios ansío esta quietud de líneas paralelas. Adivino otro mar, otra arena de azogues en el hueco del alma. Como la rosa que se vierte a sí misma, siempre así. Siempre así, sobre la línea ciega que se eleva hasta el sol. Así, bebiendo en cada agua, temblando en cada labio.
Sueño especular
Antonio Fernández Lera
Ven aquí, olvida el decorado, siluetea mi cuerpo con tus ojos. Voy a restregar estas flores en tu barba de dos días. Y aunque pienso que antes debieras afeitarte, trataré de olvidar el daño que me harás. Me imagino los pétalos rojos en tu boca, mis uñas en tus nalgas, tus dientes en mi lengua, tus ojos tan abiertos en el tiempo compartido y sé que vas a despeinarme.
Venus
Luis Alberto de Cuenca
Debajo de los parkings hay mundos subterráneos que muy pocos conocen. Los habita una raza de príncipes y reyes, de bardos y de brujos. ¡Subsuelo de las calles de Velázquez y Goya! ¡Océanos secretos de aguas centelleantes bajo Lista y Serrano, Jorge Juan y Hermosilla! ¡Cúpulas, altas torres de ciudades de plata! ¡Palacios encantados, templos de mármol negro debajo de la calle Don Ramón de la Cruz! ¡Odaliscas ocultas bajo las tuberías del gas, en el asiento de la calle de Ayala! Conozco a una doncella de ese mundo perdido que me envía señales de humo por teléfono. No consigue olvidar la ciencia de mis manos.
El otro barrio de salamanca
Luis de Góngora
Hermosas damas, si la pasión ciega No os arma de desdén, no os arma de ira, ¿Quién con piedad al andaluz no mira, Y quien al andaluz su favor niega? En el terrero, ¿quién humilde ruega, Fiel adora, idólatra suspira? ¿Quién en la plaza los bohordos tira, Mata los toros, y las cañas juega? En los saraos, ¿quién lleva las más veces Los dulcísimos ojos de la sala, Sino galanes del Andalucía? A ellos les dan siempre los jüeces, En la sortija, el premio de la gala, En el torneo, de la valentía.
A las damas de la corte
Federico García Lorca
Cirio, candil, farol y luciérnaga. La constelación de la saeta. Ventanitas de oro tiemblan, y en la aurora se mecen cruces superpuestas. Cirio, candil, farol y luciérnaga.
Noche
Octavio Paz
¿Por qué tocas mi pecho nuevamente? Llegas, silenciosa, secreta, armada, tal los guerreros a una ciudad dormida; quemas mi lengua con tus labios, pulpo, y despiertas los furores, los goces, y esta angustia sin fin que enciende lo que toca y engendra en cada cosa una avidez sombría. El mundo cede y se desploma como metal al fuego. Entre mis ruinas me levanto, solo, desnudo, despojado, sobre la roca inmensa del silencio, como un solitario combatiente contra invisibles huestes. Verdad abrasadora, ¿a qué me empujas? No quiero tu verdad, tu insensata pregunta. ¿A qué esta lucha estéril? No es el hombre criatura capaz de contenerte, avidez que sólo en la sed se sacia, llama que todos los labios consume, espíritu que no vive en ninguna forma mas hace arder todas las formas con un secreto fuego indestructible. Pero insistes, lágrima escarnecida, y alzas en mí tu imperio desolado. Subes desde lo más hondo de mí, desde el centro innombrable de mi ser, ejército, marea. Creces, tu sed me ahoga, expulsando, tiránica, aquello que no cede a tu espada frenética. Ya sólo tú me habitas, tú, sin nombre, furiosa sustancia, avidez subterránea, delirante. Golpean mi pecho tus fantasmas, despiertas a mi tacto, hielas mi frente y haces proféticos mis ojos. Percibo el mundo y te toco, sustancia intocable, unidad de mi alma y de mi cuerpo, y contemplo el combate que combato y mis bodas de tierra. Nublan mis ojos imágenes opuestas, y a las mismas imágenes otras, más profundas, las niegan, ardiente balbuceo, aguas que anega un agua más oculta y densa. En su húmeda tiniebla vida y muerte, quietud y movimiento, son lo mismo. Insiste, vencedora, porque tan sólo existo porque existes, y mi boca y mi lengua se formaron para decir tan sólo tu existencia y tus secretas sílabas, palabra impalpable y despótica, sustancia de mi alma. Eres tan sólo un sueño, pero en ti sueña el mundo y su mudez habla con tus palabras. Rozo al tocar tu pecho la eléctrica frontera de la vida, la tiniebla de sangre donde pacta la boca cruel y enamorada, ávida aún de destruir lo que ama y revivir lo que destruye, con el mundo, impasible y siempre idéntico a sí mismo, porque no se detiene en ninguna forma ni se demora sobre lo que engendra. Llévame, solitaria, llévame entre los sueños, llévame, madre mía, despiértame del todo, hazme soñar tu sueño, unta mis ojos con aceite, para que al conocerte me conozca.
La poesía
Gabriela Mistral
Como soy reina y fui mendiga, ahora vivo en puro temblor de que me dejes, y te pregunto, pálida, a cada hora: «¿Estás conmigo aún? ¡Ay, no te alejes!» Quisiera hacer las marchas sonriendo y confiando ahora que has venido; pero hasta en el dormir estoy temiendo y pregunto entre sueños: «¿No te has ido?».
Desvelada
Federico García Lorca
¡Ay, petenera gitana! ¡Yayay petenera! Tu entierro no tuvo niñas buenas. Niñas que le dan a Cristo muerto sus guedejas, y llevan blancas mantillas en las ferias. Tu entierro fue de gente siniestra. Gente con el corazón en la cabeza, que te siguió llorando por las callejas. ¡Ay, petenera gitana! ¡Yayay petenera!
Falsete
Juan Ramón Jiménez
No recuerdo... (Ya no viene el cavador que cavaba en el venero) No recuerdo... (Sobre la mina han caído mil siglos de suelos nuevos) No recuerdo... (El mundo se acabará. No volverá mi secreto)
El poseedor
Francisco de Aldana
Clara fuente de luz, nuevo y hermoso, rico de luminarias, patrio Cielo, casa de la verdad sin sombra o velo, de inteligencias ledo, almo reposo: ¡oh cómo allá te estás, cuerpo glorioso, tan lejos del mortal caduco velo, casi un Argos divino alzado a vuelo, de nuestro humano error libre y piadoso! ¡Oh patria amada!, a ti sospira y llora esta en su cárcel alma peregrina, llevada errando de uno en otro instante; esa cierta beldad que me enamora suerte y sazón me otorgue tan benina que, do sube el amor, llegue el amante.
Al cielo
Felipe Benítez Reyes
Entré en la casa blanca con mi incierta llave de cristal frío, la memoria. Se mecía el toldo sobre el patio como un jirón de niebla. Se mecía el caballo —qué roto— de cartón en el cuarto de juego. Y nada era nítido allí ni vago, pues los ojos miran con lente propia los dominios del cadáver del tiempo, y nada para el ojo es tan real como la nada, esa nada que vuela como un ave enjaulada por la casa vacía, llena de eternidad agonizante. La vida que allí estuvo no parece sino una densidad de desamparo ante la mano helada del tiempo, engalanada con anillos que arrojan el veneno veloz de la melancolía en la copa que estamos apurando. Esa mano que pasa por los juguetes rotos y los muebles, por el globo terráqueo de marfil y por los trajes de los muertos, hieráticos y huecos como estatuas de nadie. Extraño en ese mundo clausurado, oí el tiempo moverse. Su paso de reptil en los espejos. Y fui abriendo las puertas, palpando oscuridades ostentosas exhibidas allí como un resplandor negro, y supe que era el huésped de una rancia tiniebla oculta en mi memoria como un borrón de espanto. Y andaban por la casa mis vampiros, rugían por la casa mis monstruos siderales, velaban como arañas de ceniza las brujas de los cuentos, los licántropos mostraban sus colmillos como puntas de estrella. Y andaban por allí, vacías sus miradas, los difuntos con rostros congelados en el hielo de las fotografías. Y supe que era el dueño de la niebla. Y tomé posesión de mi memoria. Cerré la casa blanca con mi llave —tan fría— de cristal, y ahora no tengo un lugar en que pueda morir rodeado de aquellos que me tienden sus manos desde la orilla turbia que empiezo a divisar.
Casa de veracruz
Juan Ramón Jiménez
Quisiera que mi vida se cayera en la muerte, como este chorro alto de agua bella en el agua tendida matinal; ondulado, brillante, sensual, alegre, con todo el mundo diluido en él, en gracia nítida y feliz.
Agua en el agua
Mario Benedetti
Si cuarenta mil niños sucumben diariamente en el purgatorio del hambre y de la sed si la tortura de los pobres cuerpos envilece una a una a las almas y si el poder se ufana de sus cuarentenas o si los pobres de solemnidad son cada vez menos solemnes y más pobres ya es bastante grave que un solo hombre o una sola mujer contemplen distraídos el horizonte neutro pero en cambio es atroz sencillamente atroz si es la humanidad la que se encoge de hombros.
Desganas
Claudio Rodríguez
I Siempre la claridad viene del cielo; es un don: no se halla entre las cosas sino muy por encima, y las ocupa haciendo de ello vida y labor propias. Así amanece el día; así la noche cierra el gran aposento de sus sombras. Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega y es pronto aún, ya llega a la redonda a la manera de los vuelos tuyos y se cierne, y se aleja y, aún remota, nada hay tan claro como sus impulsos! Oh, claridad sedienta de una forma, de una materia para deslumbrarla quemándose a sí misma al cumplir su obra. Como yo, como todo lo que espera. Si tú la luz te la has llevado toda, ¿cómo voy a esperar nada del alba? Y, sin embargo —esto es un don—, mi boca espera, y mi alma espera, y tú me esperas, ebria persecución, claridad sola mortal como el abrazo de las hoces, pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.
Don de la ebriedad
Toni García Arias
Hay palabras que ya no decimos, que se quedan varadas entre el deseo y los labios, que se arrastran por nuestro cansancio y son espuma. Van cayendo los días sobre nosotros como una tormenta de costumbres que ha empapado de inviernos el libro que guarda nuestra ruta de regreso.
Palabras ii
Melchor de Palau
ODA ¡Dó estás! ¡Por qué te ocultas con pertinacia tanta, y en sudarios de hielo te sepultas, que dique ponen a la humana planta! ¡Acaso, al descubierto, en ti se apoya el sabio mecanismo, labrado por la mano de Dios mismo, al que imprimió perpetuo movimiento un leve soplo de su puro aliento! ¡Eres, por suerte, diamantina joya con que remata el eje de la tierra, y temes que, en su ardiente afán de robo, sobre ti caiga el hombre, como lobo que a la presa se aferra! ¡Surge en tu faz algún volcán de nieve, que, arrojando glacial lava copiosa, al nauta que a tus ámbitos se atreve cubre con fría losa! ¡Recelas por ventura que la Industria, incitada por la Ciencia, aproveche tan rara coyuntura de mostrar su titánica potencia, forjando recio cable que a ti sujete la movible esfera, y, en el hondo misterio de la noche sombría, sepulto un hemisferio, la clara luz de prolongado día brille en el otro con potente imperio! ¡O que, aplicando fuerza incontrastable al eje de la tierra, la remueva en su asiento, de su faz despidiendo cuanto encierra; cuanto por sus arrugas peregrina, cuanto, al impulso del solar aliento, vigoroso germina; cual con forzuda mano el labriego sacude, para que suelte el nutritivo grano, el duro tronco de la añosa encina! No, no temas; el hombre, que encontrarte desea, sólo dama por escribir su nombre en un muro del templo de la Fama. Permítele llegar; deja que vea las irisadas tintas caprichosas, y las fiestas hermosas que celebra en tu honor la luz febea; déjale ver los témpanos flotantes, puntiagudos gigantes que, ansiosos de llegar en tiempo breve, resbalan azorados por la nieve; columnas que en su seno el mar abisma, que tienen de la roca la dureza, de la nube fugaz la ligereza, a refracción del prisma; déjale ver dó anidan esas aves, que, blancas, inocentes y ligeras, salen siempre al encuentro de las naves, creyéndolas aladas compañeras; que vea cómo enérgicas su broche rompen, tras meses de enlutada noche, esas flores enanas, que tienen por hermanas las que sufren también glacial oreo en las cumbres del Alpe y Pirineo; tus auroras boreales celebradas, donde bullen reunidas las luces divididas de nuestras cotidianas alboradas; el falso luminar que en noche oscura disipa de las sombras el beleño, y aparece radiante de hermosura, como imagen fantástica de un sueño; tus eléctricas lluvias que descienden pausadas a la tierra que las llama, que el aire vago con su lumbre encienden, mas sin que cuaje su terrible flama en rayo centellante que, ciego y deslumbrante, en nosotros la muerte desparrama. Déjale ver la misteriosa cita que el brillo tenue de la clara aurora da a la luz del ocaso moribundo, a la que ambos acuden a deshora, con belleza infinita y en que se besan con amor profundo; tu noche que se alarga y que se acorta, cual sombra gigantea que al fulgor de la tea contempla un niño con mirada absorta; esos diversos soles que, cual reyes en guerra, con corona y con manto de arreboles, pretenden todos alumbrar la tierra; enséñale si es cierto que hay un lazo de unión entre tus mares; o dile que no existe claramente, que él, con brazo potente, ahondando en los témpanos polares, un canal abrirá, como el que ha abierto en las rojas arenas del desierto. Dile dó están las útiles ballenas que, en pos de las ritinas y narvales, abandonaron de Spitzberg las rocas, huyendo los arpones criminales; dónde las pardas focas que, por sus voces de ternura llenas, tomara el argonauta por sirenas, y hoy en tus playas a solaz se tienden, do incautas las sorprenden cual sátiros, los rudos esquimales. Dile dó arranca la encubierta vía buscada en vano por el frágil leño que a tus sólidas aguas se confía; y si el mar libre que con tanto empeño jura Belcher que descubrió asimismo, fue de su mente fugitivo ensueño o engañosa visión del espejismo. Cesa ya de oponer a su bravura, como piedras de celta monumento, cual trozos de vetustas catedrales, heridores carámbanos glaciales, que, navegando al ímpetu del viento, le dan, al par que muerte, sepultura: ríndete al ver los ínclitos varones, los sabios y esforzados campeones que han sucumbido al pie de tu muralla, cual fuertes escuadrones que, en desigual batalla, salvar intentan gigantesca valla. «No hay más allá», decían las antiguas columnas, que existían en el estrecho hercúleo; «no hay más allá», falaces repetían, señalando el inmenso mar cerúleo. Colón, con sólo el aire de las velas de sus raudas famosas carabelas, derribó las columnas seculares, y, con pasmo profundo, hizo brotar un mundo de la rizosa espalda de los mares. ¡Quién sabe si, en un día no lejano, las del polo mortíferas barreras caerán del hombre a la industriosa mano, que ha dado realidad a las quimeras! ¡Quién sabe si, con rumbo ya seguro, salvará en globo el invencible muro! ¡Quién sabe si, por premio a tanto arrojo, y en pos de tanto sufrimiento y luto, el mar de hielo cruzará a pie enjuto, como el pueblo de Dios cruzó el mar Rojo; y, teniendo cual él segura egida, seguirá con sosiego de aurora boreal el vivo fuego, que le lleve a la tierra prometida. Y tú, mortal dichoso, que del Polo has de ser Colón glorioso, si alientas ya, si escuchas el murmurio lejano de la Fama que anhelosa hacia ti las alas bate, si el corazón te late, como infalible augurio, al fuego sacro de la heroica llama, ven, y quedo al oído pronúnciame tu nombre, hoy oscuro, mañana esclarecido, que mi pobre poesía al propalarlo asombre, ufana con el don de profecía: mi mente arrebatada te imagina ya al fin de la jornada, cuando tu pie de atleta, tras lucha denodada, huelle triunfante la escondida meta. De tu alta gloria al esplendente rayo, fundiranse de hielo las montañas, cayendo con desmayo de la mar en las líquidas entrañas. Inmóvil tú en el eje, en torno tuyo girará la tierra, cual el coro de ninfas danza teje en torno al Dios que terminó la guerra; sin fuerza ya para causar estrago, flotarán por la undosa superficie nevados copos con gentil molicie, cual blancos cisnes en tranquilo lago. Colosales ballenas asomarán en grupos seductores, y al aire lanzarán, de asombro llenas, copiosos y variados surtidores. Contemplarán los ojos, a tus pies, en glaciales ataúdes labrados en gigánticos aludes, de Franklin y otros nautas los despojos; descarnado -y escueto, alzarase de Hall el esqueleto, y de su mano pasará a tu mano la gloriosa bandera[15], que, según vera crónica nos dice, en nombre de su patria recibiera, cuando lanzose al férvido Oceano bandera que en cien mares desplegada, y por brisas australes agitada, sirviole de sudario al hallar ¡infelice! en un monte de nieve su calvario. Por corrientes marinas removidos, caerán con roncos retumbantes sones, imitando el tronar de los cañones, los témpanos erguidos. Del cielo las erráticas estrellas se entregarán a misteriosa danza, la blanca nieve guardará tus huellas, y del sepulto sol las luces bellas asomarán, por verte, en lontananza. Bandadas de palomas mensajeras, por caminos radiales, el ancho espacio cruzarán ligeras, para llevar las nuevas lisonjeras a sus tierras natales. En homenaje las abiertas flores, y las plantas balsámicas de suyo, perfumarán el virginal ambiente, y lanzarán vivísimos fulgores la Aurora Boreal en torno tuyo y la Estrella Polar sobre tu frente.
Al polo ártico
Dulce María Loynaz
Soledad, soledad siempre soñada... Te amo tanto, que temo a veces que Dios me castigue algún día llenándome la vida de ti...
Poema xxx
Federico García Lorca
Los caballos negros son. Las herraduras son negras. Sobre las capas relucen manchas de tinta y de cera. Tienen, por eso no lloran, de plomo las calaveras. Con el alma de charol vienen por la carretera. Jorobados y nocturnos, por donde animan ordenan silencios de goma oscura y miedos de fina arena. Pasan, si quieren pasar, y ocultan en la cabeza una vaga astronomía de pistolas inconcretas. * ¡Oh ciudad de los gitanos! En las esquinas banderas. La luna y la calabaza con las guindas en conserva. ¡Oh ciudad de los gitanos! ¿Quién te vió y no te recuerda? Ciudad de dolor y almizcle, con las torres de canela. * Cuando llegaba la noche, noche que noche nochera, los gitanos en sus fraguas forjaban soles y flechas. Un caballo malherido, llamaba a todas las puertas. Gallos de vidrio cantaban por Jerez de la Frontera. El viento, vuelve desnudo la esquina de la sorpresa, en la noche platinoche noche, que noche nochera. * La Virgen y San José perdieron sus castañuelas, y buscan a los gitanos para ver si las encuentran. La Virgen viene vestida con un traje de alcaldesa, de papel de chocolate con los collares de almendras. San José mueve los brazos bajo una capa de seda. Detrás va Pedro Domecq con tres sultanes de Persia. La media luna, soñaba un éxtasis de cigüeña. Estandartes y faroles invaden las azoteas. Por los espejos sollozan bailarinas sin caderas. Agua y sombra, sombra y agua por Jerez de la Frontera. * ¡Oh ciudad de los gitanos! En las esquinas banderas. Apaga tus verdes luces que viene la benemérita. ¡Oh ciudad de los gitanos! ¿Quién te vio y no te recuerda? Dejadla lejos del mar, sin peines para sus crenchas. * Avanzan de dos en fondo a la ciudad de la fiesta. Un rumor de siemprevivas invade las cartucheras. Avanzan de dos en fondo. Doble nocturno de tela. El cielo, se les antoja, una vitrina de espuelas. * La ciudad libre de miedo, multiplicaba sus puertas. Cuarenta guardias civiles entran a saco por ellas. Los relojes se pararon, y el coñac de las botellas se disfrazó de noviembre para no infundir sospechas. Un vuelo de gritos largos se levantó en las veletas. Los sables cortan las brisas que los cascos atropellan. Por las calles de penumbra huyen las gitanas viejas con los caballos dormidos y las orzas de monedas. Por las calles empinadas suben las capas siniestras, dejando detrás fugaces remolinos de tijeras. En el portal de Belén los gitanos se congregan. San José, lleno de heridas, amortaja a una doncella. Tercos fusiles agudos por toda la noche suenan. La Virgen cura a los niños con salivilla de estrella. Pero la Guardia Civil avanza sembrando hogueras, donde joven y desnuda la imaginación se quema. Rosa la de los Camborios, gime sentada en su puerta con sus dos pechos cortados puestos en una bandeja. Y otras muchachas corrían perseguidas por sus trenzas, en un aire donde estallan rosas de pólvora negra. Cuando todos los tejados eran surcos en la tierra, el alba meció sus hombros en largo perfil de piedra. * ¡Oh, ciudad de los gitanos! La Guardia Civil se aleja por un túnel de silencio mientras las llamas te cercan. ¡Oh, ciudad de los gitanos! ¿Quién te vio y no te recuerda? Que te busquen en mi frente. juego de luna y arena.
Romance de la guardia civil española
Jordi Doce
Suspenso en el polvillo de la luz, madura el escenario de la tarde, su armoniosa maraña (tejados y jardines, el curso del canal con árboles al fondo, el parque abandonado) que implica al que lo mira en un mapa de ausencias, donde ceden las formas al lento escamoteo de sí mismas. En la frontera ingrávida que junta día y noche, lo que existe juega a la inexistencia, se aventura, tal vez, en el camino de su disolución. Es una disciplina, un trato entre el mirar y lo mirado. Todo aparenta, entonces, aligerarse, como si en la sombra latiera aún la levedad del tránsito, el vuelo irreversible de la luz. Al fondo, refulgente, la arboleda destila una vez más esa humedad que desdibuja el mundo: coronando sus copas vuelan los estorninos, se detiene la brisa, el cielo es un estuario amoratado que fluye hacia la noche. Todo calla bajo la fiel marea de la desposesión. Y éste que ahora se asoma a la terraza, llevado de la intriga y el asombro, sabe que en su interior vuelve a brotar la luz, indescifrable, lección de permanencia que enciende la memoria al apagar el mundo.
En la terraza
Mario Benedetti
Todo mandato es minucioso y cruel me gustan las frugales transgresiones Por ejemplo inventar el buen amor aprender en los cuerpos y en tu cuerpo Oír la noche y no decir amén trazar cada uno el mapa de su audacia Aunque nos olvidemos de olvidar seguro que el recuerdo nos olvida Obedecer a ciegas deja ciego crecemos solamente en la osadía Solo cuando transgredo alguna orden el futuro se vuelve respirable Todo mandato es minucioso y cruel me gustan las frugales transgresiones.
Transgresiones
José Agustín Goytisolo
Es una historia conocida, amigos, todos la recordamos, —viento del pueblo se perdió en el pueblo— pero no ha terminado. Hace tiempo hubo un hombre entre nosotros, alegre, iluminado, que amó y vivió, cantaba hasta en la muerte, libre como los pájaros. ¡Qué bonito sería! Nace, escribe, muere desamparado. Se estudian sus poemas, se le cita, y a otra cosa, muchachos. Pero su nombre continúa, sigue, como nosotros, esperando el día en que este asunto, y otros muchos, se den por terminado. ¡Qué bonito sería! Nace, escribe, muere desamparado.
Historia conocida
Delfina Acosta
Fue un veintisiete de mayo del año sesenta y cinco. La novia, blanca, venía, con su escotado vestido. Montaba un negro caballo que dio un peligroso brinco emparejando cabeza con otro del monaguillo para dejar rezagado al potro de su marido. Jinetes de recia estampa lanzaban al viento tiros de sus lustrosos revólveres amedrentando a un mendigo que confundía a la novia con la madona en el limbo. Algún disparo con arma fue de ladrido en ladrido de perros que no cedían el paso a aquel recorrido de los caballos ansiosos de zambullirse en el río. Fue un veintisiete de mayo del año sesenta y cinco. ¡Jamás mujer más hermosa yendo a su boda yo he visto!
La novia viene a caballo
Ramón López Velarde
A Tórtola Valencia No merecías las loas vulgares que te han escrito los peninsulares. Acreedora de prosas cual doblones y del patricio verso de Lugones. En el morado foro episcopal eres el Árbol del bien y del mal. Piensan las señoritas al mirarte: con virtud no se va a ninguna parte. Monseñor, encargado de la Mitra, apostató con la Danza de Anitra. Foscos mílites revolucionarios truecan espadas por escapularios, aletargándose en la melodía de tu imperecedera teogonía. Tu filarmónico Danubio baña el colgante jardín de la patraña. La estolidez enreda sus hablillas cabe tus pitagóricas rodillas. En el horror voluble del incienso se momifica tu rostro suspenso, mas de la momia empieza a transcender sanguinolento aviso de mujer. Y vives la única vida segura: la de Eva montada en la razón pura. Tu rotación de ménade aniquila la zurda ciencia, que cabe en tu axila. En la honda noche del enigma ingrato se enciende, como un iris, tu boato. Te riegas cálida, como los vinos, sobre los extraviados peregrinos. La pobre carne, frente a ti, se alza como brincó de los dedos divinos: religiosa, frenética y descalza.
Fábula dística
Antonio Machado
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierras de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido ?ya conocéis mi torpe aliño indumentario?, más recibí la flecha que me asignó Cupido, y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética, ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso, como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada. Converso con el hombre que siempre va conmigo ?quien habla solo espera hablar a Dios un día?; mi soliloquio es plática con ese buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. Y cuando llegue el día del último vïaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.
Retrato
Luis Benítez
I. En esta lengua que hablo, en estas frases de un eco cuántas voces viven, cuánto eres la inmortalidad, lengua de plurales que siendo una eres metáfora de aquello que siendo uno es lo diverso. El todo te contiene y tú contienes esa palabra: Universo. Porque de qué otro modo podrían vivir en estos verbos, en estas sonoridades, en estos silencios y alturas, tantas sombras que fueron y tantas que serán mañana: de las que serán ya están las palabras en las bocas y estuvieron en la luna sangrienta de Quevedo, en la mañana en que Díaz de Vivar tomó una ciudad ya muerto, en la impávida marinería que otra mañana, de octubre, vio una costa (sueño dentro de un sueño), y estaba hecha de dolor, de hambre y de coraje. Oh lengua donde cabalgan hombres y donde tantas lenguas han desembocado, ancho río de España que ha salido al mar, es cierto que no conservaste para nosotros la gracia leve de las declinaciones, pero del sólido latín vienen tus huesos, la carne somos hoy los que te hablamos (el centurión que rige en la provincia lejana de su imperio, no comprende que al pedir el vino pide a la historia que conserve unos distintos matices, unos cambios que no serán fugaces como su humana sombra, sino el futuro del habla de Virgilio). El fenicio que apoyaba su balanza en su lanza y desde lo conjeturable a cambio nos dejó su sangre y sus palabras. El doctor que en la Torá canta al Dios de Abraham, el duro visigodo que bautiza a su hijo con trabajosas frases que ya no son exactamente las sajonas con que fue nombrado. El victorioso muslín, que bajo el verde triángulo de sus banderas no sabe que fue él el conquistado. El probable griego que lejos de Bizancio sumó a sus ciencias el arte de vivir en el exilio. El capitán de hombres, asturiano, que juró sobre la espada de hierro tomar esa colina y en la colina duerme desde entonces. El fraile que en la celda deleita las horas y las horas, al resguardo del muro y de su tiempo, inclinado sobre el tomo y que transcribe siglos después el porvenir de esos ecos, las frases de Aristóteles y los dobles sueños de Plutarco, no conoce que en lo que ara su pluma otro rumbo se ha abierto. Lo supo el triste, el alto, el solo que soñó en la cárcel que era Miguel de Cervantes y que escribía el Quijote. Ni el judío ni el moro ni el cristiano que disputan y entremezclan sus sangres en tu sonoro ancestro lo comprenden: de qué miles de hombres y de historias has salido, lengua de Gracián y las Américas. II. Veo en ti. No estás hecha de sonidos solamente, ni de ideas solamente ni de conceptos. Fuiste hecha también para nombrar esas penumbras de las imprecisiones, la ambigua senda que entre la palabra y los hechos declara su dominio. Otra proeza tuya, castellano. Que la eternidad tenga un cuerpo y que podamos palpar el peso de una hora en la palabra. En Persia ciertas oraciones podían mover los astros; sólo tú, ahora, puedes convocarlos. Que yo diga pradera y la pradera se extienda, como una alfombra sin árboles, amarillento cielo derramado de aquí hasta el horizonte. Que yo diga volcán y que éste brote en la habitación sonora, arrancando los pisos e hirviendo los aires y el aliento. Que diga mar y pise el légamo del fondo con los cabellos sacudidos por las olas, todo venido en torno sueño líquido, blando peso en movimiento, inconmensurable. Que diga aire y me eleve o todo hacia algún allá descienda, como si cayera la tierra y en el mismo lugar me quedara, solo. De alguna forma, en millones de bocas, lo has abarcado todo, lo has devorado todo: ¿qué otras palabras, como gentes del futuro, en ti, lengua infinita, allá adelante esperan por nosotros? Cuáles habrá para nombrar lo que no ha nacido nunca, como no habían nacido antes éstas que hablamos. Si presente es eso que al nombrarlo en ti es lo que ha sido, más el mañana de lo mismo, incluso, lengua que has sido la de Góngora y es mía, usando tus palabras yo te sueño tan eterna como la tierra y el aire. A ti, que abarcas por igual el fuego y el agua y la tierra y el aire.
Al castellano
Luciano Castañón
Barca, aunque tu quilla quebró el agua, hoy varada permaneces porque el tiempo imperturbable pasa. Mientras el patrón que estrenas embadurna la comba a estribor de tu cadera, evidencias en la rambla tu suciedad destartalada. Fíjate, hay a tu vera hombres que te ofrendan sus miradas y palabras elogiando tus venturosos días, —cuando volabas—. Ponte seria y vanidosa porque trasciendes importancia pese a tu valor misérrimo en monedas, a tu borda mordiscada ya las ranuras —cuchillos de luz— que agrietan la curva de tu panza. Sin toletes, sin timón. .. pero con corazón y alma. Residual barca en paz que alimentas la esperanza de tu casi mendigo nuevo dueño, mereces —aunque no pesques, aunque naufragues— una oda nerudiana; dada tu inevitable muerte (si el patrón quisiera ver vería que es evidente), ¿hallarás quién te la haga?
Barca nerudiana
Alfonsina Storni
Sábado fue, y capricho el beso dado, capricho de varón, audaz y fino, mas fue dulce el capricho masculino a este mi corazón, lobezno alado. No es que crea, no creo, si inclinado sobre mis manos te sentí divino, y me embriagué. Comprendo que este vino no es para mí, mas juega y rueda el dado. Yo soy esa mujer que vive alerta, tú el tremendo varón que se despierta en un torrente que se ensancha en río, y más se encrespa mientras corre y poda. Ah, me resisto, más me tiene toda, tú, que nunca serás del todo mío.
Tú, que nunca serás
Luis Antonio Chávez
Regreso a la casa del tiempo mis pies desnudos se llenan de nostalgia ya no está Sultán -el perro de la casa- y a la enredadera se secó a causa de tu ausencia pienso en cuantas horas perdidas entre cigarros el minuto aquel en que nos dijimos adiós y no estás ¿que fue de ti? hoy te evoco mientras una tenue llovizna baña mi piel el canto de Silvio me trajo tu recuerdo...
Regreso
Pablo Neruda
Cien sonetos de amor Tu mano fue volando de mis ojos al día. Entró la luz como un rosal abierto. Arena y cielo palpitaban como una culminante colmena cortada en las turquesas. Tu mano tocó sílabas que tintineaban, copas, alcuzas con aceites amarillos, corolas, manantiales y, sobre todo, amor, amor: tu mano pura preservó las cucharas. La tarde fue. La noche deslizó sigilosa sobre el sueño del hombre su cápsula celeste. Un triste olor salvaje soltó la madreselva. Y tu mano volvió de su vuelo volando a cerrar su plumaje que yo creí perdido sobre mis ojos devorados por la sombra.
Cien sonetos de amor
amistad
Te quiero decir muchas cosas por medio de esta carta y sinceramente te las mereces... TU AMISTAD VALE MUCHO! Te quiero decir que si mañana dejo de existir, te observaré en el cielo, te cuidaré y, sobre todo, abogaré por aminorar tu sufrimiento. Te quiero decir que si dejas este mundo, Dios no lo quiera, te recordaré y siempre te voy a querer, cada noche hablaré contigo. Quiero que sepas que te quiero mucho y eso es algo muy importante para mí, ya que hay veces que uno cree que no es conveniente decirlo por cualquier razón. Sé que debí decirte antes cuánto te aprecio, pero si por alguna razón no nos volvemos a ver, te dejo esta nota para que sepas lo mucho que te quiero. Y si no alcanzaste a decírmelo y yo dejo de existir, no te preocupes, que por el simple hecho de nuestra amistad sabré que me aprecias. Recuerda que nunca sabemos cuándo dejamos de existir, por eso quiero decirte hoy con esto ¡Que te aprecio mucho!
El valor de un te quiero!
César Vallejo
Ausente! La mañana en que me vaya más lejos de lo lejos, al Misterio, como siguiendo inevitable raya, tus pies resbalarán al cementerio. Ausente! La mañana en que a la playa del mar de sombra y del callado imperio, como un pájaro lúgubre me vaya, será el blanco panteón tu cautiverio. Se habrá hecho de noche en tus miradas; y sufrirás, y tomarás entonces penitentes blancuras laceradas. Ausente! Y en tus propios sufrimientos ha de cruzar entre un llorar de bronces una jauría de remordimientos!
Ausente
Jesús Hilario Tundidor
Antonio Machado Definitivamente he comprendido. Todo el que bulle o hace ruido o grita y gesticula y queda, unos instantes, en la primera página de un mundo inútil, locuaz mudez de muerte representa. Paso fugaz, ira fugaz es en el amplio conocer que olvida, máscara, son, viento de una mañana. Pero aquel que se sabe poderoso, encauzado en el mar, llamado dentro de una mortal entrega, de una lenta labor, en la que vida o muerte sólo es material de arquitectura o tránsito, aquél que sufre y calla, acepta y toma su herramienta, derrumba y edifica, desnuda y viste, y multiplica el único instante concedido, siendo humilde penetra victorioso, pues conoce que su ámbito es la luz y allí es su triunfo
Después que cae la sombra
Alfredo Buxán
En el borde de una tarde poco propicia al escándalo de la mentira, cuando nadie vigila los síntomas del tedio que te cerca, entregado a la rumia de una melancolía espesa y sin origen, tu cuerpo se desvanece en el incierto placer de deshojar el tiempo transcurrido. Abres tu corazón al reconocimiento del fracaso, absorbes su enigmática dulzura, dejas el hueso al aire mientras hilvanas, hechizado, un cigarro tras otro frente al papel en blanco de las horas venideras, las más ruines. Ni siquiera te concedes la añagaza de la misericordia. Insistes, con la solemnidad venial de la costumbre, en la vieja manía adquirida en la infancia: agregar el fulgor de lo sublime a la rutina de los días, hacer veraces las palabras que han perdido prestigio entre los hombres. Cede la tarde como el lento parpadeo del faro en los veranos de tu memoria. Te fascina el vigor de su penumbra. Todo cobra sentido bajo el manto que la niebla derrama sobre el mundo. Sólo te resta una humilde derrota que administrar en paz, una vida sin brillo, un tranquilo vagar hacia el edén del silencio y un rescoldo de emoción, casi una brasa: elegir entre dos sueños paralelos, dos aludes, dos fuegos apagados, dos cuerpos de mujer en la aspereza de tu piel. Como los dos labios muertos de la misma herida.
Melancolía
Rubén Darío
En la isla en que detiene su esquife el argonauta del inmortal Ensueño, donde la eterna pauta de las eternas liras se escucha ?isla de oro en que el tritón elige su caracol sonoro y la sirena blanca va a ver el sol? un día se oye el tropel vibrante de fuerza y de harmonía. Son los Centauros. Cubren la llanura. Les siente la montaña. De lejos, forman són de torrente que cae; su galope al aire que reposa despierta, y estremece la hoja del laurel-rosa. Son los Centauros. Unos enormes, rudos; otros alegres y saltantes como jóvenes potros; unos con largas barbas como los padres-ríos; otros imberbes, ágiles y de piafantes bríos, y robustos músculos, brazos y lomos aptos para portar las ninfas rosadas en los raptos. Van en galope rítmico, Junto a un fresco boscaje, frente al gran Océano, se paran. El paisaje recibe de la urna matinal luz sagrada que el vasto azul suaviza con límpida mirada. Y oyen seres terrestres y habitantes marinos la voz de los crinados cuadrúpedos divinos. QUIRÓN Calladas las bocinas a los tritones gratas, calladas las sirenas de labios escarlatas, los carrillos de Eolo desinflados, digamos junto al laurel ilustre de florecidos ramos la gloria inmarcesible de las Musas hermosas y el triunfo del terrible misterio de las cosas. He aquí que renacen los lauros milenarios; vuelven a dar su lumbre los viejos lampadarios; y anímase en mi cuerpo de Centauro inmortal la sangre del celeste caballo paternal. RETO Arquero luminoso, desde el Zodíaco llegas; aun presas en las crines tienes abejas griegas; aun del dardo herakleo muestras la roja herida por do salir no pudo la esencia de tu vida. ¡Padre y Maestro excelso! Eres la fuente sana de la verdad que busca la triste raza humana: aun Esculapio sigue la vena de tu ciencia; siempre el veloz Aquiles sustenta su existencia con el manjar salvaje que le ofreciste un día, y Herakles, descuidando su maza, en la harmonía de los astros, se eleva bajo el cielo nocturno... QUIRÓN La ciencia es flor del tiempo: mi padre fue Saturno. ABANTES Himnos a la sagrada Naturaleza; al vientre de la tierra y al germen que entre las rocas y entre las carnes de los árboles, y dentro humana forma, es un mismo secreto y es una misma norma, potente y sutilísimo, universal resumen de la suprema fuerza, de la virtud del Numen. QUIRÓN ¡Himnos! Las cosas tienen un ser vital; las cosas tienen raros aspectos, miradas misteriosas; toda forma es un gesto, una cifra, un enigma; en cada átomo existe un incógnito estigma; cada hoja de cada árbol canta un propio cantar y hay un alma en cada una de las gotas del mar; el vate, el sacerdote, suele oír el acento desconocido; a veces enuncia el vago viento un misterio; y revela una inicial la espuma o la flor; y se escuchan palabras de la bruma; y el hombre favorito del Numen, en la linfa o la ráfaga encuentra mentor ?demonio o ninfa. FOLO El biforme ixionida comprende de la altura, por la materna gracia, la lumbre que fulgura, la nube que se anima de luz y que decora el pavimento en donde rige su carro Aurora, y la banda de Iris que tiene siete rayos cual la lira en sus brazos siete cuerdas, los mayos en la fragante tierra llenos de ramos bellos, y el Polo coronado de cándidos cabellos. El ixionida pasa veloz por la montaña rompiendo con el pecho de la maleza huraña los erizados brazos, las cárceles hostiles; escuchan sus orejas los ecos más sutiles: sus ojos atraviesan las intrincadas hojas mientras sus manos toman para sus bocas rojas las frescas bayas altas que el sátiro codicia; junto a la oculta fuente su mirada acaricia las curvas de las ninfas del séquito de Diana; pues en su cuerpo corre también la esencia humana unida a la corriente de la savia divina y a la salvaje sangre que hay en la bestia equina. Tal el hijo robusto de Ixión y de la Nube. QUIRÓN Sus cuatro patas bajan; su testa erguida sube. ORNEO Yo comprendo el secreto de la bestia. Malignos seres hay y benignos. Entre ellos se hacen signos de bien y mal, de odio o de amor, o de pena o gozo: el cuervo es malo y la torcaz es buena. QUIRÓN Ni es la torcaz benigna, ni es el cuervo protervo: son formas del Enigma la paloma y el cuervo. ASTILO El Enigma es el soplo que hace cantar la lira. NESO ¡El Enigma es el rostro fatal de Deyanira! MI espalda aun guarda el dulce perfume de la bella; aun mis pupilas llaman su claridad de estrella. ¡Oh aroma de su sexo! ¡O rosas y alabastros! ¡Oh envidia de las flores y celos de los astros! QUIRÓN Cuando del sacro abuelo la sangre luminosa con la marina espuma formara nieve y rosa, hecha de rosa y nieve nació la Anadiomena. Al cielo alzó los brazos la lírica sirena, los curvos hipocampos sobre las verdes ondas levaron los hocicos; y caderas redondas, tritónicas melenas y dorsos de delfines junto a la Reina nueva se vieron. Los confines del mar llenó el grandioso clamor; el universo sintió que un nombre harmónico sonoro como un verso llenaba el hondo hueco de la altura; ese nombre hizo gemir la tierra de amor: fue para el hombre más alto que el de Jove; y los númenes mismos lo oyeron asombrados; los lóbregos abismos tuvieron una gracia de luz. ¡VENUS impera! Ella es entre las reinas celestes la primera, pues es quien tiene el fuerte poder de la Hermosura. ¡Vaso de miel y mirra brotó de la amargura! Ella es la más gallarda de las emperatrices; princesa de los gérmenes, reina de las matrices, señora de las savias y de las atracciones, señora de los besos y de los corazones. EURITO ¡No olvidaré los ojos radiantes de Hipodamia! HIPEA Yo sé de la hembra humana la original infamia. Venus anima artera sus máquinas fatales; tras sus radiantes ojos ríen traidores males; de su floral perfume se exhala sutil daño; su cráneo obscuro alberga bestialidad y engaño. Tiene las formas puras del ánfora, y la risa del agua que la brisa riza y el sol irisa; mas la ponzoña ingénita su máscara pregona: mejores son el águila, la yegua y la leona. De su húmeda impureza brota el calor que enerva los mismos sacros dones de la imperial Minerva; y entre sus duros pechos, lirios del Aqueronte, hay un olor que llena la barca de Caronte. ODITES Como una miel celeste hay en su lengua fina; su piel de flor aun húmeda está de agua marina. Yo he visto de Hipodamia la faz encantadora, la cabellera espesa, la pierna vencedora; ella de la hembra humana fuera ejemplar augusto; ante su rostro olímpico no habría rostro adusto; las Gracias junto a ella quedarían confusas, y las ligeras Horas y las sublimes Musas por ella detuvieran sus giros y su canto. HIPEA Ella la causa fuera de inenarrable espanto: por ella el ixionida dobló su cuello fuerte. La hembra humana es hermana del Dolor y la Muerte. QUIRÓN Por suma ley un día llegará el himeneo que el soñador aguarda: Cenis será Ceneo; claro será el origen del femenino arcano: la Esfinge tal secreto dirá a su soberano. CLITO Naturaleza tiende sus brazos y sus pechos a los humanos seres; la clave de los hechos conócela el vidente; Homero con su báculo, en su gruta Deifobe, la lengua del Oráculo. CAUMANTES El monstruo expresa un ansia del corazón del Orbe, en el Centauro el bruto la vida humana absorbe, el sátiro es la selva sagrada y la lujuria, une sexuales ímpetus a la harmoniosa furia. Pan junta la soberbia de la montaña agreste al ritmo de la inmensa mecánica celeste; la boca melodiosa que atrae en Sirenusa es de la fiera alada y es de la suave musa; con la bicorne bestia Pasifae se ayunta, Naturaleza sabia formas diversas junta, y cuando tiende al hombre la gran Naturaleza, el monstruo, siendo el símbolo, se viste de belleza. GRINEO Yo amo lo inanimado que amó el divino Hesiodo. QUIRÓN Grineo, sobre el mundo tiene un ánima todo. GRINEO He visto, entonces, raros ojos fijos en mí: los vivos ojos rojos del alma del rubí; los ojos luminosos del alma del topacio y los de la esmeralda que del azul espacio la maravilla imitan; los ojos de las gemas de brillos peregrinos y mágicos emblemas. Amo el granito duro que el arquitecto labra y el mármol en que duermen la línea y la palabra... QUIRÓN A Deucalión y a Pirra, varones y mujeres las piedras aun intactas dijeron: "¿Qué nos quieres?" LÍCIDAS Yo he visto los lemures florar, en los nocturnos instantes, cuando escuchan los bosques taciturnos el loco grito de Atis que su dolor revela o la maravillosa canción de Filomela. El galope apresuro, si en el boscaje miro manes que pasan, y oigo su fúnebre suspiro. Pues de la Muerte el hondo, desconocido Imperio, guarda el pavor sagrado de su fatal misterio. ARNEO La Muerte es de la Vida la inseparable hermana. QUIRÓN La Muerte es la victoria de la progenie humana. MEDÓN ¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia. Es semejante a Diana, casta y virgen como ella; en su rostro hay la gracia de la núbil doncella y lleva una guirnalda de rosas siderales. En su siniestra tiene verdes palmas triunfales, y en su diestra una copa con agua del olvido. A sus pies, como un perro, yace un amor dormido. AMICO Los mismos dioses buscan la dulce paz que vierte. QUIRÓN La pena de los dioses es no alcanzar la Muerte. EURITO Si el hombre ?Prometeo? pudo robar la vida, la clave de la muerte serále concedida. QUIRÓN La virgen de las vírgenes es inviolable y pura. Nadie su casto cuerpo tendrá en la alcoba obscura, ni beberá en sus labios el grito de la victoria, ni arrancará a su frente las rosas de su gloria... * * * Mas he aquí que Apolo se acerca al meridiano. Sus truenos prolongados repite el Oceano. Bajo el dorado carro del reluciente Apolo vuelve a inflar sus carrillos y sus odres Eolo. A lo lejos, un templo de mármol se divisa entre laureles-rosa que hace cantar la brisa. Con sus vibrantes notas de Céfiro desgarra la veste transparente la helénica cigarra, y por el llano extenso van en tropel sonoro los Centauros, y al paso, tiembla la Isla de Oro.
Coloquio de los centauros
Antonia Álvarez Álvarez
La guerra tiene labios azulados, ojos de soledad, carne de frío, campos de noche eterna, gesto airado, inviernos sin otoño y sin estío, la guerra... tiene niños asombrados, manitas de miseria y extravío, cierzos que cortan vidas y sembrados, grises atardeceres, sol sombrío, la guerra... tiene dientes afilados, cuchillos de acerado desafío, boquitas de hambre triste y rostro helado, inmensa podredumbre hacia el vacío, la guerra... tiene el ceño ensangrentado, harapos y negrura de atavío, alaridos sin nombre y sin soldado, desbordadas las venas, turbios ríos. La guerra..., sal en la herida abierta de la tierra
La guerra
Lope de Vega
Con nuevos lazos, como el mismo Apolo, hallé en cabello a mi Lucinda un día, tan hermosa, que al cielo parecía en la risa del alba, abriendo el polo. Vino un aire sutil, y desatólo con blando golpe por la frente mía, y dije a amor que para qué tejía mil cuerdas juntas para un arco solo. Pero él responde: «Fugitivo mío, que burlaste mis brazos, hoy aguardo de nuevo echar prisión a tu albedrío». Yo triste, que por ella muero y ardo, la red quise romper, ¡qué desvarío!, pues más me enredo mientras más me guardo.
Con nuevos lazos
Pablo Neruda
Cien sonetos de amor Tengo hambre de tu boca, de tu voz, de tu pelo y por las calles voy sin nutrirme, callado, no me sostiene el pan, el alba me desquicia, busco el sonido líquido de tus pies en el día. Estoy hambriento de tu risa resbalada, de tus manos color de furioso granero, tengo hambre de la pálida piedra de tus uñas, quiero comer tu piel como una intacta almendra. Quiero comer el rayo quemado en tu hermosura, la nariz soberana del arrogante rostro, quiero comer la sombra fugaz de tus pestañas y hambriento vengo y voy olfateando el crepúsculo buscándote, buscando tu corazón caliente como un puma en la soledad de Quitratúe.
Cien sonetos de amor
Delfina Acosta
Tienen las ramas esta madrugada el bienvenido aliento de las rosas. Las blancas mariposas de mis manos nadie las ve ¡y cómo te devoran! Donde tú estás, allí, mi amor te llama. Yo quiero que me escuches. Es ahora el tiempo del encuentro. ¿No percibes cómo se buscan, sin saber, las cosas? Amigo, amante, déjame decirte y dime tú también. Llegó la hora. Las lágrimas con luces del rocío, el soplo de cristal, las altas olas nos buscan, llameando, desde ayer. Abren caminos, árboles, auroras. Amado, nuestros besos, tantos besos y un beso yo los supe de memoria. Debajo del rojizo sol de flores te aguardo siempre dentro de mi sombra.
De memoria
José Luis Piquero
Ser necio y tener trabajo: eso es la felicidad. Gottfried Benn Nos enseñaba a odiar la poesía, y estas fueron sus víctimas: tantísimos tontos de facultad, muy licenciados en cháchara semiótica. Los logros conseguidos (menos lectores, menos competencia) aseguran el relevo en la especie académica (o el pincho de las 12 entre clase y seminario). Suya no fue la culpa si le hicieron, en un rapto de olvido, indispensable.
Género profesor
Claribel Alegría
Tu muerte te congela estás inmóvil mi vida en cambio fluye y me acerca veloz hacia el encuentro.
Tu muerte
Luis de Góngora
Rey de los otros, río caudaloso, Que en fama claro, en ondas cristalino, Tosca girnalda de robusto pino Ciñe tu frente, tu cabello undoso, Pues dejando tu nido cavernoso De Segura en el monte más vecino Por el suelo andaluz tu real camino Tuerces soberbio, raudo y espumoso, A mí, que de tus fértiles orillas Piso, aunque ilustremente enamorado, Tu noble arena con humilde planta, Dime si entre las rubias pastorcillas Has visto, que en tus aguas se ha mirado, Beldad cual la de Clori, o gracia tanta.
Rey de los otros, río caudaloso
José Gorostiza
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga, mentido acaso por su radiante atmósfera de luces que oculta mi conciencia derramada, mis alas rotas en esquirlas de aire, mi torpe andar a tientas por el lodo; lleno de mí —ahíto— me descubro en la imagen atónita del agua, que tan sólo es un tumbo inmarcesible, un desplome de ángeles caídos a la delicia intacta de su peso, que nada tiene sino la cara en blanco hundida a medias, ya, como una risa agónica, en las tenues holandas de la nube y en los funestos cánticos del mar —más resabio de sal o albor de cúmulo que sola prisa de acosada espuma. No obstante —oh paradoja— constreñida por el rigor del vaso que la aclara, el agua toma forma. En él se asienta, ahonda y edifica, cumple una edad amarga de silencios y un reposo gentil de muerte niña, sonriente, que desflora un más allá de pájaros en desbandada. En la red de cristal que la estrangula, allí, como en el agua de un espejo, se reconoce; atada allí, gota con gota, marchito el tropo de espuma en la garganta ¡qué desnudez de agua tan intensa, qué agua tan agua, está en su orbe tornasol soñando, cantando ya una sed de hielo justo! ¡Mas qué vaso —también— más providente éste que así se hinche como una estrella en grano, que así, en heroica promisión, se enciende como un seno habitado por la dicha, y rinde así, puntual, una rotunda flor de transparencia al agua, un ojo proyectil que cobra alturas y una ventana a gritos luminosos sobre esa libertad enardecida que se agobia de cándidas prisiones! ¡Más que vaso —también— más providente! Tal vez esta oquedad que nos estrecha en islas de monólogos sin eco, aunque se llama Dios, no sea sino un vaso que nos amolda el alma perdidiza, pero que acaso el alma sólo advierte en una transparencia acumulada que tiñe la noción de Él, de azul. El mismo Dios, en sus presencias tímidas, ha de gastar la tez azul y una clara inocencia imponderable, oculta al ojo, pero fresca al tacto, como este mar fantasma en que respiran —peces del aire altísimo— los hombres. ¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul! Un coagulado azul de lontananza, un circundante amor de la criatura, en donde el ojo de agua de su cuerpo que mana en lentas ondas de estatura entre fiebres y llagas; en donde el río hostil de su conciencia ¡agua fofa, mordiente, que se tira, ay, incapaz de cohesión al suelo! en donde el brusco andar de la criatura amortigua su enojo, se redondea como una cifra generosa, se pone en pie, veraz, como una estatua. ¿Qué puede ser —si no— si un vaso no? Un minuto quizá que se enardece hasta la incandescencia, que alarga el arrebato de su brasa, ay, tanto más hacia lo eterno mínimo cuanto es más hondo el tiempo que lo colma. Un cóncavo minuto del espíritu que una noche impensada, al azar y en cualquier escenario irrelevante con el vuelo del pájaro, estalla en él como un cohete herido y en sonoras estrellas precipita su desbandada pólvora de plumas. Mas en la médula de esta alegría, no ocurre nada, no; sólo un cándido sueño que recorre las estaciones todas de su ruta tan amorosamente que no elude seguirla a sus infiernos, ay, y con qué miradas de atropina, tumefactas e inmóviles, escruta el curso de la luz, su instante fúlgido, en la piel de una gota de rocío; concibe el ojo y el intangible aceite que nutre de esbeltez a la mirada; gobierna el crecimiento de las uñas y en la raíz de la palabra esconde el frondoso discurso de ancha copa y el poema de diáfanas espigas. Pero aún más —porque en su cielo impío nada es tan cruel como este puro goce— somete sus imágenes al fuego de especiosas torturas que imagina —las infla de pasión, en la prisma del llanto las deshace, las ciega con el lustre de un barniz, las satura de odios purulentos, rencores zánganos como una mala costra, angustias secas como la sed del yeso. Pero aún más —porque, inmune a la mácula, tan perfecta crueldad no cede a límites— perfora la substancia de su gozo con rudos alfileres; piensa el tumor, la úlcera y el chancro que habrán de festonar la tez pulida, toma en su mano etérea a la criatura y la enjuta, la hincha o la demacra, como a un copo de cera sudorosa, y en un ilustre hallazgo de ironía la estrecha enternecido con los brazos glaciales de la fiebre. Mas nada ocurre, no, sólo este sueño desorbitado que se mira a sí mismo en plena marcha; presume, pues, su término inminente y adereza en el acto el plan de su fatiga, su justa vacación su domingo de gracia allá en el campo, al fresco albor de las camisas flojas. ¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla se regala en el ánimo para gustar la miel de sus vigilias! Pero el ritmo es su norma, el solo paso, la sola marcha en círculo, sin ojos; así, aun de su cansancio, extrae ¡hop! largas cintas de cintas de sorpresas que en un constante perecer enérgico, en un morir absorto, arrasan sin cesar su bella fábrica hasta que —hijo de su misma muerte, gestado en la aridez de sus escombros— siente que su fatiga se fatiga, se erige a descansar de su descanso y sueña que su sueño se repite, irresponsable, eterno, muerte sin fin de una obstinada muerte, sueño de garza anochecido a plomo que cambia sí de pie, mas no de sueño, que cambia sí la imagen, mas no la doncellez de su osadía ¡oh inteligencia, soledad en llamas! que lo consume todo hasta el silencio, sí, como una semilla enamorada que pudiera soñarse germinando, probar en el rencor de la molécula el salto de las ramas que aprisiona y el gusto de su fruta prohibida, ay, sin hollar, semilla casta, sus propios impasibles tegumentos. ¡Oh inteligencia, soledad en llamas que todo lo concibe sin crearlo! Finge el calor del lodo, su emoción de substancia adolorida, el iracundo amor que lo embellece y lo encumbra más allá de las alas a donde sólo el ritmo de los luceros llora, mas no le infunde el soplo que lo pone en pie y permanece recreándose a sí misma, única en Él, inmaculada, sola en Él, reticencia indecible, amoroso temor de la materia, angélico egoísmo que se escapa como un grito de júbilo sobre la muerte —oh inteligencia, páramo de espejos! helada emanación de rosas pétreas en la cumbre de un tiempo paralítico; pulso sellado; como una red de arterias temblorosas, hermético sistema de eslabones que apenas se apresura o se retarda según la intensidad de su deleite; abstinencia angustiosa que presume el dolor y no lo crea, que escucha ya en la estepa de sus tímpanos retumbar el gemido del lenguaje y no lo emite; que nada más absorbe las esencias y se mantiene así, rencor sañudo, una, exquisita, con su dios estéril, sin alzar entre ambos la sorda pesadumbre de la carne, sin admitir en su unidad perfecta el escarnio brutal de esa discordia que nutren vida y muerte inconciliables, siguiéndose una a otra como el día y la noche, una y otra acampadas en la célula como en un tardo tiempo de crepúsculo, ay, una nada más, estéril, agria, con Él, conmigo, con nosotros tres; como el vaso y el agua, sólo una que reconcentra su silencio blanco en la orilla letal de la palabra y en la inminencia misma de la sangre. ¡ALELUYA, ALELUYA! Iza la flor su enseña, agua, en el prado. ¡Oh, qué mercadería de olor alado! ¡Oh, qué mercadería de tenue olor! ¡cómo inflama los aires con su rubor! ¡Qué anegado de gritos está el jardín! «¡Yo, el heliotropo, yo!» «¿Yo? El jazmín.» Ay, pero el agua, ay, si no huele a nada. Tiene la noche un árbol con frutos de ámbar; tiene una tez la tierra, ay, de esmeraldas. El tesón de la sangre anda de rojo; anda de añil el sueño; la dicha, de oro. Tiene el amor feroces galgos morados; pero también sus mieses, también sus pájaros. Ay, pero el agua, ay, si no luce a nada. Sabe a luz, a luz fría, sí, la manzana. ¡Qué amanecida fruta tan de mañana! ¡Qué anochecido sabes, tú, sinsabor! ¡cómo pica en la entraña tu picaflor! Sabe la muerte a tierra, la angustia a hiel. Este morir a gotas me sabe a miel. Ay, pero el agua, ay, si no sabe a nada. [BAILE] Pobrecilla del agua, ay, que no tiene nada, ay, amor, que se ahoga, ay, en un vaso de agua. En el rigor del vaso que la aclara, el agua toma forma —ciertamente. Trae una sed de siglos en los belfos, una sed fría, en punta, que ara cauces en el sueño moroso de la tierra, que perfora sus miembros florecidos, como una sangre cáustica, incendiándolos, ay, abriendo en ellos desapacibles úlceras de insomnio. Más amor que sed; más que amor, idolatría, dispersión de criatura estupefacta ante el fulgor que blande —germen del trueno olímpico— la forma en sus netos contornos fascinados. ¡Idolatría, sí idolatría! Mas no le basta el ser un puro salmo, un ardoroso incienso de sonido; quiere, además, oírse. Ni le basta tener sólo reflejos —briznas de espuma para el ala de luz que en ella anida; quiere, además, un tálamo de sombra, un ojo, para mirar el ojo que la mira. En el lago, en la charca, en el estanque, en la entumida cuenca de la mano, se consuma este rito de eslabones, este enlace diabólico que encadena el amor a su pecado. En el nítido rostro sin facciones el agua, poseída, siente cuajar la máscara de espejos que el dibujo del vaso le procura. Ha encontrado, por fin, en su correr sonámbulo, una bella, puntual fisonomía. Ya puede estar de pie frente a las cosas. Ya es ella también, aunque por arte de estas limpias metáforas cruzadas, un encendido vaso de figuras. El camino, la barda, los castaños, para durar el tiempo de una muerte gratuita y prematura, pero bella, ingresan por su impulso en el suplicio de la imagen propia y en medio del jardín, bajo las nubes, descarnada lección de poesía, instalan un infierno alucinante. Pero el vaso en sí mismo no se cumple. Imagen de una deserción nefasta ¿qué esconde en su rigor inhabitado, sino esta triste claridad a ciegas, sino esta tentaleante lucidez? Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil. Epigrama de espuma que se espiga ante un auditorio anestesiado, incisivo clamor que la sordera tenaz de los objetos amordaza, flor mineral que se abre para adentro hacia su propia luz, espejo ególatra que se absorbe a sí mismo contemplándose. Hay algo en él, no obstante, acaso un alma, el instinto augural de las arenas, una llaga tal vez que debe al fuego, en donde le atosiga su vacío. Desde este erial aspira a ser colmado. En el agua, en el vino, en el aceite, articula el guión de su deseo; se ablanda, se adelgaza; ya su sobrio dibujo se le nubla, ya embozado en el giro de un reflejo, en un llanto de luces se liquida. Mas la forma en sí misma no se cumple. Desde su insigne trono faraónico, magnánima, deífica, constelada de epítetos esdrújulos, rige con hosca mano de diamante. Está orgullosa de su orondo imperio. ¡En las augustas pituitarias de ónice no juega, acaso, el encendido aroma con que arde a sus pies la poesía? ¡Ilusión, nada más gentil narcótico que puebla de fantasmas los sentidos! Pues desde ahí donde el dolor emite ¡oh turbio sol de podre! el esmerado brillo que lo embosca, ay, desde ahí, presume la materia que apenas cuaja su dibujo estricto y ya es un jardín de huellas fósiles, estruendoso fanal, rojo timbre de alarma en los cruceros que gobierna la ruta hacia otras formas. La rosa edad que esmalta su epidermis —senil recién nacida— envejece por dentro a grandes siglos. Trajo puesta la proa a lo amarillo. El aire se coagula entre sus poros como un sudor profuso que se anticipa a destilar en ellos una esencia de rosas subterráneas. Los crudos garfios de su muerte suben, como musgo, por grietas inasibles, ay, la hostigan con tenues mordeduras y abren hueco por fin a aquel minuto —¡miradlo en la lenteja del reloj, neto, puntual, exacto, correrse un eslabón cada minuto!— cuando al soplo infantil de un parpadeo, la egregia masa de ademán ilustre podrá caer de golpe hecha cenizas. No obstante —¿por qué no?— también en ella tiene un rincón el sueño, árido paraíso sin manzana donde suele escaparse de su rostro, por el rostro marchito del espectro que engendra aletargada, su costilla. El vaso de agua es el momento justo. En su audaz evasión se transfigura, tuerce la órbita de su destino y se arrastra en secreto hacia lo informe. La rapiña del tacto no se ceba —aquí, en el sueño inhóspito— sobre el templado nácar de su vientre, ni la flauta Don Juan que la requiebra musita su cachonda serenata. El sueño es cruel, ay, punza, roe, quema, sangra, duele. Tanto ignora infusiones como ungüentos. En los sordos martillos que la afligen la forma da en el gozo de la llaga y el oscuro deleite del colapso. Temprana madre de esa muerte niña que nutre en sus escombros paulatinos, anhela que se hundan sus cimientos bajo sus plantas, ay, entorpecidas por una espesa lentitud de lodo; oye nacer el trueno del derrumbe; siente que su materia se derrama en un prurito de ácidas hormigas; que, ya sin peso, flota y en un claro silencio se deslíe. Por un aire de espejos inminentes ¡oh impalpables derrotas del delirio! cruza entonces, a velas desgarradas, la airosa teoría de una nube. En la red de cristal que la estrangula, el agua toma forma, la bebe, sí, en el módulo del vaso, para que éste también se transfigure con el temblor del agua estrangulada que sigue allí, sin voz, marcando el pulso glacial de la corriente. Pero el vaso —a su vez— cede a la informe condición del agua a fin de que —a su vez— la forma misma, la forma en sí, que está en el duro vaso sosteniendo el rencor de su dureza y está en el agua de aguijada espuma como presagio cierto de reposo, se pueda sustraer al vaso de agua; un instante, no más, no más que el mínimo perpetuo instante del quebranto, cuando la forma en sí, la pura forma, se abandona al designio de su muerte y se deja arrastrar, nubes arriba, por ese atormentado remolino en que los seres todos se repliegan hacia el sopor primero, a construir el escenario de la nada. Las estrellas entonces ennegrecen. Han vuelto al dardo insomne a la noche perfecta de su aljaba. Porque en el lento instante del quebranto, cuando los seres todos se repliegan hacia el sopor primero y en la pira arrogante de la forma se abrasan, consumidos por su muerte —¡ay, ojos, dedos, labios, etéreas llamas del atroz incendio!— el hombre ahoga con sus manos mismas, en un negro sabor de tierra amarga, los himnos claros y los roncos trenos con que cantaba la belleza, entre tambores de gangoso idioma y esbeltos címbalos que dan al aire sus golondrinas de latón agudo; ay, los trenos e himnos que loaban la rosa marinera que consuma el periplo del jardín con sus velas henchidas de fragancia; y el malsano crepúsculo de herrumbre, amapola del aire lacerado que se pincha en las púas de un gorjeo; y la febril estrella, lis de calosfrío, punto sobre las íes de las tinieblas; y el rojo cáliz del pezón macizo, sola flor de granado en la cima angustiosa del deseo, y la mandrágora del sueño amigo que crece en los escombros cotidianos —ay, todo el esplendor de la belleza y el bello amor que la concierta toda en un orbe de imanes arrobados. Porque el tambor rotundo y las ricas bengalas que los címbalos tremolan en la altura de los cantos, se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga, cuando el hombre descubre en sus silencios que su hermoso lenguaje se le agosta, se le quema —confuso— en la garganta, exhausto de sentido; ay, su aéreo lenguaje de colores, que así se jacta del matiz estricto en el humo aterrado de sus sienas o en el sol de sus tibios bermellones; él, que discurre en la ansiedad del labio como una lenta rosa enamorada; él, que cincela sus celos de paloma y modula sus látigos feroces; que salta en sus caídas con un ruidoso síncope de espumas; que prolonga el insomnio de su brasa en las mustias cenizas del oído; que oscuramente repta e hinca enfurecido la palabra de hiel, la tuerta frase de ponzoña; él que labra el amor del sacrificio en columnas de ritmos espirales, sí, todo él, lenguaje audaz del hombre, se le ahoga —confuso— en la garganta y de su gracia original no queda sino el horror de un pozo desecado que sostiene su mueca de agonía. Porque el hombre descubre en sus silencios que su hermoso lenguaje se le agosta en el minuto mismo del quebranto, cuando los peces todos que en cautelosas órbitas discurren como estrellas de escamas, diminutas, por la entumida noche submarina, cuando los peces todos y el ulises salmón de los regresos y el delfín apolíneo, pez de dioses, deshacen su camino hacia las algas; cuando el tigre que huella la castidad del musgo con secretas pisadas de resorte y el bóreas de los ciervos presurosos y el cordero Luis XV, gemebundo, y el león babilónico que añora el alabastro de los frisos —¡flores de sangre, eternas, en el racimo inmemorial de las especies!— cuando todos inician el regreso a sus mudos letargos vegetales; cuando la aguda alondra se deslíe en el agua del alba, mientras las aves todas y el solitario búho que medita con su antifaz de fósforo en la sombra, la golondrina de escritura hebrea y el pequeño gorrión, hambre en la nieve, mientras todas las aves se disipan en la noche enroscada del reptil; cuando todo —por fin— lo que anda o repta y todo lo que vuela o nada, todo, se encoge en un crujir de mariposas, regresa a sus orígenes y al origen fatal de sus orígenes, hasta que su eco mismo se reinstala en el primer silencio tenebroso. Porque los bellos seres que transitan por el sopor añoso de la tierra —¡tragos de sangre, libres, en la pantalla de su sueño impuro!— todos se dan a un frenesí de muerte, ay, cuando el sauce acumula su llanto para urdir la substancia de un delirio en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente, a fuerza de atar nombres destemplados, ay, no le queda sino el tronco prieto, desnudo de oración ante su estrella; cuando con él, desnudos, se sonrojan el álamo temblón de encanecida barba y el eucalipto rumoroso, témpano de follaje y tornillo sin fin de la estatura que se pierde en las nubes, persiguiéndose; y también el cerezo y el durazno en su loca efusión de adolescentes y la angustia espantosa de la ceiba y todo cuanto nace de raíces, desde el heroico roble hasta la impúbera menta de boca helada; cuando las plantas de sumisas plantas retiran el ramaje presuntuoso, se esconden en sus ásperas raíces y en la acerba raíz de sus raíces y presas de un absurdo crecimiento se desarrollan hacia la semilla, hasta quedar inmóviles ¡oh cementerios de talladas rosas! en los duros jardines de la piedra. Porque desde el anciano roble heroico hasta la impúbera menta de boca helada, ay, todo cuanto nace de raíces establece sus tallos paralíticos en los duros jardines de la piedra, cuando el rubí de angélicos melindres y el diamante iracundo que fulmina a la luz con un reflejo, más el ario zafir de ojos azules y la geórgica esmeralda que se anega en el abrilde su robusta clorofila, una a una, las piedras delirantes, con sus lindas hermanas cenicientas, turquesa, lapislázuli, alabastro, pero también el oro prisionero y la plata de lengua fidedigna, ingenuo ruiseñor de los metales que se ahoga en el agua de su canto; cuando las piedras finas y los metales exquisitos, todos, regresan a sus nidos subterráneos por las rutas candentes de la llama, ay, ciegos de su lustre, ay, ciegos de su ojo, que el ojo mismo, como un siniestro pájaro de humo, en su aterida combustión se arranca. Porque raro metal o piedra rara, así como la roca escueta, lisa, que figura castillos con sólo naipes de aridez y escarcha, y así la arena de arrugados pechos y el humus maternal de entraña tibia, ay, todo se consume con un mohíno crepitar de gozo, cuando la forma en sí, la forma pura, se entrega a la delicia de su muerte y en su sed de agotarla a grandes luces apura en una llama el aceite ritual de los sentidos, que sin labios, sin dedos, sin retinas, sí paso a paso, muerte a muerte, locos, se acogen a sus túmidas matrices, mientras unos a otros se devoran al animal, la planta a la planta, la piedra a la piedra, el fuego al fuego, el mar al mar, la nube a la nube, el sol hasta que todo este fecundo río de enamorado semen que conjuga, inaccesible al tedio, el suntuoso caudal de su apetito, no desemboca en sus entrañas mismas, en el acre silencio de sus fuentes, entre un fulgor de soles emboscados, en donde nada es ni nada está, donde el sueño no duele, donde nada ni nadie, nunca, está muriendo y solo ya, sobre las grandes aguas, flota el Espíritu de Dios que gime con un llanto más llanto aún que el llanto, como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello por el ojo en almendra de esa muerte que emana de su boca, hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta. ¡ALELUYA, ALELUYA! ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo, es una espesa fatiga, un ansia de trasponer estas lindes enemigas, este morir incesante, tenaz, esta muerte viva, ¡oh Dios! que te está matando en tus hechuras estrictas, en las rosas y en las piedras, en las estrellas ariscas y en la carne que se gasta como una hoguera encendida, por el canto, por el sueño, por el color de la vista. ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo, ay, una ciega alegría, un hambre de consumir el aire que se respira, la boca, el ojo, la mano; estas pungentes cosquillas de disfrutarnos enteros en sólo un golpe de risa, ay, esta muerte insultante, procaz, que nos asesina a distancia, desde el gusto que tomamos en morirla, por una taza de té, por una apenas caricia. ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo, es una muerte de hormigas incansables, que pululan ¡oh Dios! sobre tus astillas, que acaso te han muerto allá, siglos de edades arriba, sin advertirlo nosotros, migajas, borra, cenizas de ti, que sigues presente como una estrella mentida por su sola luz, por una luz sin estrella, vacía, que llega al mundo escondiendo su catástrofe infinita. [BAILE] Desde mis ojos insomnes mi muerte me está acechando, me acecha, sí, me enamora con su ojo lánguido. ¡Anda putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo!
Muerte sin fin
César Vallejo
Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí; ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita la sangre, como flojo cognac, dentro de mí. Dónde estarán sus manos que en actitud contrita planchaban en las tardes blancuras por venir; ahora, en esta lluvia que me quita las ganas de vivir. Qué será de su falda de franela; de sus afanes; de su andar; de su sabor a cañas de mayo del lugar. Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje, y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!» y llorará en las tejas un pájaro salvaje.
Idilio muerto
Oliverio Girondo
En la eropsiquis plena de húespedes entonces meandros de espera ausencia enlunadados muslos de estival epicentro tumultos extradérmicos excoriaciones fiebre de noche que burmúa y aola aola aola al abrirse las venas con un pezlampo inmerso en la nuca del sueño hay que buscarlo al poema Hay que buscarlo dentro de los plesorbos de ocio desnudo desquejido sin raíces de amnesia en los lunihemisferios de reflujos de coágulos de espuma de medusas de arena de los senos o tal vez en andenes con aliento a zorrino y a rumiante distancia de santas madres vacas hincadas sin aureola ante charcos de lágrimas que cantan con un pezvelo en trance debajo de la lengua hay que buscarlo al poema Hay que buscarlo ignífero superimpuro leso lúcido beodo inobvio entre epitelios de alba o resacas insomnes de soledad en creciente antes que se dilate la pupila del cero mientras lo endoinefable encandece los labios de subvoces que brotan del intrafondo eufónico con un pezgrifo arco iris en la mínima plaza de la frente hay que buscarlo al poema
Hay que buscarlo
Luis de Góngora
¿Yo en justa injusta expuesto a la sentencia De un positivo padre azafranado? Paciencia, Job, si alguna os han dejado Prolijos los escritos de su Encia. Consuelo me daréis, si no paciencia, Porque en suertes entré, y fui desgraciado, En el mes que perdió el apostolado Un Justo por divina providencia. ¿Quién justa do la tela es pinavete, Y no muy de Segura, aunque sea pino, Que ayer fue pino, y hoy podrá ser vete? No más judicatura de teatino, Cofre, digo, overo con bonete, Que tiene más de tea que de tino.
Al padre juan de pineda
Omar García Ramírez
Como en una ciudad donde los poetas bohemios saliesen a comprar mandarinas y manzanas después de la borrachera, con el sol rompiendo tímidamente el frío del invierno, fumándose el último cigarrillo del gabán negro. Con sus bufandas sobre los cuellos calientes y sudorosos de caballos empapados de bruma, pensando en despedirse para siempre de la noche, la de los labios rojos con pinturas acrílicas y fosforescentes, la de las medias negras de seda china, falda de Bangladesh y pequeño tatuaje sobre el lomo elástico de la perra asiria. Pensando en olvidarse para siempre de la noche, está el hombre... “Así se mueve este corazón sin paisaje ni background. Solo la tela roja de una bufanda que rueda sobre los senos de una poetisa eslava con pequeñas heridas en las pantorrillas. Una poetisa que gritaba como Lilith, el día de su acoplamiento con Adán kadmón, bajo el árbol de la ciencia. Una poetisa que venía de la última manifestación contra la globalización en Viena”. Así entre esa nomenclatura de nombres ibéricos, o de garitos caribeños con gendarmes socialistas... Así como huyendo desde el puerto de Nueva York, hasta los burdeles de Amsterdam. Así va entre el extraño tumulto que brota de los tunelvanags, de los subways de los metros y garés de la babilonia terrestre. Como si en las ciudades de ojos rojos, ojeras azules y alientos de tabaco, estuviesen escritos los símbolos de una revelación mesiánica. Así va ese hombre. Escribe y trata desde hace tres años de decir algo que conmueva a su lucidez y la invite a sentarse en el sillón turco de una placidez elemental. O algo que cause pánico o risa, pero lo único que consigue es aterrarse ante el famélico espejo de sus noches, rayar sobre la pizarra de su alma símbolos de yeso y nieve, decir chistes crueles sobre la condición del exilio, y fumar, como fuman los condenados a muerte. De vez en cuando, saca de su chistera un conejo rojo y lo prepara a las finas hierbas orientales, con un sabor que le deja una risa saltarina en el estómago. ¿Qué buscaba en las palabras ese hombre, desde niño? ¿Qué mito de papel le asaltó y le enfermó? Él se aplicó con puntualidad, su dosis de fe y de locura, inoculado con el poema venenoso como una pequeña hidra de brazos metálicos que se retorcía en sus neuronas, recorrió los puertos y las calles cercanas a los templos de Afrodita. Y profanó las criptas de los adoradores de Lilith. Sabe que en su cabeza baila un demonio. Que en su corazón la danza será a muerte, que no podrá escapar de la noche, a no ser que se refugie en el asilo, en donde irán a visitarle y a llevarle arenosos chocolates de Estambul, mutantes persas con caras de camellos paranoico-perversos. Que en su pecho el humo del cigarro en la madrugada le irritará las palabras, le resecará la prosa y enanitos de barro cuarteado danzarán ruidosamente sobre sus cuartillas... Que ese otro rostro de muchacha ligera tomando café y comiendo manzanas será tan solo una imagen más, ajada postal del extranjero, callejuela empedrada... Piedra negra, sobre piedra blanca, casas antiguas, sin puertas ni ventanas, y vías que no conducen a ningún lado. Las cartas que envió no obtuvieron respuesta... Seguramente se perdieron en las compuertas de los aviones o en los pasillos azules por donde transcurren somnolientos y salitrosos los burócratas de los correos. Sabe que no puede mirar atrás. Que nunca podrá regresar. Que nunca podrá despertar del sueño de las ciudades agonizantes. Ahora está metido en su madriguera la luz acuchilla los cristales sucios con las cagadas de las moscas. Sobre la mesa de madera y metal, la dosis... El torniquete de caucho, la jeringa penetra la vena dejándole un río de volcán caliente en la piel... Ya, la felicidad helada con su beso boreal, la pared en blanco, el nudo del zapato, la mancha de la manzana transgénica que se desdobla como una mariposa vegetal contra una cortina raída, sobre la que se empantana la mañana de Madrid. El zen de la heroína es una forma elástica de la muerte. Detrás de la cortina,... afuera, en la calle,... la ciudad aúlla como una zorra herida, desangrándose en la trampa.
Como en una ciudad
Blanca Andreu
Lo que tuve y lo que no tuve y acaso aquello que mi mano solitariamente asilaba, todo lo que ahora escucho maldecir y llamear. Del mismo modo que escucho tu nombre golpeando fragua mítica, sonando en metal de saga, en herrería blanca que aún me quema.
Lo que tuve y lo que no tuve
Rafael de León
I Al Museo de Sevilla iba a diario Juan Miguel a copiar la maravillas de Murillo y Rafael. Y por las tardes, como una rosa de los jardines que hay en la entrá, pintaba a Trini, pura y hermosa, como si fuera la Inmaculá. Y decía el chavalillo: «Pa que voy a entrar ahí, si es la Virgen de Murillo la que tengo frente a mí». Triniá, mi Triniá, la de la Puerta Real, carita de nazarena, con la Virgen Macarena yo te tengo compará; algo tu vida envenena, qué tienes en la mirá que no me pareces buena, Triniá, mi Trini, ay... mi Triniá. II El Museo sevillano un mal día visitó un banquero americano que de Trini se prendó. Y con el brillo de los diamantes la sevillana quedó cegá y entre los brazos de aquel amante huyó de España la Triniá. Y ante el cuadro no acabao así decía el pintor: «Tú me has hecho desgraciao, sin ti qué voy a hacer yo». Triniá, mi Triniá, la de la Puerta Real, carita de nazarena, con la Virgen Macarena yo te tengo compará; algo tu vida envenena, qué tienes en la mirá que no me pareces buena, Triniá, mi Trini, ay... mi Triniá.
Triniá
Julia de Burgos
¿Que adónde voy con esas caras tristes y un borbotón de venas heridas en mi frente? Voy a despedir rosas al mar, a deshacerme en olas más altas que los pájaros, a quitarme caminos que ya andaban en mi corazón como raíces... Voy a perder estrellas, y rocíos, y riachuelitos breves donde amé la agonía que arruinó mis montañas y un rumor de palomas especial, y palabras... Voy a quedarme sola, sin canciones, ni piel, como un túnel por dentro, donde el mismo silencio se enloquece y se mata.
Poema con la tonada última
Lope de Vega
Cuando me paro a contemplar mi estado, y a ver los pasos por donde he venido, me espanto de que un hombre tan perdido a conocer su error haya llegado. Cuando miro los años que he pasado, la divina razón puesta en olvido, conozco que piedad del cielo ha sido no haberme en tanto mal precipitado. Entré por laberinto tan extraño, fiando al débil hilo de la vida el tarde conocido desengaño; mas de tu luz mi escuridad vencida, el monstro muerto de mi ciego engaño, vuelve a la patria, la razón perdida.
Cuando me paro a contemplar
Pablo Neruda
Cien sonetos de amor Del mar hacia las calles corre la vaga niebla como el vapor de un buey enterrado en el frío, y largas lenguas de agua se acumulan cubriendo el mes que a nuestras vidas prometió ser celeste. Adelantado otoño, panal silbante de hojas, cuando sobre los pueblos palpita tu estandarte cantan mujeres locas despidiendo a los ríos, los caballos relinchan hacia la Patagonia. Hay una enredadera vespertina en tu rostro que crece silenciosa por el amor llevada hasta las herraduras crepitantes del cielo. Me inclino sobre el fuego de tu cuerpo nocturno y no sólo tus senos amo sino el otoño que esparce por la niebla su sangre ultramarina.
Cien sonetos de amor
Alfonsina Storni
Vamos hacia los árboles... el sueño Se hará en nosotros por virtud celeste. Vamos hacia los árboles; la noche Nos será blanda, la tristeza leve. Vamos hacia los árboles, el alma Adormecida de perfume agreste. Pero calla, no hables, sé piadoso; No despiertes los pájaros que duermen.
Paz
Iacyr Anderson Freitas
Más que la noche, en el abandono de cada segundo, en el dolor donde el silencio destila sus ardides. más que la noche, el yugo, desconsuelo cavando sus diques, veranos detenidos en el claustro, entre fiebres, para el ejercicio de una fecha cualquiera (ya perdida en el piso de los meses). como si antaño en la difícil elección de existir, aún fuera posible esa fuga que se evapora de la noche (en ese cuarto) y para siempre de la memoria.
Lustro
Pablo Neruda
Cien sonetos de amor Una vez más, amor, la red del día extingue trabajos, ruedas, fuegos, estertores, adioses, y a la noche entregamos el trigo vacilante que el mediodía obtuvo de la luz y la tierra. Sólo la luna en medio de su página pura sostiene las columnas del estuario del cielo, la habitación adopta la lentitud del oro y van y van tus manos preparando la noche. Oh amor, oh noche, oh cúpula cerrada por un río de impenetrables aguas en la sombra del cielo que destaca y sumerge sus uvas tempestuosas, hasta que sólo somos un solo espacio oscuro, una copa en que cae la ceniza celeste, una gota en el pulso de un lento y largo río.
Cien sonetos de amor
Ángel González
Si yo fuese Dios y tuviese el secreto, haría un ser exacto a ti; lo probaría (a la manera de los panaderos cuando prueban el pan, es decir: con la boca), y si ese sabor fuese igual al tuyo, o sea tu mismo olor, y tu manera de sonreír, y de guardar silencio, y de estrechar mi mano estrictamente, y de besarnos sin hacernos daño —de esto sí estoy seguro: pongo tanta atención cuando te beso—; entonces, si yo fuese Dios, podría repetirte y repetirte, siempre la misma y siempre diferente, sin cansarme jamás del juego idéntico, sin desdeñar tampoco la que fuiste por la que ibas a ser dentro de nada; ya no sé si me explico, pero quiero aclarar que si yo fuese Dios, haría lo posible por ser Ángel González para quererte tal como te quiero, para aguardar con calma a que te crees tú misma cada día a que sorprendas todas las mañanas la luz recién nacida con tu propia luz, y corras la cortina impalpable que separa el sueño de la vida, resucitándome con tu palabra, Lázaro alegre, yo, mojado todavía de sombras y pereza, sorprendido y absorto en la contemplación de todo aquello que, en unión de mí mismo, recuperas y salvas, mueves, dejas abandonado cuando —luego— callas... (Escucho tu silencio. Oigo constelaciones: existes. Creo en ti. Eres. Me basta).
Me basta así
Pablo Neruda
LA TORTUGA que anduvo tanto tiempo y tanto vio con sus antiguos ojos, la tortuga que comió aceitunas del más profundo mar, la tortuga que nadó siete siglos y conoció siete mil primaveras, la tortuga blindada contra el calor y el frío, contra los rayos y las olas, la tortuga amarilla y plateada, con severos lunares ambarinos y pies de rapiña, la tortuga se quedó aquí durmiendo, y no lo sabe. De tan vieja se fue poniendo dura, dejó de amar las olas y fue rígida como una plancha de planchar. Cerró los ojos que tanto mar, cielo, tiempo y tierra desafiaron, y se durmió entre las otras piedras.
La tortuga
Mariano Brull
Por el verde, verde verdería de verde mar Rr con Rr. Viernes, vírgula, virgen enano verde verdularia cantárida Rr con Rr. Verdor y verdín verdumbre y verdura verde, doble verde de col y lechuga. Rr con Rr en mi verde limón pájara verde. Por el verde, verde verdehalago húmedo extiéndome. —Extiéndete. Vengo del Mundodolido y en Verdehalago me estoy.
Verde halago
Francisco de Quevedo
El metal animado, a quien mano atrevida, industrïosa, secretamente ha dado vida aparente en máquina preciosa, organizando atento sonora voz a docto movimiento; en quien, desconocido espíritu secreto, brevemente en un orbe ceñido, muestra el camino de la luz ardiente, y con rueda importuna los trabajos del sol y de la luna, y entre ocasos y auroras las peregrinaciones de las horas; máquina en que el artífice, que pudo contar pasos al sol, horas al día, mostró más providencia que osadía, fabricando en metal disimuladas advertencias sonoras repetidas, pocas veces creídas, muchas veces contadas; tú, que estás muy preciado de tener el más cierto, el más limado, con diferente oído, atiende a su intención y a su sonido. La hora irrevocable que dio, llora; prevén la que ha de dar; y la que cuentas, lógrala bien, que en una misma hora te creces y te ausentas. Si le llevas curioso, atiéndele prudente, que los blasones de la edad desmiente; y en traje de reloj llevas contigo, del mayor enemigo, espía desvelada y elegante, a ti tan semejante, que, presumiendo de abreviar ligera la vida al sol, al cielo la carrera, fundas toda esta máquina admirada en una cuerda enferma y delicada, que, como la salud en el más sano, se gasta con sus ruedas y su mano. Estima sus recuerdos, teme sus desengaños, pues ejecuta plazos de los años, y en él te da secreto, a cada sol que pasa, a cada rayo, la muerte un contador, el tiempo un ayo.
Reloj de campanilla
Federico García Lorca
¿Qué es aquello que reluce por los altos corredores? Cierra la puerta, hijo mío, acaban de dar las once. En mis ojos, sin querer, relumbran cuatro faroles. Será que la gente aquélla estará fregando el cobre. * Ajo de agónica plata la luna menguante, pone cabelleras amarillas a las amarillas torres. La noche llama temblando al cristal de los balcones, perseguida por los mil perros que no la conocen, y un olor de vino y ámbar viene de los corredores. * Brisas de caña mojada y rumor de viejas voces, resonaban por el arco roto de la media noche. Bueyes y rosas dormían. Solo por los corredores las cuatro luces clamaban con el fulgor de San Jorge. Tristes mujeres del valle bajaban su sangre de hombre, tranquila de flor cortada y amarga de muslo joven. Viejas mujeres del río lloraban al pie del monte, un minuto intransitable de cabelleras y nombres. Fachadas de cal, ponían cuadrada y blanca la noche. Serafines y gitanos tocaban acordeones. Madre, cuando yo me muera, que se enteren los señores. Pon telegramas azules que vayan del Sur al Norte. Siete gritos, siete sangres, siete adormideras dobles, quebraron opacas lunas en los oscuros salones. Lleno de manos cortadas y coronitas de flores, el mar de los juramentos resonaba, no sé dónde. Y el cielo daba portazos al brusco rumor del bosque, mientras clamaban las luces en los altos corredores.
Muerto de amor
Gustavo Adolfo Bécquer
Primero es un albor trémulo y vago, raya de inquieta luz que corta el mar; luego chispea y crece y se dilata en ardiente explosión de claridad. La brilladora lumbre es la alegría, la temerosa sombra es el pesar. ¡Ay! En la oscura noche de mi alma, ¿cuándo amanecerá?
Rima lxii
Jorge Guillén
Libre nací y en libertad me fundo. CERVANTES Tostada cima de una madurez, Esplendiendo la tarde con su espíritu Visible nos envuelve en mocedad. Así te yergues tú, para mis ojos Forma en sosiego de ese resplandor, Trasluz seguro de la luz versátil. Si aquellas nubes tiemblan a merced, Un día, de un estrépito enemigo, Mescolanza de súbito voraz, Oscurecidos y desordenados Penaremos también. Y no habrá alud Que nos alcance en la ternura nuestra. Esos árboles próceres se ahíncan Dedicando sus troncos al cénit, A un cielo sin crepúsculos de crimen. Si tal fronda perece fulminada, Rumoroso otra vez igual verdor Se alzará en el olvido del tirano. Y pasará el camión de los feroces. Castaños sin Historia arrojarán Su florecilla al suelo —blanquecino. Un ámbito de tarde en perfección Tan desarmada humildemente opone, Por fin venciendo, su fragilidad A ese desbarajuste sólo humano Que a golpes lucha contra el mismo azul Impasible, feroz también, profundo. Fugaz la Historia, vano el destructor. Resplandece la tarde. Yo contigo. Eterna al sol la brisa juvenil.
Tarde mayor
Gonzalo Rojas
La que duerme ahí, la sagrada, la que me besa y me adivina, la translúcida, la vibrante, la loca de amor, la cítara alta: tú, nadie sino flexiblemente tú, la alta, en el aire alto del aceite original de la Especie: tú, la que hila en la velocidad ciega del sol: tú, la elegancia de tu presencia natural tan próxima, mi vertiente de diamante, mi arpa, tan portentosamente mía: tú, paraíso o nadie, cuerda para oír el viento sobre el abismo sideral: tú, página de piel más allá del aire: tú, manos que amé, pies desnudos del ritmo de marfil donde puse mis besos: tú, volcán y pétalos, llama; lengua de amor viva: tú, figura espléndida, orquídea cuyo carácter aéreo me permite volar: tú, muchacha mortal, fragancia de otra música de nieve sigilosamente andina: tú, hija del mar abierto, áureo, tú que danzas inmóvil parada ahí en la transparencia desde lo hondo del principio: tú, cordillera, tú, crisálida sonámbula en el fulgor impalpable de tu corola: tú, nadie: tú: Tú, Poesía, tú, Espíritu, nadie: tú, que soplas al viento estas vocales oscuras, estos acordes pausados en el enigma de lo terrestre: tú.
Vocales para hilda
Victoriano Crémer
Huele a soledad el campo tan breve, tan sin sentido, bajo un firmamento abierto de par en par. ¡Apetito de tierra sola, de tierra desterrada, de caminos que nunca llegan a Roma! La carretera es un río enjuto que no se acaba y que no tiene principio. Pero la esperanza enseña a creer lo que no vimos; el aire, la luz, la música, la palabra... Desistimos de andar mirando las cosas, descubriendo los registros concretos. El alto cielo nos orienta con sus guiños fulgurantes. Levantamos la mirada y transcribimos su fausta telegrafía: «¡Para el amor no hay caminos!»
Los caminos del amor
Gabriel Celaya
Y al fin reina el silencio. Pues siempre, aún sin quererlo, guardamos un secreto.
Epílogo
Francisco de Quevedo
Cerrar podrá mis ojos la postrera Sombra que me llevare el blanco día, Y podrá desatar esta alma mía Hora, a su afán ansioso lisonjera; Mas no de esotra parte en la ribera Dejará la memoria, en donde ardía: Nadar sabe mi llama el agua fría, Y perder el respeto a ley severa. Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, Venas, que humor a tanto fuego han dado, Médulas, que han gloriosamente ardido, Su cuerpo dejará, no su cuidado; Serán ceniza, mas tendrá sentido; Polvo serán, mas polvo enamorado.
Amor constante más allá de la muerte
Mario Benedetti
Siempre hay una jornada fuera de serie en que uno logra sentirse sereno pero está lejos de ser una canonjía ya que la serenidad no es el mejor de los estados posibles e imposibles hoy por ejemplo tomo distancia con respecto a las cosas y a mi mismo y no por eso echo al olvido qué joda era qué bueno era estar adentro del entrevero después de todo la famosa serenidad es una isla autorizada comonó y legal aunque rodeada inexorablemente por emociones clandestinas todavía me siento un poco incómodo en mis primicias de sereno como quien entra en un traje nuevo que tiene bajas las hombreras pero el cuerpo y el alma son animalitos de costumbres mañana la incomodida será menor y en pocos días me habré habituado a estar sereno eso me llena a veces de alegría es claro que se trata de una alegría serena y en consecuencia uno no sale a dar abrazos ni pega gritos ni le canta al cielo a lo sumo archiva caricias y otros prólogos por estricto orden cronológico también llega a invadirme el desconsuelo pero se trata de un sereno desconsuelo y por lo tanto nadie solloza ni dice mierda ni putea sencillamente como un modesto mago de rojo circo de domingo o de feria tomo los naipes del amor los bajajo con parsimonia y en las narices del viejo público que es como hacerlo en mis narices mágicamente los transformo en nuevos naipes de amistad lo único extraño viene a la noche pues se presume que un sereno ha de dormir serenamente pero yo paso horas y horas mirando el techo o sea que no sé hasta cuando estaré sereno porque la calma ya no da abasto hay que confiar y yo confio que no hay mal que dure cien años
Hombre que mira el techo
Lope de Vega
Pobre barquilla mía, entre peñascos rota, sin velas desvelada, y entre las olas sola: ¿Adónde vas perdida? ¿Adónde, di, te engolfas? Que no hay deseos cuerdos con esperanzas locas. Como las altas naves te apartas animosa de la vecina tierra, y al fiero mar te arrojas. Igual en las fortunas, mayor en las congojas, pequeño en las defensas, incitas a las ondas. Advierte que te llevan a dar entre las rocas de la soberbia envidia, naufragio de las honras. Cuando por las riberas andabas costa a costa, nunca del mar temiste las iras procelosas. Segura navegabas; que por la tierra propia nunca el peligro es mucho adonde el agua es poca. Verdad es que en la patria no es la virtud dichosa, ni se estimó la perla hasta dejar la concha. Dirás que muchas barcas con el favor en popa, saliendo desdichadas, volvieron venturosas. No mires los ejemplos de las que van y tornan, que a muchas ha perdido la dicha de las otras. Para los altos mares no llevas cautelosa ni velas de mentiras, ni remos de lisonjas. ¿Quién te engañó, barquilla? Vuelve, vuelve la proa, que presumir de nave fortunas ocasiona. ¿Qué jarcias te entretejen? ¿Qué ricas banderolas azote son del viento y de las aguas sombra? ¿En qué gabia descubres del árbol alta copa, la tierra en perspectiva, del mar incultas orlas? ¿En qué celajes fundas que es bien echar la sonda, cuando, perdido el rumbo, erraste la derrota? Si te sepulta arena, ¿qué sirve fama heroica? Que nunca desdichados sus pensamientos logran. ¿Qué importa que te ciñan ramas verdes o rojas, que en selvas de corales salado césped brota? Laureles de la orilla solamente coronan navíos de alto borde que jarcias de oro adornan. No quieras que yo sea por tu soberbia pompa faetonte de barqueros, que los laureles lloran. Pasaron ya los tiempos cuando, lamiendo rosas, el céfiro bullía y suspiraba aromas. Ya fieros huracanes tan arrogantes soplan, que, salpicando estrellas, del sol la frente mojan. Ya los valientes rayos de la vulcana forja, en vez de torres altas, abrasan pobres chozas. Contenta con tus redes, a la playa arenosa mojado me sacabas; pero vivo, ¿qué importa? Cuando de rojo nácar se afeitaba la aurora, más peces te llenaban que ella lloraba aljófar. Al bello sol que adoro, enjuta ya la ropa, nos daba una cabaña la cama de sus hojas. Esposo me llamaba, yo la llamaba esposa, parándose de envidia la celestial antorcha. Sin pleito, sin disgusto, la muerte nos divorcia: ¡Ay de la pobre barca que en lágrimas se ahoga! Quedad sobre el arena, inútiles escotas; que no ha menester velas quien a su bien no torna. Si con eternas plantas las fijas luces doras, ¡oh dueño de mi barca!, y en dulce paz reposas, merezca que le pidas al bien que eterno gozas que adonde estás me lleve más pura y más hermosa. Mi honesto amor te obligue; que no es digna vitoria para quejas humanas ser las deidades sordas. Mas ¡ay, que no me escuchas! Pero la vida es corta: viviendo, todo falta; muriendo, todo sobra.
Pobre barquilla mía
Jorge Luis Borges
Traiga cuentos la guitarra de cuando el fierro brillaba, cuentos de truco y de taba, de cuadreras y de copas, cuentos de la Costa Brava y el Camino de las Tropas. Venga una historia de ayer que apreciarán los más lerdos; el destino no hace acuerdos y nadie se lo reproche ya estoy viendo que esta noche vienen del Sur los recuerdos. Velay, señores, la historia de los hermanos Iberra, hombres de amor y de guerra y en el peligro primeros, la flor de los cuchilleros y ahora los tapa la tierra. Suelen al hombre perder la soberbia o la codicia: también el coraje envicia a quien le da noche y día el que era menor debía más muertes a la justicia. Cuando Juan Iberra vio que el menor lo aventajaba, la paciencia se le acaba y le fue tendiendo un lazo le dio muerte de un balazo, allá por la Costa Brava. Así de manera fiel conté la historia hasta el fin; es la historia de Caín que sigue matando a Abel.
Milonga de dos hermanos
Alfredo Lavergne
En nombre del vuelo Piso la losa del aeropuerto y no la beso. No existe bandera Himno Independencia País Constitución Liberalismo Ni antídoto cultural Que se dispute mi opción. Aquí (Voy a hablar del boleto del respeto) Como en la Córdoba natal de Góngora Utilizar el lenguaje es introducirse en la soledad. Los poetas somos una creación de poco fiar Y sólo la muerte trata nuestros pies con delicadeza.
Por el atlas del homo cum industria
Luis de Góngora
Al que de la consciencia es del Tercero Filipo digno oráculo prudente, De una y otra saeta impertinente Si mártir no le vi, le vi terrero. Tanto, pues, le ceñía ballestero, Cuanta le estaba coronando gente, Dejándole el concurso el despidiente Hecho pedazos, pero siempre entero. Hortensio mío, si esta llamo audiencia, ¿Cuál llamaré robusta montería, Donde cient flechas cosen un venado? Ponderé en nuestro dueño una paciencia, Que en la atención modesta fue alegría Y en la resolución sucinto agrado.
Al padre maestro hortensio
José Ángel Buesa
Vengo de tu jardín de altos aromas, con esta flor que embriaga como un vino. Quizás por eso fue que en el camino me siguió una bandada de palomas. Y ahora, en mi huerto, en esta entristecida paz del que nada odia y nada ama, me tropiezan los pies con una rama seca y rota, lo mismo que mi vida. Y, como quien regresa del olvido y se hermana al dolor de otra derrota, pongo la flor sobre la rama rota para hacerle creer que ha florecido.
La rama rota
Juan Ramón Mansilla
Que este poema te proteja de la soledad y te sirva de refugio, incluso contra mí mismo. Es mi conjuro, aunque la poesía no valga para alterar las leyes del sentimiento o la materia. Pero, si durante un solo minuto, poco más se tarda en leerlo, velase por ti como una lámpara encendida en la alcoba, si te diera el calor con que tras un cristal se mira la nieve en la calle, entonces por fin la poesía tendrá un sentido, aunque ya sé que a tu edad no se cree en los fantasmas, o se cree demasiado.
Conjuro
José Lezama Lima
...por hacerme placer, me vino a dar el idolillo, el cual hice echar luego en un río. SANTA TERESA: Vida Los ídolos de cobre sobre el río pusiste en obra del amor llagado. Su casta fuera, redoble enamorado tuerce la mueca de inhumano brío. Cuando la imagen balbuciente al frío lastima su rostro, espejo despreciado, y demonio alado disfraza el poderío que es menester para no ser penado. Navega el ídolo y no se cierra, flor especial en noche eterna crece, cerca al rocío, ángel de la tierra. Y así en enojos al barro se decrece. Sólo el fuego libera si se encierra y sin buscar el fuego, palidece.
A santa teresa sacando unos idolillos
Teresa Domingo Català
El fiero deslizar de la penumbra acentúa los rasgos invernales de los besos que nunca sucedieron. ¿Dónde van esos besos que son agua marchita por el ulular del ángel? ¿Dónde rezan los árboles hundidos? Si se apaga el poder de la memoria a los pies del cordero devastado ¿dónde sollozarán las madreselvas? Recuerdos de la soledad, la angustia, en un último valle de tinieblas escindidas del paso de las horas. Catalejos insomnes las estudian con una servilleta en el espejo. Ansían conquistar la madrugada.
Las horas
Rafael Alberti
Zarparé, al alba, del Puerto, hacia Palos de Moguer, sobre una barca sin remos. De noche, solo, ¡a la mar! y con el viento y contigo! Con tu barba negra tú, yo barbilampiño.
Con él
Amado Nervo
Eres uno con Dios, porque le amas. ¡Tu pequeñez qué importa y tu miseria, eres uno con Dios, porque le amas! Le buscaste en los libros, le buscaste en los templos, le buscaste en los astros, y un día el corazón te dijo, trémulo: «aquí está», y desde entonces ya sois uno, ya sois uno los dos, porque le amas. No podrían separaros ni el placer de la vida ni el dolor de la muerte. En el placer has de mirar su rostro, en el dolor has de mirar su rostro, en vida y muerte has de mirar su rostro. «¡Dios!» dirás en los besos, dirás «Dios» en los cantos, dirás «¡Dios!» en los ayes. Y comprendiendo al fin que es ilusorio todo pecado (como toda vida), y que nada de Él puede separarte, uno con Dios te sentirás por siempre: uno solo con Dios, porque le amas.
Uno con él